IV

EL DESAYUNO INCLUYÓ un paquete entero de tocino entreverado, una barra de plan blanco recién hecho y una botella tamaño familiar de refresco de fresa, todo ello consumido con entusiasmo en una cuneta de la carretera nacional que lleva al norte. Zondi no estaba seguro de qué iba a depararle el día, pero no deseaba que el hecho de haberse saltado alguna comida pudiera afectarle. Habría encendido un fuego para freír el tocino, pero en aquella época del año los granjeros tenían el dedo del gatillo demasiado suelto.

La hierba estaba muy seca y una simple brasa podría quemar por completo aquellos pastos en cuestión de minutos. Era una tierra desolada y rubia, en la que las zarzas dispersas dibujaban borrones de un verde apagado, como las sombras de ojos de las mujeres blancas, y las zonas de tierra desnuda parecían el rojo rosado de su piel quemada por el sol. Una tierra dura que nada regalaba. Un buen lugar para las víboras bufadoras, las lagartijas y los verdugos que dejaban sus presas colgadas en las alambradas.

Se le había parado el reloj y el coche no tenía radio. Pero a juzgar por el sol, aún no eran las ocho. Le daba tiempo a fumarse un Stuyvesant y echarle otra ojeada al mapa. Al menos en el coche, un Anglia hecho polvo, había algo que le resultaba útil.

Zondi continuó otros diez kilómetros sobre terreno asfaltado, luego giró a la derecha y avanzó por una carretera comarcal cuyo número resultaba ilegible. Al cabo de cinco kilómetros se desvió de nuevo, después de dejar atrás una misión. Dos kilómetros más y aparecieron el colmado y la pequeña aldea de Robert’s Halt.

Dio las gracias por no tener prisa cuando las ondulaciones del camino de tierra, a intervalos tan regulares como las de una tabla de lavar, empezaron a tamborilear bajo cuatro neumáticos que no ofrecían seguridad alguna. Además, había baches lo bastante grandes para tragarse una rueda y piedras afiladas que repiqueteaban como el granizo contra los bajos del coche. Sin embargo, lo peor era el polvo, que evidenciaba lo mal que encajaban las puertas y se colaba por todas partes. Pero se alegraba de ir en un coche y no, como antes, sentado junto a su padre en una carreta tirada por un burro. Entonces las piedras eran lo peor de todo, porque los vehículos, al pasar, las hacían salir disparadas hacia ellos. Una vez le dieron en la oreja, aunque tuvo más suerte que el burro, que en otra ocasión perdió el ojo.

Entre una hilera de eucaliptos y acacias que se alzaban a la izquierda se veían varios edificios de cemento encalados, dominados por una iglesia con el tejado de hojalata. A juzgar por el tamaño de la cruz que la coronaba, Zondi dedujo que sería católica y luego vio un cartel que decía: «Escuela y Hospital de la Misión de San Bernardo». Parecía curiosamente desierta para ser una escuela, aunque los alumnos podrían estar en el salón de actos. Sin embargo, eso no explicaba el hecho de que no hubiera pacientes a la vista, lo que resultaba aún más raro. Pero no era asunto suyo: lo que él iba buscando se encontraba a menos de un kilómetro de distancia, pasado el montículo.

El Anglia fue subiendo como pudo, entre bandazos, llegó a permanecer diez segundos enteros con las ruedas del lado del conductor atrapadas en una rodada y luego llegó a la cima y se deslizó hasta lograr detenerse por completo. En el valle de abajo se encontraba Robert’s Halt, oculta entre más eucaliptos y acacias. Aquello encajaba a la perfección con las intenciones de Zondi, pues había decidido que sería preferible llegar paseando como si nada hasta situarse al lado de Shabalala, en lugar de tener que correr tras él.

Sacó el coche de la carretera y lo cerró con llave. Luego echó mano de uno de sus viejos trucos: ponerse del revés la chaqueta de sport, algo que hacían la mayoría de los campesinos porque les gustaba mucho el reluciente forro de raso, y comprobó que la cartuchera del hombro no se hubiese enganchado. Todo listo.

Era un buen día para caminar, no hacía tanto calor como el anterior y daba gusto respirar el aire del valle. Zondi se fijó primero en los vencejos que tragaban insectos en pleno vuelo, luego miró a su alrededor para ver qué tipo de ganado pastaba en las laderas más próximas. No vio ninguno. Prestó atención para oír los silbidos de los pastores que llaman al ganado para juntarlo el día de Nochebuena, pero no oyó nada.

Se detuvo. Aquel sitio era muy raro. Si el dolor de su cuerpo no le recordara cómo había pasado la noche, se habría maldecido a sí mismo por beber demasiado. Aunque ni una buena cantidad del alcohol ilegal de Moses Makatini habría logrado que Robert’s Halt dejara de parecerle un lugar ilusorio.

De sus observaciones no podía deducir nada que resultase tangible, pero lo empujaron a ser cauteloso. Así que buscó un camino a campo través que le permitiera acercarse al colmado sin que lo vieran. El sendero estaba tan invadido por la vegetación que probablemente, aunque lo siguiera, tampoco se encontraría con nadie.

Al descender hacia el río, Zondi empezó a oír sonidos que le resultaron tan desconcertantes como todo lo demás: golpes sordos, rozaduras y el chirrido del metal, pero nada de voces. Para entonces tendría que haber estado lo bastante cerca como para oír hasta la risa de un niño.

La vegetación perdió su espesor y vio la aldea de Robert’s Halt al otro lado del río: ¡Qué vista tan extraordinaria! El lugar estaba rodeado de policías, los blancos armados con metralletas ligeras y los negros con lanzas. Por desgracia, sus furgonetas antidisturbios no le permitían ver lo que ocurría tras ellos.

Zondi maldijo. Maldijo y juró como un carretero porque le habían dado un coche sin radio. Seguramente el caso había sufrido algún cambio repentino y drástico del que él no tenía noticias.

Mientras continuaba caminando en dirección a la aldea, su mente no paraba de hacer conjeturas e intentaba discurrir qué motivos podría haber para semejante concurrencia. Aunque Shabalala hubiese cogido un arma de casa de Swart y se esperara de él que se resistiese al arresto, seis hombres habrían bastado, como mucho, para solucionar el asunto.

Cesaron los golpes sordos y los chirridos.

Zondi frenó el paso y se escondió detrás de un aloe para ver qué pasaba a continuación. Se oyó el ruido de un motor al arrancar y luego, desde el otro lado de las furgonetas antidisturbios, surgió un camión repleto de aldeanos con sus pertenencias.

Qué idiota: se trataba de un desahucio. El desahucio de un «punto negro», uno de tantos, algo que pasaba todos los días, y él había permitido que su imaginación distorsionara su capacidad de percepción. Claro que se oían golpes sordos cuando se cargaban los muebles en un camión; naturalmente que se producían ruidos al arrancar las valiosas láminas de hojalata de los tejados; resultaba evidente que no se trataba del momento más adecuado para hablar, ni para que se rieran los niños. En cuanto al cordón policial, no era más que el procedimiento de rutina para evitar estupideces.

Un bulldozer cobró vida de forma ruidosa y emergió entre los matorrales para aplastarlas casas desalojadas. Sin embargo, esperó a que tres camiones más se llevaran de allí a las gentes que quedaban. Vadearon el río muy cerca de donde esperaba Zondi y se fijó en que no había hombres, excepto ancianos. Al menos no veía a nadie que encajara con la descripción de Shabalala que le habían dado.

Algo que no resultaba sorprendente. Con semejante cantidad de policías, Robert’s Halt era el último lugar en el que un asesino huido desearía encontrarse aquella mañana en concreto.

EL DEPÓSITO DE CADÁVERES de la Policía de Trekkersburgo era una estructura muy baja de ladrillo rojo que casi resultaba imposible de detectar en medio de una hondonada, entre la vegetación sin cortar y las malas hierbas, detrás del cuartel. Desde la perspectiva que los coches americanos modernos ofrecían a sus conductores, era completamente invisible, lo que los obligaba a encomendarse a un camino muy usado y sinuoso que lo dejaba a la vista de repente.

Kramer frenó en seco y dejó su Chevrolet junto al Pontiac de Strydom. En las cuatro inexpresivas paredes sólo había una ventana a la altura de los ojos; a través de ella pudo ver al sargento Van Rensburg en la oficina, tomando un reconfortante traguito de brandy del Cabo. Por suerte, Van Rensburg no lo vio a él: aquel tipo era un capullo de lo más pesado, y eso siendo generosos.

Primero la mosquitera, después las grandes puertas de metal, un escalofrío repentino que no era del todo cuestión de temperatura y la imagen familiar de Strydom metido hasta los codos en otro hombre. Disfrutando, además.

—¡Ajá! —exclamó Strydom, sacando un par de pulmones y poniéndolos bajo el grifo.

—¡Uf! —dijo Kramer, encendiendo un cigarrillo.

Strydom dejó que corriera el agua y luego abrió de un tajo el esponjoso órgano, rascando el interior con el escalpelo.

—Bueno ¿dónde está nuestro amigo, doctor?

—En la tercera mesa.

—¿Es esa cosa?

—Como insinué anoche, teniente. Es un acordeón humano en toda regla. He depositado allí la cabeza para que no ande rodando.

Van Rensburg había estado haciendo de las suyas con su atomizador de agua y, por lo que parecía, un peine. Porque Mark Clive Wallace, hombre blanco de cuarenta años, tenía la cara limpia y la raya del pelo bien hecha mientras miraba fijamente a Kramer desde un recipiente poco profundo en el armario del instrumental. Tenía pinta de buen tipo.

—Hola, amigo —dijo Kramer, inclinándose para mirar el ojo que Wallace tenía abierto—. Dígame, doctor, ¿qué ha encontrado?

—Para empezar, tenía una buena cantidad de alcohol en el estómago, teniente. Aunque no tanta en la sangre. Debió de pimplarse unas cuantas a toda prisa antes de morir.

—Indagaré en ese sentido. ¿Qué más?

—Juraría que no tenía las manos en el volante cuando se comió la valla protectora. Verá, lo normal es que al menos haya fracturas en los pulgares, aquí, en la base. Yo creo que las tenía sobre los ojos.

—¿Qué lo llevaría a hacer eso?

—¿Una luz muy fuerte?

—No está mal, doctor. O tal vez no quería ver lo que le esperaba.

—¿Suicidio?

—Es una teoría.

—Sólo puedo decirle una cosa más y es que no había comido desde el desayuno.

—¿Qué tal andaba de salud?

—Bastante bien. No había nada en fase terminal y no tenía úlceras, si es eso lo que está pensando.

Kramer siguió examinando aquella foto en tres dimensiones para la ficha policial y se fijó en el paréntesis con el que las líneas formadas al sonreír encerraban la ancha boca y en la fogosidad del bigote. No era el rostro de un hombre que se suicidaría a la ligera.

—Es posible que simplemente calculara mal la curva y se dejara llevar por el pánico, doctor.

—En eso he de darle la razón.

—Pero ese idiota de Du Plessis…

Sin duda Strydom se hubiese mostrado solidario con él de no haber entrado Van Rensburg en ese mismo momento con una tabla sujetapapeles, dispuesto a tomar notas.

—¡Buenos días, teniente! Otro día de calor ¿eh?

Van Rensburg inclinó la cabeza para escuchar y Kramer fue consciente de que el tejado de chapa había empezado a tintinear, al dilatarse bajo un sol abrasador. Se preguntó qué tiempo haría en el interior, dondequiera que Zondi hubiese ido. Y deseó intensamente que todo saliera según lo previsto.

ZONDI LLEVABA MUCHO TIEMPO sentado a la sombra espinosa del aloe, observando cómo el grupo policial se aseguraba de que la destrucción de Robert’s Halt fuese completa. Vio cómo despachaban a los perros abandonados y luego se sentaban a tomar el té. Vio los juegos que siguieron. Vio cómo un escarabajo pelotero formaba una esfera perfecta con un montoncito de excrementos que había junto a su pie.

Por fin decidió que no ganaría nada si cruzaba, se identificaba y preguntaba por Shabalala. Nadie sabría algo que pudiera servirle: las brigadas de desahucio nunca se ocupaban de los detalles personales. Además, siempre tenía problemas cuando solicitaba la ayuda de algún oficial al que no conocía. Por si todo eso fuera poco, seguramente no creerían que alguien lo hubiese enviado a él solo para atrapar al asesino de un blanco.

Pero el principal motivo de su reticencia a involucrar a otros se debía a que el hecho de que le hubiesen concedido la iniciativa era un verdadero cumplido que pensaba devolver llevando al culpable a la horca.

Empezaba a parecer que la brigada regresaría pronto a su base. El oficial al mando no dejaba de mirar hacia el Oeste, donde, por encima de la escarpadura cubierta de árboles, se formaba una masa de nubes con rapidez pasmosa, apilándose como la espuma de afeitar al salir del aerosol del teniente. En cuestión de una hora los tambores del cielo empezarían a sonar y las largas piernas de los rayos bailarían a su ritmo, estampando la muerte en el polvo. Nadie que pudiese elegir querría quedarse a verlo.

Y eso incluía a Zondi, quien también fue consciente en ese momento de los problemas que podría causarle el hecho de que viesen el Anglia a un lado del camino. Así que echó una última mirada a lo que había sido una solución sencilla y empezó a desandar camino colina arriba, entre la maleza, intentando decidir cuál sería la mejor forma de enterarse por dónde andaba Shabalala. Un pájaro de la lluvia lo acompañó parte del camino, anunciando algo que era demasiado obvio. Luego se alejó volando hacia la misión y demostró ser de gran ayuda.

—¡La misión! —gruñó Zondi, abriendo a la vez la puerta del coche y su lento proceso reflexivo.

En unos minutos llegó a la verja de la misión y cruzó la rejilla de retención del ganado repiqueteando. Aquello estaba desierto: sólo se veían unas pocas gallinas junto al pozo y lo único que oyó mientras aparcaba en la parte de atrás, para que no lo vieran desde la carretera, fue el murmullo del viento que se estaba levantando. No le gustó la impresión que aquello le producía.

Y mientras seguía allí sentado, abriendo un paquete de Stuyvesant, Zondi detectó un segundo murmullo, tan solemne como el sonido de la brisa al soplar entre los árboles, pero que se elevaba y descendía siguiendo un ritmo repetitivo. Era un sonido humano: el de la oración.

Volvió a guardar el pitillo en la cajetilla, comprobó que las correas de su cartuchera no quedaran a la vista y salió del coche. El aroma a eucalipto le hizo recordar la escuela de la misión a la que él había acudido muchos años atrás, en un remoto valle de Zululandia. Allí había soñado los mejores sueños de su vida. Las monjas blancas les decían que bastaba con que se aprendieran bien la lección para que luego, al crecer, pudieran ser cualquier cosa que desearan. Se equivocaban… esas mujeres amables y tontas que creían que todos los hombres eran hermanos… se equivocaban por completo. Pero Zondi no sentía resentimiento alguno. No como su compañero de clase, Matthew Mslope, que había vuelto para quemar, saquear y violar. Matthew también se equivocaba y Zondi se había ocupado de él. Así había conocido al teniente y demostrado que de algo malo puede salir algo bueno, por mucho que la hermana Teresa se empeñara en decir lo contrario.

Sonriendo, Zondi se dirigió hacia la iglesia, sin saber si recordaría cómo se rezaba el rosario, pero dispuesto a intentarlo. Abrió la puerta del edificio de cañas y adobe y, después de adaptarse a la poca luz del interior, vio que siete monjas y un hermano lego blanco se arrodillaban frente al altar. Sólo el hombre se volvió al oír que alguien entraba, pero casi de inmediato miró al frente de nuevo, sin cambiar de expresión. Zondi recorrió el pasillo central de puntillas y luego se arrodillo tras un banco hecho con un tablón sobre dos latas de aceite.

«Dios te salve, María, llena eres de gracia…». Las palabras le salieron sin pensarlo, y le parecieron curiosamente reconfortantes, como los senos morenos de Miriam bajo su mejilla cuando se quedaban dormidos después de un duro día. «Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».

Sin embargo, Zondi presentía la tensión, que ya estaba allí antes de que él llegara. Hacía que su cuerpo se mantuviese rígido y su mente acelerada. Pero no conseguía encontrar el motivo.

Comenzaron un nuevo misterio y alguna criatura pequeña, probablemente un ratón, se movió entre la paja del techo, haciendo que una brizna bajase flotando en espirales. Antes de que llegase al suelo de tierra, en el exterior se oyó el ruido de un Land Rover que ascendía dando bandazos. Zondi se puso en pie.

Lo mismo hizo el lego, quien, con un gesto rápido, le indicó que entrase en el tosco confesionario, hecho con cajones de leche en polvo unidos con clavos y como cortinilla un brocado viejo regalado por algún simpatizante. La idea era buena y la puso en práctica de inmediato. Vigilaba la puerta a través de uno de sus muchos huecos.

Medio minuto después, el oficial al mando de la brigada de desahucio entró en la iglesia, pavoneándose con un bastón de mando que usaba para golpearse la palma de la mano izquierda y dar énfasis a sus palabras.

—Eh, vosotros —dijo, dirigiéndose a los religiosos, que seguían rezando—. ¿Dónde está el sacerdote?

El hermano lego se acercó a él y se detuvo a menos de dos metros.

—El padre Lofthouse se marchó ayer con la gente de la aldea. Yo soy el hermano Kerrigan.

—¿Por qué no ha vuelto aún?

—No sé. Tal vez tuviera mucho que hacer.

—De la gente ya se ocupa el gobierno.

—Por supuesto, pero él tiene sus deberes espirituales.

—Y una mierda. Ése es un alborotador. Eso es lo que es.

—No estoy de acuerdo.

—¿Y tú? ¿Qué haces aquí solo con todas esas mujeres negras?

—Nada.

—¿De veras?

—Estábamos rezando.

—¿Por los seres queridos que habéis perdido?

El oficial —seis como él podrían tirar de un carro de bueyes— se rió de su chistecito, aunque a nadie más le hizo gracia. Sin embargo, tuvo el efecto de sosegarlo un poco y guardó el bastón, introduciéndolo en su media derecha. Después se frotó las manos.

—Se ha ido la pandilla al completo —dijo con satisfacción—. Esta noche estarán todos reasentados en las reservas, su patria.

—¿Su patria? —repitió el hermano lego con ironía.

—A veces me gustaría poder mandaros a todos vosotros a vuestra patria —respondió el oficial con una amplia sonrisa.

—Me apellido Kerrigan, oficial, pero ¿le parece que tengo acento irlandés?

La sonrisa se contrajo.

—¿Y eso qué tiene que ver?

El hermano Kerrigan reconoció que muy poco encogiéndose de hombros: el término «patria», aplicado a los bantustanes o reservas era más histórico que fáctico.

—Vamos, no discutamos de política —dijo el oficial, dispuesto a adaptarse—. Al fin y al cabo, no somos políticos, sólo dos hombres que deben ocuparse de que se cumpla la ley: tú tienes los Diez Mandamientos y yo tengo las órdenes que vienen de arriba ¿no es así? Ja, ja. No ha habido problemas.

El hermano Kerrigan se sintió aliviado al oír aquello.

—Les dijimos que no tenía sentido causarlos —respondió.

—Cierto, amigo, así es.

¿Y?

—Nada más. Esto ha sido una simple visita de cortesía.

—Entiendo.

—Ahora he de irme. Adiós de momento.

—Que Dios le bendiga —dijo el hermano Kerrigan.

Esperó a que el ruido de la rejilla de retención del ganado confirmara la partida del Land Rover antes de dar unos golpes en la pared del confesionario. Zondi salió, saludó a las monjas con la cabeza y a él lo saludó ceremoniosamente, en zulú.

—Me llamo Matthew Mslope —le dijo.

—Matthew, en esta iglesia ya se ha charlado bastante para toda la mañana. Iremos a la casa de enfrente y nos dirás qué haces aquí.

Zondi se acordó por los pelos de hacer la genuflexión antes de abandonar el edificio. Estaba concentrado en la explicación que debía dar.

La GENTE NO TENÍA DERECHO a jugar con sus vidas en Nochebuena, se quejó Kramer. Las fiestas ya eran lo bastante malas por sí solas sin echarles una mano. Pero no había nadie en el ascensor que lo oyera.

Había ido a ver a la nueva viuda, Paula Wallace, y se la había encontrado poniendo adornos navideños de forma mecánica, mientras se secaba los ojos con el algodón que usaba a modo de nieve. Le dijo que, aunque no tenían hijos, aquello era lo que Mark hubiese querido que hiciera. Una vecina intentaba convencerla de lo contrario, así que le resultó difícil meter baza. Al final, Kramer se marchó, armado con tan pocos datos como una turba de linchadores.

Resumiendo: que aquello lo llevó a donde se encontraba ahora, en la quinta planta del Edificio Sanlam, en el centro de la ciudad. La puerta del ascensor se abrió para dejar a la vista las paredes de vidrio de las oficinas de Montreal Life, una compañía de seguros con sede en Canadá. Kramer salió del ascensor y se detuvo tras un cartel rotulado en dorado para sopesar a la recepcionista.

Enseguida le adjudicó 50 kilos de peso, diecinueve o veinte años y como lengua materna, sin duda alguna, el inglés.

—Soy el teniente Kramer —se anunció, permitiendo que la puerta con resorte se cerrara a su espalda haciendo ruido—. ¿Es aquí dónde trabajaba el señor Wallace?

—¿Quién?

—El señor Wallace. ¿Era buena gente?

—Sí, mucho.

—Le regalaba cosas ¿verdad? ¿Flores? ¿Bombones? ¿Le daba palmaditas en el trasero?

—¿Cómo dice?

—Ya a tener que ser más rápida, bonita, la he pillado. De todos modos ¿a quién le importa si lo hacía o no?

—¿Cómo?

—Ya me ha oído. Está buena ¿y qué?

—Él…

—Estaba casado.

—Sí, eso.

—Como todos.

Aquello cambiaba las cosas y la joven reflexionó un momento antes de recuperarse.

—Oiga usted… —empezó a decir, muy altanera.

—Cuando usted quiera. Será un placer.

—¿De veras? ¿Desea usted ver al señor Cooper, señor?

—¿Y ése quién es cuando está en su casa?

—El director.

—Por mí, que se quede sentado de brazos cruzados.

—Entonces ¿a quién quiere ver?

—A usted, bonita. Quiero hablar con usted.

Kramer estaba de pesca con el fino sedal de su labia, a la espera de que ella se tragara el cebo antes de detectar el anzuelo. Por el momento, había despertado su interés.

—Ah, entiendo. Supongo que ésta es su forma de…

—¿Invitarla a comer? Ha acertado.

—Pues ya puede irse a freír espárragos de inmediato, sea usted quien sea.

—El teniente Kramer de la Brigada de Homicidios, ese soy yo. ¿No se lo dije antes?

No, antes no le había dado tanta información. Y la chica se dio cuenta.

—¿Homicidios?

Había picado.

—¿Quiere beber algo antes? —invitó Kramer, retirando la hoja que cerraba el mostrador. Ella se levantó de su puesto ante la centralita.

—Pero ¿y el señor Cooper?

—Ah, dígale que le ha venido la regla y le duele la barriga o algo parecido.

—¡Por favor, hombre!

—Mientras —dijo Kramer alejándose—, he de ir a ocuparme de un dragón.

Lo que la dejó sonriendo como una tonta; eso sí, la sonrisa era preciosa. Qué curioso, siempre detectaba a las que reaccionarían como caniches al olfatear por primera vez a un chucho mestizo.

En el baño de caballeros, junto al ascensor, Kramer metió la cara en un lavabo lleno de agua fría y luego mantuvo las muñecas bajo el grifo. Mucho más refrescado, se libró del exceso de humedad en la toalla de rodillo antes de agacharse para comprobar su peinado, pues algún enano cabrón había situado el espejo a una altura imposible para él.

—San Jorge, supongo.

Un hombre grande, casi tanto como él, sonreía a Kramer desde la puerta, justo por encima de una pajarita de lunares y muchas más cosas interesantes. Le devolvió la sonrisa.

—No he podido evitar oírlo todo. Montreal Life, mi puerta abierta, un tipo tan divertido… tenía que venir a saludar.

—¿El señor Cooper?

—Cielos, no. Soy McDonald.

—Pues, señor McDonald…

—Viejo McDonald, así es como me llaman, como en la canción. Y Dios sabe que no tengo una granja. Pero ¿quién soy yo para discutir con mis amigos?

—¿Mark Wallace era su amigo?

—¿Mi amigo? ¡Es mucho más que eso! Somos colegas, íntimos. Me enseñó todo lo que sé, una persona maravillosa. El mejor de los hombres, es mi amigo Mark.

—Era.

—¿Así que usted también dice que ha muerto?

—Claro.

—Dios mío, es que me cuesta creerlo —se quejó McDonald. Incluso parecía enfadado—. ¿Mark ha muerto y yo recibo una postal suya esta mañana? Imposible.

Kramer observó cómo se llevaba a la boca un pitillo torcido y en el excesivo temblor de sus manos. McDonald no se encontraba bien. Kramer se preguntó por qué.

—¿Por qué le cuesta creerlo?

—Ya se lo he dicho. Me enseñó todo lo que sé. Tantas veces nos sentamos juntos y hablamos de su muerte…

—¿Cómo?

—Los seguros de vida. ¡Cuánta ironía, Señor! Con él practicaba la venta de seguros de vida y Mark me decía: «Vamos, hijo, me toca a mí morir antes. A mí. Y tú debes convencerme para que me ocupe de mi viuda».

McDonald se conmovió.

—¿Estaba bien asegurado? —preguntó Kramer al cabo de un rato.

—Hasta el cuello —respondió McDonald, con una sonrisa de granuja—. A Paula no le faltará de nada. Eso seguro.

—¿Podríamos seguir charlando más tarde?

—¿Por qué no ahora?

—Tengo una cita.

—No diría en serio lo de invitar a comer a Pat… la señorita Weston, la recepcionista.

—Naturalmente.

—Por favor…

—¿Por favor qué? ¿Por favor, no?

McDonald contuvo un gesto de asentimiento y miró a Kramer angustiado.

—No se preocupe, señor McDonald. Si confiesa algo entre ella y usted, no se lo venderé a nadie.

—Pero se equivoca.

Fuera como fuese, de repente Kramer se preguntó si, al final, aquel no sería un caso en condiciones. ¡Menuda victoria para él!