V

EL HERMANO KERRIGAN y las siete monjas compartieron su sencilla comida con Zondi y se tragaron entera la historia que éste les contó. La supresión de Robert’s Halt suponía un acontecimiento tan trascendental para ellos que no cayeron en la cuenta de que su valor como noticia a duras penas merecía la búsqueda de información de primera mano.

—Excelente —aplaudió el hermano Kerrigan—. Cuanta más gente se entere, mejor. ¿Has hecho fotos, Matthew?

—Sí, aunque el objetivo que tengo no me permite tomarlas a mucha distancia.

—Pues vuelve esta tarde. Ya se han ido.

—Mi editor cree que es más importante que escriba un artículo sobre la zona de reasentamiento.

—¿El vertedero? ¿Y no es un poco arriesgado?

Zondi, en su papel de insensible reportero jefe de un semanario zulú, se encogió de hombros con humildad.

—Tal vez podría prestarme un alzacuello. El gobierno permite entrar a los sacerdotes.

Las monjas soltaron unas risitas de aprobación, incluso la glotona, que tenía la boca llena, y le pasó la jarra de leche agria al invitado. Después lo obligaron a aceptar otra sardina. Zondi estaba impresionado por lo confiados que eran: no les había ofrecido ninguna prueba de su supuesta identidad. Aunque debían de estar acostumbrados a tratar con desconocidos solidarios que, por deferencia hacia su propia situación, revelaban muy poco de sí mismos. Ambas caras de la moneda tenían sus ventajas.

—¿Y dice usted, santo hermano, que las personas que vi hoy no eran todos los habitantes de Robert’s Halt?

—Con que me llames hermano es suficiente, Matthew. No, no eran todos. La mitad se marchó ayer.

—¿Unos treinta?

—Cuarenta y cinco, para ser exactos. Míralo tú mismo. Tengo aquí la lista del padre.

El hermano Kerrigan se dio la vuelta para coger una tablilla que le pasó a Zondi, quien echó una ojeada a la lista de nombres y encontró Shabalala en el medio. La palabra parecía escrita en relieve.

—¿Cuánto tiempo concedió el gobierno a estas gentes para que se preparasen?

Una de las monjas chasqueó la lengua en señal de desaprobación y las demás suspiraron.

—Naturalmente, hace bastante que se habla de este «punto negro». El padre Lofthouse hizo lo que pudo. Acudió a hablar con los granjeros, escribió cartas, fue a ver a los de Gestión y Desarrollo Bantú. Incluso recurrió al arzobispo. Pero no consiguió nada.

El hermano Kerrigan, para no perder la costumbre, se giró de nuevo en la silla y le proporcionó las referencias textuales adecuadas: un voluminoso fajo de la correspondencia mantenida con el departamento de Gestión y Desarrollo Bantú. Zondi casi ni lo miró.

—Pero ¿cuánto tiempo, hermano?

—Al final ocurrió de repente. Hace tres días vino un funcionario del departamento, les dijo que se habían terminado las conversaciones y la policía y los camiones llegaron ayer por la mañana.

El factor tiempo siempre resulta de vital importancia en una investigación, aunque a Zondi no le importó demasiado la sencilla explicación que se le presentaba de repente. Se obligó a hacerla a un lado y se puso en pie.

—Muchas gracias —dijo—, pero ya es hora de que vaya al lugar de reasentamiento. Es el que queda cerca de Blitzkop ¿no?

—Cielos, no, Matthew. Está mucho más lejos. Se llama Jabula, lo creas o no.

—¿A cuántos kilómetros queda?

—A ciento cincuenta o más.

—Vaya ¡eso no lo sabía! ¿Qué hora es?

—Las dos. Pero irás igual ¿no?

Zondi le dio cuerda a su reloj.

—Es posible. Antes debo hablar con mi jefe por teléfono.

—Puedes hacerlo desde aquí.

Zondi le lanzó una mirada tan pasada de moda como el instrumento de nogal con manivela que estaba en un rincón y todos rieron nerviosos. Era creencia generalizada que los teléfonos privados, incluso los de las misiones, habían perdido su inocencia hacía mucho tiempo.

—Entonces no te entretendremos más. Para llegar a Jabula, tendrás que volver de todos modos a la carretera principal. En la primera gasolinera hay un quiosco sólo para blancos, pero el encargado no es demasiado quisquilloso. Es polaco.

Zondi se despidió de las monjas en la galería y caminó en silencio con el hermano Kerrigan hasta el coche, evitando pisar los charcos dejados por la tormenta. Le costó arrancarlo como a una mula vieja, pero al final cedió.

—Son tiempos difíciles, Matthew —dijo el hermano Kerrigan, alejándose de la ventanilla del conductor mientras se despedía con la mano.

Zondi le devolvió el saludo, pero ya había cruzado la verja antes de responder:

—¡Y que lo diga, jefe!

Luego condujo rozando el límite por aquel peligroso camino embarrado, patinando y deslizándose sin control, sin preocuparse por si se la pegaba. Era como si tentara al destino para que le proporcionase una forma honrosa de salir del lío en el que se había metido él solo: no es que buscase quedar relegado al olvido, pero no le haría ascos a unos días de conmoción cerebral con la baja correspondiente.

No era propio de él pensar así, pero tampoco era propio de él sacar conclusiones precipitadas. Intentó precisar por qué se había sentido tan seguro de lo fácil que sería encontrar a Shabalala y descubrió que parte de la culpa podría corresponder al teniente, que había estado de un humor muy raro la noche anterior. Pero no, eso no era justo: el teniente no le había impedido que comprobase las estaciones de autobús y de tren, ni lo había disuadido de alertar a sus informadores de las áreas de reserva. Él, Zondi, había decidido partir de madrugada hacia Robert’s Halt. Porque él, Zondi, estaba deseando demostrarles a todos hasta qué punto era un cafre listo. ¡Mierda!

La palabrota dobló su intensidad cuando Zondi desvió su ira hacia un Volkswagen azul que lo adelantó de repente y estuvo a punto de enviar al Anglia a la cuneta. Lo perdió de vista en cuestión de segundos, pero pudo quedarse con la matrícula: NTK 4544. Durante un kilómetro o más, condujo a velocidad moderada, preocupado al pensar qué haría tan lejos de casa un vehículo de Trekkersburgo y luego perplejo al preguntarse de dónde habría salido, ya que aún seguía en el camino secundario que terminaba en Robert’s Halt. Luego recordó haber visto la señal que indicaba el desvío a una granja y ya no pensó más en eso.

Cuando se concentró de nuevo en el caso Shabalala, su mente se encontraba más tranquila y dispuesta a negociar. Primero debía determinar la naturaleza del desastre: muy sencillo, Shabalala no estaba donde él creía que iba a estar, Zondi no tenía ni idea de dónde buscarlo a continuación y perdía el tiempo mientras su reputación y la del teniente se hallaban en juego. No podía pedir ayuda, eso era imposible. Así que, de alguna forma, debía acotar la búsqueda a una zona concreta y limitada. La mejor manera de hacerlo era actuar según la información recibida, pero ¿quién podría decirle algo más? Quizás la mujer de la ciudad, Lucy, y tal vez los otros criados de Sunderland Avenue. El vendedor de billetes de autobús o el que despachaba naranjas en Trichaard Street. Todos eran fuentes en potencia de nuevas pistas, pero estaban muy, muy lejos y tardaría horas en llegar junto a ellos.

De repente, al salir a la carretera nacional, se dio cuenta de que no tardaría tanto si hacía lo prometido a los misioneros e iba hasta Jabula. Si alguien podía proporcionarle una lista de parientes y personas capaces de dar asilo al fugitivo, era su familia. No le importaba que no quisieran compartir dicha información, la conseguiría igual. Oh, sí, y además enseguida.

KRAMER LLAMÓ DESDE UNA CABINA del vestíbulo del Hotel Bayswater, sin dejar de vigilar a Pat Weston, que esperaba en una mesa de la galería. Aún no habían entrado en materia y no podía dejarla sola mucho tiempo.

—Oiga ¿teniente Scott? ¿John? Soy Tromp Kramer.

—¿Qué tal?

—Llamaba por lo de tomar una copa. ¿Sigue en pie?

—Por mí, sí. ¿Cuándo?

—Sobre las cinco. En el bar del Hotel Albert.

—Hasta entonces, Tromp.

—Oiga, un momento, ¿cómo va el caso?

—¿Lo pregunta por su hombre, Zondi?

Kramer intentó disimular la profundidad con la que había inspirado.

—Por Shabalala. ¿Se sabe algo?

—Sólo que Robert’s Halt no existe.

—¿Desde cuándo? Ostras, pero si…

—Desde ayer, Tromp.

—¿Qué?

—Eliminación de un «punto negro». Lo he visto hace diez minutos en el informe diario de la zona.

Kramer lo mandó todo al diablo y dejó que el aire retenido creara una especie de siseo al salir.

—Parece que su chico no tiene suerte —dijo Scott—. Menudo problema. El coronel Du Plessis quiere que me acerque hasta allí y que organice una persecución en las colinas. ¿Qué opina usted? Conoce a Zondi, ¿podrá arreglárselas?

—Se las arreglará.

—¿Seguro? El coronel Du Ple…

—Estoy seguro, John. Además ¿no habíamos quedado para tomar unas copas? ¿Quiere ir a hacer el ganso al veld[2], en Nochebuena? Debe estar loco. En este caso no hay parientes por los que preocuparse. Yo, en su lugar, daría de plazo a Zondi hasta después de San Esteban para que lo solucione. Nadie se interesará antes. Y no pensará decirme que Du Plessis dejará de celebrar la Navidad por culpa de este caso.

Scott se rió.

—Tal vez tenga razón, Tromp.

—¿Tal vez? ¡Claro que la tengo!

—Pues nos vemos a las cinco.

Y colgó el auricular mientras el que Kramer aún tenía en la mano pitaba: «Error, error, error». Tenía que haberse tomado tiempo para pensarlo bien. En su prisa por proteger los intereses de Zondi había olvidado los suyos. Ahora, si la investigación no llegaba a buen puerto en el plazo de dos días, Scott podría escurrir el bulto y hacerlo a él responsable, con toda la razón. Y teniendo en cuenta la situación de Zondi, las probabilidades de que eso ocurriera eran muy elevadas. Tanto que el coronel seguramente pasaría las mejores Navidades en muchos años: iba a matar dos pájaros de un tiro, a Kramer y a Zondi.

Un camarero indio golpeó el cristal con indecisión y señaló a un cliente del hotel que deseaba realizar una llamada. Kramer colgó, cogió su copa y salió de la cabina.

Error. Si lo pensaba detenidamente, se habían cometido muchos errores en el caso Shabalala. Muchas cosas estaban mal. Había estado mal que lo apartaran del caso y también que Scott no hubiese hecho nada en todo el día, o al menos esa era la impresión que daba. Estaba mal que el coronel Du Plessis no hubiese ordenado la persecución sin más, sin consultarlo antes con Scott, y seguramente también que no se hubiera abordado a gran escala desde el principio. Pero lo más preocupante era la sensación de que algo iba mal que Kramer percibió al volver a Sunderland Avenue, cuando se dio cuenta de los pequeños cambios realizados en el estudio y pensó que faltaba algo. Detrás de todo eso había algo impreciso que…

—Creí que no iba a volver nunca —dijo la Srta. Weston mientras guardaba su polvera.

¡Señor, Señor, así era imposible razonar!

—Lo siento, Pat. El deber va antes que el placer.

—Se hace tarde. Quería ocuparme de las últimas compras.

—Ya no le gusto ¿verdad?

—¿Qué le hace pensar que me gustó alguna vez?

—Cuando fui al baño, se desabrochó dos botones de la blusa ¿me equivoco?

Se puso colorada como un fiambre saturado de monóxido de carbono y se tapó el escote con la mano abierta. Luego intentó echar la silla hacia atrás, pero las patas de mimbre se enredaron en la estera de fibra de coco.

—Los afrikáans son tan groseros como siempre decía mi padre —afirmó la joven—. ¡Yo estoy acostumbrada a tratar con caballeros!

—El afrikáans es un idioma, señorita Weston —respondió Kramer haciendo esfuerzos por sonreír con amabilidad—. Yo soy afrikáner. Pero, hablando de caballeros, ¿se refiere a alguien en particular? ¿A Mark Wallace, por ejemplo?

—Me voy.

—Creo que no.

—Pues créaselo.

Kramer no hizo ademán de retenerla, sino que se apoyó en el respaldo de su silla y se estiró.

—¿Por qué no? —espetó ella.

—Porque no quiere perderse el resto del espectáculo.

Casi se había levantado del asiento cuando se detuvo en seco para mirarlo con socarronería. Poco a poco, a su rostro asomó una sonrisa irónica, mientras se acomodaba de nuevo.

—¿De eso se trata, teniente? Estoy fascinada. Dígame ¿de dónde saca sus ideas? ¿Del cine?

—Casi, casi. Sobre todo de Walt Disney. Ya sabe, La dama y el vagabundo.

—¡Vaya piropo!

—¿Cómo cree que me siento al adularla en mi calidad de miembro de una raza inferior? Sintiendo el gesto de desprecio que intenta disimular.

—Papá…

—… también le decía eso, ¡claro que sí, señorita Weston! Que no me chupo el dedo.

Esta vez, al sonrojarse, lo hizo como una colegiala. Pobrecilla.

—Lo siento, teniente.

—No es necesario. Ha sido culpa mía permitir que derivase en algo personal.

Kramer lo decía en serio. Se había pasado de la raya. Otro aviso de que desde su llegada a casa de Swart la noche anterior, no había sido el de siempre. Mientras intentaba sacar algo del caso Wallace, todo el tiempo había ido con el paso forzado. Y para colmo de males, sacaba a colación a los hijos de la viuda Fourie y la película que los había invitado a ver en el autocine de Durban. La clase de pensamiento que deseaba evitar a toda costa. Seguía sin tener noticias de ella.

—Dijo usted que era de la Brigada de Homicidios.

—¿Qué? Ah, sí. Bueno, todas las muertes sospechosas se incluyen es esa categoría hasta que les damos una explicación. Y muertes sospechosas son también las que no tienen sentido.

—¿Qué misterio hay en un accidente de tráfico? Todas las semanas, alguno de nuestros clientes tiene…

—De momento no puedo decirle nada.

—Vale, no me lo diga. ¿Puedo terminar mi sándwich?

—Por supuesto. Pero aclaremos una cosa desde el principio, ¿qué tal se llevaba con el señor Wallace?

Esta vez expresó y pronunció la pregunta con tanta amabilidad que ella ni siquiera levantó la mirada del plato y continuó retirando con los dedos la grasa del jamón.

—Sinceramente, me parecía muy atractivo, nos lo parecía a casi todas las chicas de la oficina. Siempre era educado, alegre y no nos daba palmaditas en el trasero, como uno que yo me sé.

—¿El viejo McDonald?

La joven se rió, guiñándole un ojo por encima del bocado perfecto que le había dado al pan.

—Casi acierta usted con lo que dijo de los regalos, teniente, porque por mi cumpleaños, y llevo tres en la empresa, me traía un ramillete de flores y decía que lo había hecho su mujer.

—Ya.

—Pero yo sé en qué puesto del mercado los compraba. ¡Pobre señor Wallace!

Kramer cambió de postura, inclinándose hacia delante con la barbilla entre las manos, en la pose absorta del cotilla, técnica en la que debía haber pensado desde el principio. Ella acercó un poco más su silla en un acto reflejo y fueron como un par de chicas haciéndose confidencias.

—¿Así estaban las cosas, Pat?

—La verdad es que son conjeturas, pero llevo el tiempo suficiente en la centralita como para no equivocarme a menudo.

—¿Era muy dura con él?

—Era terrible. No lo dejaba en paz. Cuando alguno de sus criados hacía algo mal, quería que él fuese a casa para amenazarlos con despedirlos.

—Un infierno —murmuró Kramer, divertido por aquella confesión involuntaria de haber escuchado a escondidas.

—Oh, sí. La de veces que resolví por mi cuenta darle un timbrazo de advertencia para que tuviese tiempo de decidir si quería hablar con ella o no.

—Las otras chicas de las que habló ¿también lo consideraban atractivo?

—Supongo que no tanto como yo. Verá, me parece que teníamos más cosas en común, aunque fuera un poco cuadriculado.

—Debe de estar muy afectada, Pat.

—Sí y no. Es como si alguien llorara en mi interior.

Pero apartó el plato sin haber terminado de comer.

—¿Qué estaba diciendo?

—Que el señor Wallace era un poco cuadriculado. ¿Le irían los triángulos?

El tono había sido confidencial, penetrante.

—No me parece correcto.

—¿Por qué?

—Porque no estoy segura.

—A mí puede decírmelo. A él ya no le perjudica y podría ayudamos que detrás de todo esto haya algo… o mejor dicho, alguien.

—Bueno, pues —se lanzó la joven, contenta de verse obligada a hablar y no tener mala conciencia—, creo que el señor Wallace se buscó una amiga hace seis meses.

—¿Y eso?

—Por detallitos en los que un hombre no se fijaría, pero yo sí. Lo veía salir del ascensor antes de que se pusiera la máscara del hombre que había sido.

—Es usted muy inteligente. Continúe.

—No hay nada más.

—¿Cómo?

—De todos modos, llevaba dos semanas hecho polvo, muy hundido, así que es posible que hubieran roto.

—¿Y eso es todo?

—Sí.

—¿No tiene ninguna teoría sobre quién podía ser?

—No. Además, Wallace no tenía ni tiempo.

—¡Venga ya!

—Que no. Llegaba a la oficina a las ocho. A las once salía durante media hora. Iba a la biblioteca a cambiar el libro que hubiese cogido. No salía a comer, el chico de los recados le llevaba una bandeja, y a las cinco en punto se iba a casa. Si necesitaba llamarlo por algo, a las cinco y media ya estaba allí.

Kramer la miró con atención, procurando detectar en su rostro un intento deliberado de retener información: lo que había empezado como un prometedor relato aclaratorio sobre el carácter de Mark Wallace se había convertido en una decepción. Pero la joven pasó la prueba.

—¿Por eso no estaba segura? ¿Porque no logra encajar su presentimiento con la coordinación temporal?

—Supongo. Sí, y por eso no quería contárselo.

—Pero imagine que tiene razón. ¿Qué habría hecho su mujer?

—¿Ella? Si esa zorra lo hubiese pillado en algo, lo habría…

—Gracias, señorita Weston.

Era mejor que la joven saliese pitando a hacer sus compras sin tener la impresión de que había desperdiciado su hora de comer. No existía otra justificación para empujarla a ese último comentario forzado, interrumpido por la sorpresa de un entendimiento fingido.

Porque Kramer sabía perfectamente bien que Paula Wallace era todavía más incapaz de organizar un accidente de tráfico mortal que de colocar bien las luces en su árbol de Navidad. Al insinuar lo de los triángulos pensaba en que el otro vértice lo ocupase un tío y no una pelandusca fantasma, algún amante ingenioso y decidido a librarse de Mark, el marido. Aunque también era posible la existencia de otro triángulo: Wallace, la pelandusca y el legítimo de la susodicha.

—Mierda —dijo, llamando la atención de un camarero, sin darse cuenta.

—¿Señor?

No lo entendía. Volvió al principio. Aquel era un accidente normal que él tenía que investigar a fondo. Quería saber algo acerca de la víctima, así que lo había intentado con esa fuente de verdades relativas a la oficina y al hogar que es la joven de la centralita. Lo que ella le había dicho era impreciso, sentimental y, seguramente, aderezado con una buena cantidad de fantasía. Como esa tontería de que Wallace cambiaba al entrar en su lugar de trabajo; esa era una triste artimaña que millones de personas realizaban a diario. Lo único que aclaraban las confidencias realizadas por la joven era que Wallace había sido, en el sentido más aceptable de la palabra, uno de sus caballeros. Y un marido aburrido y calzonazos. Sinceramente, no se podía esperar mucho más de un accidente como el suyo.

Sin embargo, Kramer sentía algo parecido a la frustración y al desencanto. ¡Maldita sea, pues claro! ¡Vaya despiste! El comportamiento de McDonald —su evidente ansiedad por Pat Weston—, había hecho aumentar sus expectativas con relación a la entrevista. Aunque no se cumplieron.

Pagó su bebida y se la tomó con rapidez. La lógica del razonamiento era sencilla. Primero, como había dicho McDonald y dejado claro Pat Weston, no había nada entre ellos. Segundo, eso significaba que McDonald temía que ella pudiera contarle a la policía algo relacionado con Wallace, que él también sabía pero no deseaba difundir. Tercero, McDonald había dado por hecho, de forma equivocada, que Pat Weston era conocedora de dicha información. Cuarto, Kramer sólo tenía que lograr que McDonald pensara que a ella se le había soltado la lengua y esperar a ver que pasaba.

Como ya tenía las compras hechas, podía aprovechar aquel rato.

ZONDI VOLVIÓ A VER EL VOLKSWAGEN azul por casualidad. Se había adentrado bastante en una zona de terreno ondulante, tan erosionado y yermo que no se diferenciaba del camino de tierra. Si alguna vez crecieron allí las zarzas, hacía mucho que habían desaparecido, como cualquier hierba adecuada para los animales: las cabras eran el único ganado capaz de sobrevivir gracias a las espigas secas que allí quedaban. Al principio había visto algunas y los grupos de chozas de los que procedían, pero ya no había más, pasado un solitario colmado, con un agujero oxidado en el depósito para el agua de lluvia. A partir de ahí el paisaje se había vuelto monótono y su velocidad a través de aquella carretera secundaria tan poco usada había aumentado en proporción. Así fue como, por accidente y no a propósito, logró lo que muy pocos hombres —por mucho que se esforzaran— habían conseguido: se llevó por delante una gallina de Guinea con el morro de su coche.

Ocurrió después de una curva pronunciada, en una loma, y el impacto resultó considerable. Un golpe sordo, una salpicadura de sangre y otro golpe sordo, producido al rebotar sobre el techo. Pisó el freno y patinó en zigzag, deteniéndose por fin a más de cien metros de distancia. Maldiciendo por el retraso que aquello le suponía, bajó del coche y limpió el parabrisas: las plumas negras con motas blancas confirmaron el diagnóstico realizado en una décima de segundo.

Luego miró hacia la carretera. La gallina de Guinea tenía que haber salido disparada hacia la zona de rocas y aloes, porque no se la veía por ninguna parte. Una pena: le hubiera gustado cobrar un trofeo tan delicioso, pero buscarlo le llevaría demasiado tiempo.

Así que siguió camino, haciendo que la caja de cambios aullara pidiendo clemencia, pues antes de cambiar sacaba el máximo partido a cada marcha. Así avanzó casi un kilómetro antes de que se le ocurriera mirar el reloj. Lo cierto era que había hecho una buena media. Y existía la posibilidad de que una gallina de Guinea fuese un incentivo de primera si se veía obligado a negociar con los vecinos de Shabalala para recibir información.

Transcurrió otro kilómetro antes de que decidiera regresar. Le pareció que quedaba mucho más lejos de lo que debía, pero por fin encontró las marcas de la frenada. Dejó el Anglia lejos de la carretera y empezó a buscar el ave muerta, preocupado por si algún depredador de paso se le había adelantado. Estaba agachado entre las rocas, llorando la muerte de unos restos destrozados e incomibles, cuando oyó el chirrido de un motor Volkswagen.

Al mirar sólo pudo ver fugazmente el NTK 4544 que se precipitaba en dirección a Jabula.

ERA UNA IMAGEN CONMOVEDORA. Dos ángeles se arrodillaban frente al escritorio de McDonald y cantaban Noche de Paz a grito pelado. Las voces eran agradables, aunque la dicción resultaba espantosa. Kramer de detuvo en la puerta; aquello le hacía gracia.

—Ya es suficiente, monadas. Feliz Navidad —dijo el abochornado McDonald, apresurándose a entregar a cada uno algunas monedas, que enseguida desaparecieron entre los pliegues de las sábanas.

Los ángeles, cuyas alas eran hojas de periódico arrancadas con mucho cuidado y sujetas a la espalda, intentaron marcharse.

—Alto ahí, buenas piezas —dijo Kramer, cerrándoles el paso—. ¿Eres tú quién va ahí dentro, Ephraim?

—Sí, jefe Kramer.

El más alto de los dos niños africanos apartó la sábana y le sonrió.

—¿Os va bien el negocio?

—Hambre, hambre —fue la maliciosa cantinela de Ephraim.

—Y un cuerno, tenéis hambre. Hala, largo de aquí.

—Feliz Navidad, jefe Kramer.

—Si quieres, puedo darte una patada en el culo.

El otro ángel salió pitando y Ephraim escupió tras él, como muestra de su desprecio.

—Es mi primo —explicó—. No sabe lo que es el respeto. Tengo que ir a buscarlo.

Kramer cerró la puerta.

—Me sorprende, teniente. Ni se me había ocurrido pensar que había recibido la visita de unos amigos suyos. —¿Qué?

—Era una broma, compréndalo.

McDonald quiso reírse y se atragantó.

—Casi todo el mundo conoce a Ephraim —dijo Kramer, intrigado por el estado de inquietud de aquel hombre—. Es el niño de siete años más listo de todo Trekkersburgo. Su padre mató a su madre y nosotros lo detuvimos, pero Ephraim sabe cuidar de sí mismo.

—Es original. Me gusta más que el lío que arman esos condenados con sus guitarras de hojalata. Si bien no entiendo por qué los negros se creen en la obligación de pintarse la cara de negro. Parece que cada año hay más, ya son como una maldita plaga, aparecen en casa y en la oficina. Aunque Pat Weston no suele dejarlos pasar. Por cierto ¿ha vuelto ya?

—No —dijo Kramer—. En su puesto hay una señora mayor.

—¿La señorita Godfrey? Pues aún me sorprende más. Es toda una arpía. Oiga ¿no quiere sentarse?

—Gracias.

McDonald quiso ocuparse en cambiar de sitio algún objeto de su mesa, pero estaba vacía, a excepción del papel secante. Así que sacó su llavero y lo hizo tintinear.

—Digamos que lo sé, señor McDonald. ¿De verdad era para tanto?

Tintineo.

—Vamos, hombre.

Tintineo.

—No juegue conmigo o…

—Eso es lo que me interesa saber, teniente. ¿Qué va a hacer? —dijo McDonald, intentando hacerse el duro—. Mi hermano es abogado.

—Y el mío está en la División Especial.

Qué mentira tan buena. Puso fin a los condenados tintineos.

—¿Empezamos de nuevo, señor McDonald? Dígame en qué está pensando.

—Muy sencillo: usted averiguará que no hay nada siniestro en la muerte de Mark. Bebió más de lo que le convenía, casi nunca bebía, y luego hizo una bobada.

—¿Cómo sabe que había bebido?

—Yo estaba anoche en el Old Comrades’ Club cuando llegó él.

—¿A qué hora?

—Antes de las diez menos veinte, porque yo tenía que llamar a un cliente a esa hora y lo vi entrar. Fue una sorpresa, él no solía beber, pero la verdad es que hacía mucho calor.

Eso Kramer lo recordaba muy bien, pero lo mejor era no influenciar al testigo.

—Ya.

—Cuando hace calor no se lleva la cuenta. Se mete uno las copas entre pecho y espalda, tan frías como sea posible. Con tres o cuatro estás perdido y ni siquiera te has enterado.

—Cierto.

—Para serle sincero, a las nueve yo ya había perdido el control. Entonces entró Mark, reventado, incluso le sangraba la nariz, como a los niños cuando hay más de 35o C. Antes de que fuera capaz de reaccionar, Mark se había ido.

—¿De verdad?

—Me lié cantando un villancico, ya sabe cómo son esas cosas. Estaba junto al piano, de espaldas a él. La mitad de las veces no sabía si bebía de mi copa o de la de otro, pero nadie se quejaba. Aquello era una juerga en condiciones y me olvidé de que Mark estaba allí. Sí, me siento culpable. Dijo que quería hablar conmigo y yo tenía que haberle hecho caso. Pero no hay nada más, se lo he contado todo.

—Lo siento, pero no.

Un silencio vibrante. McDonald se sobresaltó cuando la llama de la cerilla, de la que se había olvidado, tocó sus dedos.

—Tenga —dijo Kramer, mientras le ayudaba a encender el pitillo—. Ahora dígame por qué no quería que Pat Weston me lo contase.

Aspiración, exhalación, muy despacio.

—Paula, teniente… Paula ya sufre bastante. Y esa aventura no era nada importante, se lo prometo.

—Con una esposa así…

—¡Ya sabía yo que Pat le iba a decir eso! Será zorra. Paula es una buena mujer. Renunció a muchas cosas por Mark.

—Ya.

—Por eso me quedé atónito cuando me lo contó. Acudió a pedirme consejo y yo se lo di, vaya si se lo di, al muy idiota. Le dije que terminara con aquello y eso fue lo que hizo. Desde aquel momento. Se acabó la historia.

—Pero ¿por qué?

—Yo lo achaqué a la edad, al hecho de que nunca en su vida había tenido valor para dirigirse a una mujer a la que no conocía, y menos para ponerse a charlar con ella. Y en un momento dado apareció…

—¿Y se atrevió?

—En el sentido convencional, no, al menos no al principio.

—Entonces ¿sólo se acostaba con ella?

—¡Santo cielo, no! Jamás la tocó. Se lo pregunté.

Kramer encendió un cigarrillo y se preguntó si se estaría volviendo loco.

—Pero, entonces ¿cuál es el problema?

—La confianza. Había abusado de la confianza depositada en él, se había pasado de la raya, se arriesgaba a destrozar a Paula. La quería. Quería a su mujer ¿entiende?

—Menos media hora al día.

—También se había fijado en eso, claro. La verdad es que Pat merecería estar con su hermano en la División Especial.

Un comentario de ese tipo resultaba peligroso, pero McDonald ya estaba frenético. Tenía la camisa de seda cubierta de ceniza y la pajarita torcida hacia la izquierda.

—No se preocupe, señor McDonald. La señora Wallace no se enterará de nada de esto si, como usted dice, en la muerte de su marido no hubo nada raro.

—¿Me da su palabra?

—Sí. Ahora, por favor, dígame el nombre de la chica.

McDonald se puso en pie, decidido.

—No lo sé —respondió desafiante—. Tampoco sé dónde vive o a qué se dedica. Usted es detective, averigüelo.

—Bien —dijo Kramer, sabiendo que el hombre mentía—. Lo haré.

Aunque sólo fuera por fastidiar.