EL DR. STRYDOM CONDUCÍA BIEN, aunque a más velocidad de lo que Kramer esperaba. Cruzaron la carretera nacional y, al llegar al centro de Trekkersburgo, pusieron rumbo al norte, por calles prácticamente vacías. Ya era más de medianoche y hacía mucho que estaba vigente el toque de queda, así que los únicos peatones que encontraban eran blancos y, además, muy pocos. Seguía haciendo un calor terrible.
—¿Dónde está el alcohol? —preguntó Kramer.
Strydom sacudió el pulgar por encima de su hombro. Kramer miró y vio su maletín de médico sobre el asiento de atrás: la herramienta perfecta para llevarse una prueba como aquella.
—Genial —dijo Kramer.
—Debo decir que me sorprendió su sugerencia de reunimos, teniente. Siempre lo había tenido por una especie de lobo solitario.
—Mientras no sea usted Caperucita Roja, se encontrará a salvo, doctor.
Strydom se habría reído, pero no estuvo seguro de cómo interpretar el tono de Kramer. Aunque una rápida mirada de reojo le dejó claro que su pasajero estaba relajado y de muy buen humor.
—La verdad es que esta noche me importa todo un bledo. Llevo así toda la semana. Todo el año, si me apura —dijo Kramer.
—Vaya tontería. Hizo un buen trabajo con el caso de Ladysmith. ¿A quién se le habría ocurrido buscar el revólver en el Museo del Asedio? Apuesto a que adivino qué es lo que le pasa, teniente.
—¿Qué me hacen falta unas vacaciones?
—No. Tampoco es el calor. He oído decir que…
Pero se lo pensó mejor. Y no estuvo mal hecho, porque Kramer jamás hablaría de su vida privada, sobre todo si lo que provocaba las preguntas era la curiosidad, en lugar de la compasión. Strydom no era el único fisgón de mierda que había intentado enterarse de por qué estaba en el Cabo la viuda Fourie.
—¿Qué ha oído decir, doctor? ¿Que el coronel se ha ido al Estado Libre?
—Sí, eso mismo, y ustedes trabajan bien juntos —respondió Strydom, agradecido por tanta clemencia.
Lo que acabó de forma espontánea con su conversación durante un rato. Pero llegó un momento en el que Strydom se sintió incómodo guardando silencio.
—¿En qué piensa? —se atrevió a preguntar.
—Que está dando usted mucha vuelta para llegar a su casa. ¿Se ha mudado o qué?
—El negocio va antes que el ocio, teniente.
—¿Es que tiene más trabajo?
—Y usted también. ¿No se lo dijo Van der Poel?
—¿Qué?
—Ha habido un accidente de coche en Turner’s Hill que a los de Tráfico no les gusta demasiado. Por eso han pedido que vaya usted también.
—¿Quiénes? ¿El coronel Du Plessis?
—Eso le dijeron a Van der Poel.
—Ostras.
—¿No lo sabía?
Se lo habían dicho, claro que se lo habían dicho, pero jamás creyó que… Ahora sí que estaba acabado. ¡Estaba más que acabado, estaba jodido! Un accidente de tráfico ¡por el amor de Dios! Lo siguiente sería enviarlo a la inspección de pases, entre los negros. No tenía sentido. En absoluto. Jamás de los jamases. Nunca. Y de repente lo tuvo. Tuvo el mismo sentido que tiene el ruido desconocido de un silenciador cuando la bala se estampa en la pared por encima de tu cabeza.
Había un cabrón que iba a por él, y ese cabrón tenía que ser el cerdo del coronel Du Plessis. El muy perro no había perdonado a Kramer por haberlo dejado en ridículo en el caso Le Roux, ni al coronel Muller por haber ocupado su puesto cuando lo apartaron de la Brigada de Investigación Criminal. Pero ahora que le habían devuelto el mando por Navidad y estaba dispuesto a divertirse un poco, sin duda encontraría unos cuantos colaboradores voluntarios: quejicas que no habían dado más que problemas desde que mancharon sus primeros pañales, de esos que lucen sonrisas conflictivas, sigilosas, rápidas, con el cerebro justo para saber en qué dirección se asciende y qué culos lamer para conseguirlo. Por supuesto, también llevaban tiempo a la espera de una oportunidad como la que ahora se les presentaba. Cabrones como Viljoen, Prinsloo, Evans, Van Reenen y… De haber sido más corta la lista, ya se habría ocupado de ellos hacía mucho tiempo, detrás del calabozo, donde los negros hubiesen disfrutado mucho oyéndolos chillar como cerdos. Algo que no era verdad, porque normalmente ni se paraba a pensar en ellos y siempre vendrían otros, iguales o peores. Incompetentes, ineptos, celosos del trabajo que él hacía, del que decían que era cuestión de suerte y se consolaban murmurando y pinchándolo como hacen las viejas locas con sus muñecos de cera, con la esperanza de que se esfumara. Pero ahora se veía obligado a prestarles atención, porque le habían dado una orden y debía obedecerles. ¡A ellos! Sí, pero así estaba la cosa. Obedecer las órdenes de esa gente o largarse. Si renunciaba, el coronel Muller tendría un problema. Si desobedecía, lo mismo. A la mierda. Se aguantaría, pero encontraría la forma de cumplir órdenes dejando una impresión duradera. Sí, por lo más sagrado. Cabrones.
—¿Qué es lo que no les gusta, doctor? —gruñó Kramer, delatando su estado de ánimo. Enseguida añadió, riéndose—: Aunque no creo que haya nadie a quien le gusten los accidentes de tráfico.
Strydom volvió a mirarlo de reojo.
—La verdad es que no lo sé, teniente. Al final de esta cuesta lo veremos con nuestros propios ojos.
Los faros del coche recorrieron una larga recta cuesta abajo que terminaba en una curva a la derecha muy pronunciada. La curva resultaba tan peligrosa que tres señales advertían al conductor de lo que le esperaba, aunque quedaba perfectamente claro que era imprescindible reducir la marcha y ser prudente. Al pie de la colina se veían los restos del accidente y un pequeño grupo de personas. Alguien se había comido la valla de seguridad.
—Menudo chalado —murmuró Strydom mientras aparcaba el coche—. Es el primer accidente desde que se pusieron las señales.
Kramer se bajó del coche y se estiró, como si conservara la calma. El sargento de Tráfico al mando ascendió como pudo el terraplén para saludarlo. Kramer pasó de él y continuó descendiendo mientras estudiaba el escenario. El sargento lo siguió avergonzado, buscando el apoyo de Strydom, aunque sin encontrarlo.
—No hay marcas de ruedas, pero los frenos funcionan —dijo Kramer.
El sargento estaba muy, pero que muy impresionado.
—Sí, señor.
—También funciona la dirección.
—Así es, señor.
—Y no hay problema con las marchas.
—Señor.
—¿Por qué el muy idiota no tomó la curva? Esa es la pregunta.
—Yo diría que no quiso, señor. Buscaba suicidarse.
—¿Y eso es raro?
—No, señor. Lo hemos visto más veces, aunque siempre es difícil aclararlo por completo. Solemos estar seguros pero…
—Leí en una revista —interrumpió Kramer— que suicidarse con el coche resulta cada vez más común.
—A eso me refería, señor.
—Entonces ¿por qué me ha hecho llamar? Ya conoce todas las respuestas.
—Yo no lo hice llamar, señor. Me dijeron que venía usted.
Kramer se lo pensó un momento y luego se acercó al coche del sargento. Metió la mano en su interior y cogió el auricular de la radio.
—Póngame con el centro de control de la Brigada Criminal —dijo—. Quiero hablar con el coronel Du Plessis.
Después de esperar tres minutos, Kramer se enteró de que hacía mucho que el coronel se había ido pero el capitán Malan, oficial de guardia, podía hablar con él. Malan era un hombre sin agallas.
—¿Tromp?
—Koos, tal vez usted pueda decirme qué demonios hago aquí, en este accidente. El sargento lo tiene todo bajo control y yo tengo otros problemas que solucionar.
—Ya me gustaría a mí saberlo, Tromp.
—Pues ése es su condenado deber, si no me equivoco.
—Sólo sé lo que dijo el coronel Du Plessis antes de irse. Que quería que usted examinase a fondo ese accidente, que llevase a cabo una investigación completa.
—¿Eso es todo?
—Todo lo que yo sé.
—¿Sabe el coronel que estoy con un asesinato?
—Dice que eso está en buenas manos.
—¿Las de Zondi? ¡Lo que me faltaba!
—Eso fue lo que dijo.
—Vale, pero yo sigo siendo el oficial al mando de la investigación, ¿no se da cuenta de eso?
—Supongo, Tromp. Escuche, lo siento, pero no puedo decirle nada más. Tal vez el tipo del accidente tenga un seguro de vida de los gordos.
—Mi trabajo no consiste en ayudar a las aseguradoras, Koos.
—El suicidio es un delito.
—Ya. Y he oído por ahí que se castiga con la pena capital. Hasta otra.
Kramer dejó el auricular y encendió el primer cigarrillo en doce horas… no, en dieciocho. El tabaco le supo a esa hierba que crece bajo las farolas.
—¿Qué? ¿Haciéndolos pedazos? —bromeó Strydom, agachándose mientras el cigarrillo se perdía en la noche dibujando un arco. En ocasiones su sentido del humor, yuxtapuesto a un cadáver mutilado, podía hacer que alguien lo tomara por un viejo macabro.
—¿Qué novedades tenemos? —preguntó Kramer sacando su libreta.
—No es necesario, teniente. Mañana por la mañana tendrá el informe.
—Siguiendo el procedimiento —respondió Kramer, vislumbrando cómo iba a disfrutar acatando órdenes.
—Extraoficialmente —insistió Strydom—: esta noche estoy demasiado cansado para resultar preciso. El que conducía ese trasto está más muerto que muchos de los fiambres que he visto en los últimos tiempos.
—Ah ¿sí?
—Decapitado.
—Ya.
—Y plegado en sí mismo.
—¿Cómo es eso?
—Supongo que estaría de pie sobre el suelo cuando recibió el golpe, arqueando el cuerpo hacia atrás contra el asiento. Los fémures se le incrustaron en el tronco.
—¿Y los brazos?
—Eso es lo más curioso. Debió de soltar el volante con ambas manos antes del impacto, porque…
—Le creo. ¿Había bebido?
—Sí, sin duda huele a alcohol. Aunque en el coche no hay botellas. Sí hay mucha sangre.
—No lo dudo.
—Por esta noche ya hemos visto bastante sangre, teniente. ¿Tiene sentido que nos quedemos?
—Desde luego, no bebió vodka —comentó Kramer con una ligera sonrisa—. No, si huele a alcohol.
AL FINAL, EL VODKA sisado de poco les sirvió. El agotamiento hizo que Strydom comenzase a roncar cuando sólo había bebido media copa y Kramer, que bebía pocas veces y nunca solo, perdió el interés después de la segunda. Sin embargo, agradeció el hielo, que fue triturando con los dientes mientras meditaba qué paso daría a continuación.
Tal vez debería haber permanecido en el lugar del accidente para supervisar las mediciones realizadas por el sargento. Aunque en realidad no le parecía necesario y había perdido buena parte de su determinación a tratar aquel incidente con todos los honores. Si lo hacía, podría avergonzar al coronel Du Plessis, pero el precio era elevado. A lo mejor por la mañana se le ocurría otro plan.
Ya era por la mañana, maldición. Según el reloj de cuco eran las cuatro, a menos que el pájaro necesitara eructar. No, eran las cuatro, y su mente empezaba a ralentizarse. También había bajado la temperatura y una ligera brisa sacudía las hojas secas de las palmeras, al otro lado de la ventana. Sonaban a último estertor, en una hora en la que, según se dice, los viejos mueren mientras duermen. A veces olvidaba que había gente así, personas que fallecían en la cama, en paz, estirando la pata sin armarla.
Zondi. Tenía que decirle cómo estaban las cosas, porque Du Plessis ya había demostrado antes lo mal que le caía el cafre, y no había sido amable.
Kramer alargó la mano para coger el teléfono y se lo pensó mejor. Van der Poel podría seguir allí, todo oídos y chismorreos. Así que se puso en pie, levantó a Strydom como quien levanta a un niño que se ha quedado dormido y lo llevó al dormitorio. La señora Strydom murmuró algo tierno cuando el peso de su marido hizo que se combara el colchón y se dio la vuelta, quedando cara a la pared. Siguió durmiendo mientras alguien manipulaba el cuerpo del esposo bajo la sábana.
Antes de abandonar la habitación, Kramer se detuvo en la puerta y miró hacia el interior. Jamás se le había ocurrido pensar que algún día acabaría desnudando al viejo Strydom para meterlo en la cama. La idea le hizo gracia, pero no tanta como cuando pensó en qué explicación daría por la mañana el doctor, cuyo pijama seguía bajo la almohada.
PARECÍA QUE EMPEZABA A AMANECER cuando Kramer llegó por fin al desvío de Sunderland Avenue. Había tenido que volver andando hasta su casa para coger su coche particular, un Ford, y luego acudir a una de esas gasolineras que abren toda la noche.
Gracias a Dios que el Chevrolet seguía aparcado frente al número 44, porque eso significaba que Zondi aún estaría allí. El Land Rover de Van der Poel se había ido, otro alivio, al igual que el resto de los vehículos, excepto las dos bicicletas.
Kramer apagó el motor y rodó en punto muerto los últimos cincuenta metros, saliendo del coche y cerrando la puerta con cuidado para no llamar la atención. Luego se mantuvo junto al seto y se fue acercando al garaje. Estaba vacío.
—Buenos días, jefe —dijo una voz a su espalda.
Al darse la vuelta vio a uno de los agentes bantúes manipulando nervioso el interruptor de su linterna.
—¿Nombre?
—Mkize.
—¿Dónde está el sargento Zondi, Mkize?
—Se ha ido.
—¿Qué?
—Se ha ido, jefe. Creo que a las reservas.
—¿Cómo? Mi coche sigue ahí fuera.
—No lo sé muy bien, jefe.
—Pero ¿siguiendo las órdenes de quién? Los cafres no podéis hacer lo que os dé la gana, ya lo sabes. ¿Quién dijo que podía irse?
—Lo cierto es que yo le dije que se fuera, teniente Kramer —dijo la mitad de un cerdo que apareció en el umbral.
—¿Y quién coj…? —Kramer se interrumpió a tiempo.
—Vete, chico —le dijo el desconocido, suspirando, al agente bantú, y esperó hasta que el otro se fue—. ¿Decía?
Aquel era un cerdo peligroso, de eso no cabía duda.
—Quiero saber quién demonios es usted y qué demonios se cree que hace.
—No es necesario enfadarse tanto, hombre. Soy el teniente Scott.
—No me diga.
—Y cumplo órdenes.
Esa última frase cortó de raíz uno de los tacos más floridos de Kramer. Se quedó sin habla, mirando fijamente al otro oficial, dándose cuenta de que era gordo, rosado y tenía las axilas sucias. Le pareció asombrosa la exactitud de la evaluación que había hecho en la oscuridad durante aquella décima de segundo. También lo sorprendió lo decidida que estaba su mente a negarse a valorar qué estaba pasando allí.
—Dentro de la casa hay café. ¿Qué le parece si entramos juntos y solucionamos esto?
Kramer no respondió pero fue el primero en dirigirse hacia la puerta principal del bungalow. El café estaba sobre el escritorio del estudio: una cafetera grande y dos tazas.
—¿Con leche?
—Sin.
Scott levantó la pesada cafetera y sirvió el café sin que le temblara el pulso. Eso hizo que Kramer pensara que debía tranquilizarse o se encontraría en desventaja.
—¿Dice que se llama Scott? ¿De la Brigada?
—Sí, pero no de esta división. Me han trasladado temporalmente, durante dos meses, desde la región sudoeste.
Por eso Kramer no había oído hablar de aquel capullo. La región sudoeste era el punto más alejado de Trekkersburgo sin llegar a salir del país.
—¿Demasiado desierto?
—Demasiado de todo. Pero el verdadero motivo es que necesito experiencia en ciudad.
—Aún así, alguien debería habérmelo dicho.
—He llegado esta mañana. El rollo de siempre: nadie sabía que venía, ni siquiera su coronel.
—¿Muller?
—Du Plessis.
—¿Así que ya estaba al mando cuando usted llegó?
—¿Qué quiere decir… ah…?
—Tromp. Tromp Kramer. ¿Y usted?
—John.
Ya con esas confianzas. No iba mal la cosa, teniendo en cuenta cómo se sentía Kramer. Y ahora, al grano.
—La primera noche y ya le envían a trabajar, John. Debe de andar un tanto cabreado.
—No me importa. No conozco a nadie. El cuartel no es gran cosa. Pienso buscarme algo barato en un hotel tan pronto pueda.
—Ya.
—No, verá, le cuento cómo fue la cosa. El coronel me llamó a su despacho alrededor de las once y me dijo que tenía a un oficial superior demasiado ocupado. Que habían matado a un blanco y otro había muerto en un accidente de tráfico, en circunstancias sospechosas.
—No sabía que le importara.
—Pues sí. Dijo que era Navidad y que no quería darle demasiado trabajo. Añadió que este homicidio parecía de fácil solución y que su chico seguramente podría resolverlo por su cuenta, al tratarse de un asunto entre bantúes.
—¿Y eso no es suponer demasiado?
—¿No es un asunto bantú? —Kramer se encogió de hombros—. Y el coronel ha dicho que su chico no es de los malos.
—Eso es verdad.
—Pues ya está. Muy sencillo.
Sí, era sencillo. De fácil solución, como decía aquel hombre. No había de qué preocuparse. Y sin embargo…
—Entiendo, John. En otras palabras, que me ha relevado usted. Es una pena que nadie…
—No lo localizaron.
—¿No? ¿Y qué planes tiene?
—Ninguno. He hecho limpiar la cocina, me he ocupado de que informaran a la prometida de Swart… lo hice por teléfono, les pedí a los de Ciudad del Cabo que fueran a verla. Por suerte, estaba de guardia.
—¿Y qué más?
—Nada más. Parece que Zondi sabe lo que hace. Consiguió la dirección del criado y se fue a buscarlo.
—¿A pie? ¿A qué distancia se encuentra?
Scott se rió, haciéndole un gesto a Kramer para que se sentara.
—Claro que no. Vive al norte de Natal, en Robert’s Halt. Me dijeron que le entregara el coche que me habían dado y conservara el otro para usted.
Kramer se sentó y volvió a apoyar los pies en el vade. La verdad, superado su aspecto y la desconfianza lógica hacia un afrikáner con nombre inglés, aquel tal Scott no estaba tan mal. Decidió que era más títere que cerdo.
—¿Tiene familia? —preguntó Scott.
—¿Yo? No. ¿Por?
—Mañana es Navidad. Me preguntaba qué iba a hacer.
—Nada especial. Tengo lo del accidente, claro, pero nadie me ayudará demasiado hasta el día 27.
—Eso es cierto. En el laboratorio local ya me han dicho que no quieren saber nada de esto hasta entonces. Aunque supongo que podría enviarlo todo a Durban. Tal vez podríamos tomarnos unas copas.
—Tal vez —respondió Kramer, concentrado en el vade, a la derecha de sus zapatos. Estaba seguro de que algo había desaparecido de allí. Luego miró a las estanterías: antes su aspecto era pulcro y ordenado, y sabía que Van der Poel no había tocado ni uno de los libros. Abrió con naturalidad el cajón de abajo a la izquierda y vio un clip tirado sobre un panfleto de la Catholic Truth Society—. ¿Ha registrado esta habitación? —le preguntó a Scott.
—Pensé que ya me habría hecho usted el trabajo, Tromp.
—Ah, así que se lo dijeron. No era cosa de darle demasiado quehacer.
—Gracias. ¿Se va ya?
—Voy a mear —respondió Kramer, caminando raro durante unos pasos.
En el baño, al otro extremo del pasillo, abrió el armario de las medicinas y encontró lo que buscaba. Usó el retrete, remoloneó un poco en la puerta de la cocina y volvió junto a Scott.
—Alguien hizo un buen trabajo de limpieza en la cocina —dijo amablemente—. Es mejor cuando sangran sobre el linóleo. Las alfombras hay que tirarlas. ¿Quién se ocupó?
—Los de la comisaría local enviaron a alguien.
Así que los agentes bantúes no habían abandonado sus puestos. Tendría que ocuparse de aquello.
—Creo que voy a cerrar los ojos un rato, John.
—¿Aquí?
—A estas horas ¿por qué no? ¿Y usted?
—Me parece buena idea. Vale.
—Dígale a uno de los chicos que me despierte a las seis, cuando hagan el relevo.
—De acuerdo, Tromp. Yo prefiero buscarme una cama en condiciones.
Scott dejó solo a Kramer, quien enseguida se quedó profundamente dormido, en contra de lo que esperaba.
Alguien se ocupó de comprobarlo en varias ocasiones.
A LAS SEIS Y DIEZ, sin haber vuelto a ver a Scott, Kramer se marchó del 44 de Sunderland Avenue, pero no en dirección a la ciudad, sino hacia la comisaría de Policía de Skaapvlei. Antes de recorrer una milla, divisó a su presa y le cerró el paso.
El agente bantú se vio obligado a subir su bicicleta a la acera, se tambaleó peligrosamente, recuperó el equilibrio y se detuvo. Estaba muy sorprendido. Y eso suponía un buen comienzo.
Kramer abrió de par en par la puerta del acompañante y dijo:
—Sube. Tengo una cosa para ti.
El agente subió al coche y se sentó lo más alejado posible del conductor, como una virgen en un autocine.
—Esto —dijo Kramer, mostrándole una pastilla—. Quiero que te la tragues.
Lo cual puso al agente en un dilema, pero el rango de Kramer, su forma de expresarse y el color de su piel no le dejaron elección. Se tragó la aspirina, aunque debió de costarle lo suyo, porque debía de tener la boca muy seca.
—¿Es una medicina, jefe?
—No, es magia.
—¡Yebobo!
—Una magia especial que matará tu semilla.
El agente, conmocionado hasta la médula, tartamudeó algo en zulú y Kramer reconoció la palabra «estéril», justo la que había estado intentado recordar.
—Eso es, lo has comprendido. Pero no será así si me dices la verdad, hijo.
—¿Cómo, jefe?
—Dime la verdad y no le contaré a nadie que he hablado contigo.
El agente asintió con la cabeza. Haría cualquier cosa por proteger su descendencia.
—Dime, ¿quién entró en la casa esta noche desde que yo me fui? ¿Zondi?
—No, él no llegó a entrar. Se fue, como le dije antes.
—¿El otro teniente?
—Sólo él, jefe. No vino nadie más.
—¿Seguro?
—Mkize dice la verdad.
—La puerta de atrás estaba cerrada con llave ¿no?
—Y no tenemos la llave.
—Bien. Ya puedes irte. Has hecho un buen trabajo.
El agente bantú se bajó del coche como pudo y recuperó la seguridad de la acera.
—Una cosa más, Mkize: espero que no se te caigan nunca.
Kramer arrancó y se dirigió a casa. Le había hecho una jugarreta muy fea al negro, pero al poner el dedo sobre la peor de las llagas zulúes se había asegurado de obtener la verdad.
En el momento en que salió de la casa con Strydom, todos los demás —los de huellas, los fotógrafos y el resto de la peña— se habían ido ya. Zondi no había entrado. Lo que quería decir que aquel Scott mentía como un bellaco cuando negó haber registrado el estudio.
Ahora lo importante era dilucidar qué significaba aquello. Kramer meditó durante mucho tiempo, muy concentrado, y al final dio con lo que debía ser la respuesta: los muy cabrones iban a por él de verdad, y a por Zondi.
El coronel Du Plessis los había separado al elegir la otra única muerte que podría preocupar a Kramer, para luego sustituirlo por un oficial de su mismo rango. El hecho de que hubiesen elogiado a Zondi indicaba la maldad de sus planes. Planes que perseguían dos objetivos, con el fin de ganar como fuera. El plan A consistía en fastidiar separando al equipo, con la esperanza de que el negro, al dejarlo a su aire, metiera la pata y lo estropease todo. El plan B era que Scott buscase otra solución al asesinato, una que Kramer y Zondi ni siquiera hubiesen sospechado.
Imaginaba la situación cuando regresara el coronel Muller y le hicieran entrega del informe Swart.
Plan A: «La verdad es que —dirían— si Kramer estaba dispuesto a dejar en manos de Zondi la mayor parte de la investigación, nosotros también: todo el mundo respeta al teniente. No vimos motivo para alterar nada, aunque ahora sabemos que no debimos confiar en él».
Plan B: «Parece que Zondi decidió que había sido el criado bantú, señor. Tal vez por eso el teniente Kramer no registró a fondo la casa. Por suerte el teniente Scott se hizo cargo de la investigación en el momento oportuno, de lo contrario nunca nos habríamos enterado. Claro que debe de ser una gran decepción para usted, coronel Muller, pero algunos llevamos mucho tiempo moscas con esos dos. ¿Comprende lo que le quiero decir?».
En cualquier caso, saldrían ganando. Siempre y cuando algo fuera mal. Por primera vez en unos cuantos años, Kramer se descubrió valorando con atención las distintas capacidades de Zondi, examinando —con total sinceridad— hasta qué punto confiaba en aquel hombre; al fin y al cabo, las carreras de los dos dependían de ello. Pero Zondi pasó la prueba con buena nota y Kramer tuvo la seguridad de que llegaría a Robert’s Halt y haría lo que tuviera que hacer sin problemas. Eso significaba que la responsabilidad recaía de nuevo sobre él. Cierto, su registro de la casa no había sido exhaustivo, pero el caso no lo pedía: era de esos que se abren y se cierran casi a la vez. Cierto, podía haber examinado el estudio con mayor atención, pero Scott lo había hecho y aún seguía ganduleando, lo que significaba que no había encontrado nada. No, la posibilidad de que el plan B diera sus frutos era muy pequeña.
Así que, de vuelta al plan A y al contraataque. Si Zondi debía fracasar porque su jefe no estaba con él, el absurdo motivo de dicha ausencia podría volverse aún más absurdo, con un poco de ayuda. Y lo absurdo era algo que cabreaba de verdad al coronel Muller.
—Llegaré a extremos verdaderamente absurdos —prometió Kramer en voz alta a sí mismo, al tiempo que encontraba un café donde desayunar—. Aunque más de uno se va a quedar atónito.
Al final, atónito se quedaría él.