EL TENIENTE TROMP KRAMER, de la Brigada de Homicidios de Trekkersburgo, se encontraba sentado a solas en los aseos de la tercera planta preguntándose si alguien le haría un regalo de cumpleaños. Estaba completamente desnudo y en la mano derecha sujetaba un periódico arrugado.
Qué calor hacía. Tanto que afectaba a la mente. La suya había pasado el día ocupada en pensamientos refrescantes y con burbujas, tan poco relacionados con un homicidio como una piscina con un baño de ácido. Además había desarrollado varias teorías extraordinarias que tampoco tenían que ver con el trabajo, como la idea de que el sol, después de haberse acercado más, observaba —igual que un niño con una lupa— cómo su calor quemaba y hacía agujeros en el mapa. Si no era así, al menos lo parecía, sobre todo en aquel agujero llamado Trekkersburgo. En ese momento sintió odio hacia el gancho torcido que colgaba tras la puerta y hacia sus corvas, que no conseguía apretar contra el frío pedestal de porcelana.
La puerta exterior chirrió al abrirse sobre sus goznes y luego se cerró de golpe. Alguien abrió el grifo del lavabo y lo dejó correr, con la esperanza de que el agua tibia diese paso a la fría. Mientras, aquel tipo inhumano llevó a cabo un número de evacuación que sonaba igual que si alguien lanzara contra la pared cinco litros de Coca-Cola desvaída.
Kramer frunció el ceño, disgustado por la intromisión en su privacidad. Decidió no intercambiar ningún tipo de cortesía, ni siquiera una vulgaridad campechana a modo de saludo, y permaneció muy quieto. También tuvo mucho cuidado de no hacer ningún ruido. Ni siquiera cuando unos nudillos golpetearon superficialmente más o menos a la altura a la que colgaba su ropa. Lo cual fue una pena porque después de que la puerta chirriara y se cerrara por segunda vez, se apagaron las luces.
Cabrón. Ahora no sólo hacía un calor del demonio sino que además estaba oscuro como boca de lobo, lo que anulaba por completo el material que se había llevado para leer. Inspiró con fuerza. Otro error, porque fue como inhalar el humo de un puro en plena noche oscura: seco, asfixiante y asqueroso. Bueno, sus intrigas inmoderadas solían llevarlo allí, al mismo sitio donde ahora estaba sentado. En su oficina, que parecía un armario lleno de cosas, con un teléfono que lo atormentaba y una fila de imbéciles que esperaban a que les sonasen la nariz, la idea de encerrarse al final del pasillo le había parecido un plan de emergencias magistral. Durante diez minutos antes de abandonar su puesto había saboreado la idea de desnudarse y quedarse sentado sin que nadie lo molestase, bebiendo de la cisterna cuando le apeteciera. Pero diez minutos después quedaba claro que no iba a ser así.
Cabrón.
Se levantó, se agachó, introdujo el periódico entre las solapas de su chaqueta para guardarlo en el bolsillo interior y empezó a vestirse. Lo absurdo de las convenciones en semejante clima, aunque resultase extremo sólo temporalmente, quedó recalcado una vez más cuando lo devoró el calor de su camisa, sus pantalones anchos y sus calcetines, que en una mañana de invierno resultaba imperceptible. Los zapatos, que habían terminado tras la escobilla, parecían húmedos por dentro, cosa de la que sus pies disfrutaron. Pero la corbata morada apretaba como un torniquete.
Hecho. El tedio de la vida podía empezar de nuevo, o el de la muerte, ya puestos. Tiró de la cadena por aquello de guardar las apariencias, una vieja costumbre de la que nunca había logrado librarse, abrió la puerta y tanteó para llegar al pasillo, pillando al coronel Muller con el dedo sobre el interruptor de la luz.
—¿Sigue aquí, Kramer?
—Señor.
—¿Demasiadas emociones?
—Como siempre, señor. Pero ya voy para allí, no se preocupe.
—Kramer.
—¿Señor?
—Usted es quien debe preocuparse. Yo me voy al Estado Libre a pasar la Navidad y su viejo amigo, el coronel Du Plessis, se queda al mando.
Kramer profirió una sola palabra.
—Lo que imaginaba —dijo el coronel, con una sonrisa de oreja a oreja mientras desaparecía dejando la puerta abierta.
El SARGENTO BANTÚ MICKEY ZONDI, como buen cafre, tenía el Chevrolet esperando con la puerta del pasajero abierta frente a la entrada principal del edificio de la Brigada de Investigación Criminal.
—Qué entusiasta te veo —gruñó Kramer, sentándose a su lado.
Cómo se las apañaba Zondi para seguir vivo con aquel traje abotonado hasta arriba era algo que no lograba comprender, ya fuese negro o no. Allí dentro debía de haber unos cuatro grados más. Aunque mejoraba mucho su imagen, eso sí.
Zondi sonrió, limpiando de un lametazo un resto de sabor a sal de su labio superior. Su expresión era de un aburrimiento medio cocido y su rostro brillaba debido al sudor. Encendió el motor pero no quitó el freno de mano. Necesitaba instrucciones.
—La nota que me dieron decía que la dirección era el 40 y pico de Sunderland Avenue —reaccionó Kramer, buscando en el bolsillo de su chaqueta—. No tuve tiempo de leerla bien. Eso es, el 44.
Hay que esforzarse mucho para hacer chirriar las ruedas en un asfalto derretido, pero Zondi lo consiguió realizando un giro que sólo él vio venir. En cuestión de segundos, el aire entraba a tal velocidad por las ventanillas que a Kramer se le secaron los globos oculares.
Pestañeó como si nada y dijo:
—Quiero el entierro más barato, condenado loco, no lo olvides.
—Pero algo nos hemos refrescado —suspiró Zondi, disminuyendo la velocidad porque se acercaba a un semáforo, y sacó la mano derecha por la ventanilla para canalizar la falsa brisa a través de su manga.
Kramer empezó a hablar en tono didáctico:
—La nota dice que el fallecido es un tal Hugo Swart, soltero de treinta y tres años. Vivía solo, trabajaba como delineante para la administración provincial y era de los que siempre van a misa. —Zondi chasqueó la lengua—. Múltiples heridas por arma blanca, eso puede significar cualquier cosa. La última vez que lo vieron con vida fue a las ocho y media.
—¿Quién lo vio, jefe?
—Su párroco, el padre Lawrence, al salir de misa. También fue él quien descubrió el cadáver cuando acudió a su casa sobre las nueve y media para hablar de no se qué. Usaron un cuchillo de carnicero y no hay huellas.
—¿Dónde estaba el cadáver?
—En la cocina. No me preguntes cómo entró el sacerdote. Aún no lo sé.
—¿El jefe Swart era católico? ¿El peligro romano?
—No todo el que tiene apellido afrikáner pertenece a la Iglesia reformada holandesa.
Zondi le lanzó a Kramer una impertinente mirada de reojo, se mordió la lengua y se hizo el tonto. Como mucho, su jefe era un agnóstico inconformista.
—¿Hay sospechosos, jefe?
—Los de la comisaría local dicen que tuvo que ser un intruso bantú. No me extraña, con eso lo solucionan todo. Pero podrían tener razón. ¿Cuándo fue la última vez que pasó algo en esta ciudad de mala muerte?
—Creo que cuando vivían aquí los elefantes.
—Tienes razón. Si ves un salón de té abierto, para.
Unas manzanas más adelante había un café que cerraba tarde y Kramer lo mandó a comprar un polo para cada uno.
—Ya me tomo yo el de chocolate —dijo cuando Zondi subió de nuevo al coche—. No puedo permitir que te conviertas en un condenado caníbal.
Semejantes exquisiteces les sentaron muy bien y duraron hasta que salieron de la ciudad, cruzaron la carretera nacional y se adentraron en la zona residencial de Skaapvlei, al sur. Arrojaron los palitos a la cuneta justo en el momento en que Sunderland Avenue, bordeada por los omnipresentes jacarandás, se abría a la izquierda.
Con el nombre de la calle hubiese sido suficiente. Zondi no tuvo necesidad de comprobar los números de las casas: la dirección que buscaban estaba claramente indicada por una amplia variedad de vehículos que abarcaba desde el Pontiac del médico del distrito hasta el coche de la funeraria, pasando por dos bicicletas, todos aparcados descuidadamente frente a ella. En la acera más alejada había también un grupo de criados que susurraban y se reían tapándose la boca con las manos, y unos cuantos blancos que de repente habían decidido sacar al perro ellos mismos. Las cosas que sólo ocurren en las películas se ven rodeadas de un exceso de extras.
Antes de que el Chevrolet se hubiese detenido por completo, Kramer ya se había bajado y se encontraba con los brazos en jarras mirando hacia la multitud. Los observó con atención, porque alguno de ellos podría tener algo útil que decir. Aunque eso sería más tarde. Antes debía examinar el escenario del crimen y orientarse un poco. Por eso Kramer se giró para mirar la fachada del número 44, mientras con un gesto de la cabeza le daba a Zondi la señal del «manos a la obra».
El bungalow era la construcción más pequeña de una larga fila de casas elegantes. Cada una de ellas había nacido de un acto creativo consciente e independiente, de esa unión sagrada entre la riqueza en auge y el talento arquitectónico que —debido a que el dinero es un gen dominante— siempre produce una idea tan personal como sus progenitores. El hecho de que se repitieran los estilos más básicos —colonial español, colonial holandés del Cabo, aerodinámico de California y neotudor— resaltaba aún más que nadie es realmente el individuo que cree ser. Sin embargo, en ellas no había ni rastro de ese toque de las urbanizaciones levantadas por especuladores que hace que todas las casas, aun siendo distintas, parezcan iguales. Ni siquiera en el caso del bungalow. Sin duda, que su crecimiento no fuera completo se habría debido a algún susto desagradable recibido durante su gestación, tal vez por el fracaso de algún mercado alcista en la Bolsa. Pobre desgraciado, porque estaba claro que, de haber tenido una planta más, su tejado no habría parecido tan anormalmente grande, ni sus truncadas pilastras dóricas tan rechonchas. ¡Qué fuera de lugar debía sentirse!, y a la vez totalmente incapaz de mezclarse con cualquier otra compañía.
Como opción de residencia, el bungalow ya era otra cosa: poco corriente, como mínimo, para un hombre soltero que además era un humilde funcionario. Kramer esperaba empezar a notar en su interior los primeros indicios de interés por el caso. Pero nada.
Cruzó la calle y se detuvo.
En cambio era consciente de que, por algún curioso motivo, se despreciaba a sí mismo. Se despreciaba como despreciaría a un Don Juan hastiado que se acercara compulsivamente a otro burdel, a otro cuerpo desconocido, a otro acto de intimidad profesional, a otro esfuerzo por llegar al clímax y después largarse, todo sin sentir nada. Nada de nada. Simplemente alimentando su ansia para luego alejarse otra vez. Y pasar junto a los holgazanes que esperan afuera, dispuestos a detenerlo, ávidos por saber lo que él sabía y lo que había hecho, demasiado asustados como para hacerlo ellos mismos, pero deseosos de atreverse. Cuánto agotamiento se podía sentir incluso antes de que todo empezase.
—¡Ostras! Necesito unas vacaciones —murmuró, echando a andar.
Aminoró el paso al ver al sargento Van der Poel, que caminaba con afectación hacia él —lo que le faltaba— con la mano extendida para saludarlo.
—¿Es usted, teniente?
—El mismo, compañero.
—Me lo pareció. Lo reconocí de inmediato. Le dije a mi agente que era usted quien había llegado y sí que lo era.
Ya estaba aquel imbécil diciendo de todo acerca de nada. A Van der Poel le gustaba el sonido de su empalagosa voz. Estaba más que encantado de conocerse. Había que ser gilipollas para tenerse por alguien tan especial.
—¿Ocurre algo, señor?
Claro que ocurría algo: Kramer no se fiaba de los hombres vanidosos. Y la vanidad resultaba demasiado aparente en aquellos cabellos ondulados que habían sido perfectamente alisados para cubrir una calva, en el uniforme adaptado para que le sentase como un condón, en el bigote a lo Errol Flynn, recortado hasta casi extinguirlo, sobre unos labios en forma de corazón.
—¿Qué les pasa a sus zapatos, Van der Poel?
—¿Cómo dice, señor?
—Camina como un maldito chuloputas.
Aquella afirmación resultó ser de lo más satisfactorio: puso las cosas en perspectiva para los dos sin perder el tiempo en explicaciones.
—Sígame, teniente Kramer.
—Gracias, compañero.
En el interior de la casa había gente por todas partes, sobre todo en la cocina. Kramer ordenó que salieran todos, a excepción del sacerdote, el padre Lawrence, y del médico del distrito, el doctor Christiaan Strydom.
—Ahora podremos concentrarnos en lo nuestro —dijo mientras se agachaba para examinar el cadáver.
La secuencia de las heridas resultaba evidente y no hizo falta que Strydom se la explicase. Primero había sido la puñalada de la espalda, luego la del pecho y la de la garganta. Había otro corte más pequeño por encima de los ojos.
—Se preparaba una copa cuando alguien lo atacó por detrás —fue su conclusión.
—Así lo veo yo —coincidió Strydom.
—¿Lleva aquí mucho tiempo?
—Puedo responder con precisión —dijo Strydom—. La temperatura del cuerpo y otros factores indican que murió a las nueve y cuarto.
—Ya. ¿A qué hora llegó usted, reverendo?
El padre Lawrence lo miró desde su silla, situada junto a la puerta.
Para ser un hombre acostumbrado a preparar a los demás para afrontar la muerte, parecía que aquella lo había pillado totalmente desprevenido. Le temblaba la voz.
—Llegué a las nueve y veinte, teniente. Diez minutos antes de la hora acordada, pero hay tan poca gente a la que visitar en el hospital en esta época del año… Ya sabe que es Navidad.
—Claro que lo sé —dijo Kramer.
—Disculpe. Pensé que a Hugo no le importaría que llegase antes, así que llamé a la puerta. Esperé pero nadie abrió. Habíamos quedado a las nueve y media para terminar con los preparativos de la misa del gallo. Él debía ocuparse de organizar el transporte para los feligreses mayores que viven solos, ya sabe.
Aquello Kramer no lo sabía, pero lo dejó pasar.
—¿Y entonces, qué ocurrió? —quiso sonsacarle Strydom con amabilidad.
—Me pareció muy raro. Hugo siempre era muy puntual y su coche estaba aparcado afuera. No sé porqué pero le di un pequeño empujón a la puerta y se abrió.
—¿Qué hora era, reverendo?
—Debo confesar que no miré el reloj, pero sólo había transcurrido un minuto, o dos. Lo llamé en voz alta y nadie respondió. La radio estaba encendida, se oía música clásica. Volví a llamarlo gritando más. También golpeé la puerta con fuerza. Hugo era extremadamente duro de oído, teniente.
—¿Quiere decir que era sordo?
—Y mucho, aunque llevaba su cruz con gran valor. Ya es triste cuando se nace así, pero quedarse sordo en la flor de la vida es muy distinto, mucho más duro.
—Ah ¿sí? —Aquello había despertado el interés profesional de Strydom.
—No puedo decirle qué clase de enfermedad era la suya, doctor. Sólo recuerdo algo relacionado con una infección. Ahí está su audífono. Vaya cosa más rara para decidir romperla ¿no le parece, teniente?
—Las he visto mucho más raras, pero probablemente por eso no oyó al asesino acercarse por la espalda. Lo tendré en cuenta. Sí, hasta el momento, todo encaja.
Kramer se movió como un cangrejo hasta el otro lado del cuerpo. Señaló dos zonas más claras entre la sangre coagulada, bastante curiosas y de forma cuadrada.
—¿Doctor?
—Sinceramente, no me había fijado.
—Hielo —dijo el padre Lawrence—. A mí también me llamó la atención, pero cuando llegué los cubitos no se habían derretido del todo.
—Vaya, tiene usted buen ojo, reverendo. ¿Se fijó en algo más?
—No, en nada, teniente.
—¿Y dice que había estado en misa esta misma tarde, un poco antes?
—La misa empieza a las siete y media, y la hora santa es a partir de las ocho. Él estuvo allí todo el tiempo, en el banco que solía ocupar siempre, en la nave lateral, pasado el confesionario.
—Por favor, dígame ¿qué es la hora santa?
—Principalmente es un tiempo de meditación. Rezamos de forma individual y luego, a intervalos, oramos todos juntos. Rezamos el rosario. Pero durante la primera media hora suelo oír confesiones.
—Entonces ¿acude mucha gente a su hora santa?
El padre Lawrence dudó, deseoso de no dar la impresión equivocada.
—Vienen suficientes fieles como para que merezca la pena celebrarla.
—¿Cuántas personas?
—¿Además de los que van a confesarse? Suelen venir una docena.
—Es simple curiosidad, claro —dijo Kramer—. Ahora dígame, ¿qué puede contarme acerca del señor Swart? ¿Cuánto tiempo llevaba en la zona? ¿Qué planes tenía?
—No sé si le comprendo, teniente. ¿Planes?
—Bueno, un hombre joven no se compra una casa como esta sin más. A eso me refiero.
—¡Ah, ya! Lo cierto es que Hugo la alquilaba. El dueño vive a la vuelta de la esquina. Es el señor Potter, del 9 de Osler Way.
—Es un sitio grande para una sola persona.
—Iba a casarse pronto.
—¿De verdad? ¿Conoce a la chica?
—No, trabaja de enfermera en Ciudad del Cabo. Acaba su formación en Pascua y luego ella y Hugo…
—¿Cómo se llama la joven, reverendo? Alguien tiene que avisarla, si era su prometida.
—Judith Jugg, con doble g. Pero no estoy seguro del hospital. Tal vez fuese un sanatorio, porque también es cató…
—No se preocupe, de eso nos ocupamos nosotros. Así que el señor Swart pensaba casarse y alquiló esta casa. Un poco cara, diría yo.
—Tengo entendido que Hugo la consiguió por mucho menos de lo que cuestan las casas de la zona. El señor Potter y él estaban relacionados de alguna forma. Pero no recuerdo cómo era la cosa.
—Está bien, le haré un par de preguntas más y podrá irse, ¿le parece?
El padre Lawrence asintió. Al fin y al cabo era un anciano de pelo gris que, debido al agotamiento, también tenía el rostro de un tono grisáceo. De haber sido abuelo, llevaría ya un buen rato en la cama, obligado por sus hijos.
—En primer lugar, ¿se le ocurre algún motivo por el que alguien querría hacerle esto al señor Swart?
—Ninguno. Durante el tiempo, relativamente breve, que llevo tratándolo he acabado por… acabé por considerarlo uno de los mejores cristianos laicos que he tenido el honor de conocer. Hugo era callado, modesto y siempre estaba dispuesto a ayudar. También había sido bendecido con la asombrosa habilidad de sacarle el mayor partido al poder de la oración. Nuestra hora santa se prolongaba…
El padre Lawrence estaba a punto de desplomarse. Strydom se acercó a su maletín y rebuscó en su interior hasta encontrar la pastilla adecuada. Kramer pensó que ya había vivido antes aquella escena.
—Queda otra pregunta, reverendo, y se acabó —lo animó Kramer—. ¿Sabe si el señor Swart bebía?
—No va contra las leyes de la Iglesia, teniente —el padre Lawrence intentó sonreír—. De hecho, no hay nada que me apetezca más ahora mismo que un vaso de leche caliente con un chorlito de brandy. —Se concentró de nuevo y negó con la cabeza—. Hugo jamás tocaba el alcohol —añadió—. No era por mojigatería, compréndalo. A fin de cuentas nuestro Señor bebía vino. Nunca explicó el motivo pero yo creo que sencillamente no iba con su forma de ser. De todas formas, lo admirábamos por ello.
Kramer se levantó para estrecharle la mano y Strydom acompañó al sacerdote hasta la calle. Cuando el médico regresó a la cocina, vio que Kramer mojaba un dedo en un fluido de color naranja que había salpicado la encimera.
—Vodka —comentó Kramer, lamiéndose el dedo.
—Entonces el argumento se complica. ¿Estaría Swart preparando la copa para otra persona, para una visita?
—Y esa visita lo mató para hacerse con la botella. De lo contrario ¿dónde está? En las alacenas no he visto ninguna.
Strydom miró a su alrededor y asintió.
—Cierto, así que…
—Así que nada —Kramer se rió, sacó el cajón de las verduras del frigorífico y reveló el secreto del muerto—. Le diré una cosa acerca de nuestro señor Swart, doctor: como la mayoría de los católicos, iba a otra parroquia a confesarse. Le apuesto algo a que así era.
Strydom no quiso jugarse el dinero. El teniente lo había pillado más de una vez.
—No era necesario que la gente lo supiera —fue lo que se decidió a decir.
—Estoy de acuerdo. Deberíamos ir a su casa a terminárnosla entre los dos. ¿Tendrá suficiente hielo?
—¿Y destruir una prueba? ¡Por favor, teniente!
—Sería por una buena causa.
Resultaba muy extraño que Kramer mostrase algún tipo de propensión a socializar. Strydom lo observó con atención antes de responder.
—De acuerdo. Pero antes los dos tenemos trabajo pendiente.
—Cierto. Aún no he dado una vuelta en condiciones por la casa. En algún sitio tiene que haber señales de que alguien forzó la entrada, por mucho que diga Van der Poel.
—Y yo he de avisar a mis muchachos, para que vengan con su portafiambres. Con este calor, hace mucho que el señor Swart debería estar en un frigorífico.
DESPUÉS DE UN CUIDADOSO EXAMEN de todos los puntos de entrada posibles, Kramer se vio obligado a admitir ante Van der Poel que tal vez tuviese razón. Nadie había entrado en la casa a la fuerza: pudo haber encontrado abierta una puerta o una ventana, o bien tenía llave.
—Por eso sigo pensando que fue el criado. Él tenía llave —afirmó Van der Poel.
—Puede que sí o puede que no —respondió Kramer encogiéndose de hombros—. ¿Aún no lo han encontrado?
—No, pero lo encontrarán. Tenemos a la novia en el garaje. Su chico está hablando con ella.
—¿Zondi? Entonces vamos bien.
—Lo cierto es, señor, que iba a preguntarle si podría…
—Deje que los cafres hagan el trabajo de los cafres, Van der Poel. ¿Dónde se crió usted?
Sorprendentemente, Van der Poel tuvo el sentido común de tomárselo como una broma, algo que en parte era. Recorrieron unas cuantas habitaciones más con desgana y acabaron de nuevo en el estudio.
—Hay muchos libros, señor.
—Si se esfuerza en buscar, puede que encuentre alguno de esos libros guarros.
—¡Imposible!
Kramer estuvo a punto de revelar que él había encontrado vodka, pero luego pensó que no había motivos para compartir su secreto con todo el mundo. Le hizo gracia ver cómo Van der Poel se acercaba lentamente a los estantes e inclinaba la cabeza hacia los lados en busca de algún título excitante. Si aquel tipo tuviese un grado mínimo de inteligencia buscaría detrás de la Biblia grande.
—Caramba, este hombre debía de ser catedrático —exclamó Van der Poel al llegar al final de una hilera de títulos incomprensibles—. A mí me basta con leer una hora los domingos… y no todos los domingos. Nunca rechazo trabajar en domingo si se presenta la oportunidad.
—Vaya ¿y eso?
Kramer no escuchaba. Registraba el escritorio y le estaba pareciendo casi tan emocionante como cachear a un maniquí. Había seis cajones, cinco más de los que usaría la gente normal para tan escaso contenido. Facturas, arriba a la izquierda; recibos, arriba a la derecha; papeles relacionados con el coche, en el medio a la izquierda; papel de cartas, abajo a la derecha; y ni una sola pelusilla o grapa fuera de lugar que interrumpiera tan árido orden. Así que debía estar equivocado acerca de los libros: el muerto no había tenido la pasión necesaria ni para dejar la marca de sus dientes en un condenado lápiz.
—Se equivoca con los libros, señor.
—Ya.
—¿Ha encontrado algo?
—No mucho. Swart no vivía por encima de sus posibilidades, guardaba la mayor parte de su dinero en el banco y firmaba cheques de poca cantidad para el día a día. En otras palabras: no creo que tuviera una caja fuerte portátil con dinero en efectivo. Tampoco que tuviese bastante como para comprar algo que mereciera la pena robarle, así que podemos descartar la hipótesis del robo.
—Pero éste es un buen barrio, señor. Tal vez el ladrón no sabía lo que podía o no tener.
—¿No decía usted que había sido el criado?
—Sí, bueno…
—Se le han cruzado los cables ¿no, Van der Poel? Piense en las cosas de una en una. El robo: este sitio es un blanco probable debido a su situación y porque casi todos los días está vacío a última hora de la tarde, ya que Swart va a misa y el criado ha terminado su turno. Digamos que, de alguna forma, un ladrón se coló y se encontraba inspeccionando cuando Swart regresó a casa. Si Swart lo hubiese acorralado, recibiendo por ello las puñaladas, lo entendería. Pero Swart se estaba preparando una copa en la cocina y al ladrón le bastaba con salir por la puerta principal. No irá a decirme que a Swart lo mataron para que el ladrón pudiese seguir inspeccionando la casa; por muy idiota que fuese, al primer vistazo habría comprendido que aquí no había nada que mereciese la pena tanto esfuerzo.
Un agente de policía blanco llamó a la puerta y entró.
—Disculpe, teniente, pero llaman al sargento por teléfono.
—Puede irse, compañero —dijo Kramer, despidiéndose de los dos. Luego se sentó tras el escritorio, encontró un hueco para sus pies sobre el vade[1] y continuó descruzando los cables de su propia cabeza.
Al final, el único motivo posible que explicase el asesinato era algo personal entre Swart y su asesino. Personal. Sí, una relación que había salido mal hasta el punto de acabar en muerte. Eso lo convertía en un asesinato en toda regla, en contraposición al homicidio, una distinción muy útil que Kramer procuraba establecer desde el principio. Porque el asesinato siempre seguía un patrón y eso al menos era algo cuando, en un caso concreto, ningún otro patrón resultaba evidente de forma inmediata. Dicho patrón era fundamentalmente estadístico y tenía que ver con las relaciones. Las cifras exactas no eran importantes cuando se había asimilado el mensaje enviado, que venía a ser: las posibilidades de ser asesinado por un compañero de trabajo eran pocas y aumentaban las de ser asesinado por un amigo o conocido íntimo, pero lo más probable era acabar asesinado por un miembro de tu propia familia.
El padre Lawrence había dejado claro que en la parroquia Swart caía bien y era admirado, por lo que resultaba razonable suponer que su comportamiento en la oficina de delineación sería igual de poco provocador. Desde luego, existía la posibilidad de que tuviera amigos y conocidos fuera de esos círculos, pero de momento las pruebas indicaban que aquel hombre era demasiado disciplinado para llevar una vida secreta. También era posible que Swart hubiese cometido un daño terrible en el pasado, convirtiéndose en un pecador penitente sólo para acabar pagando el precio ante la venganza secreta del mal perpetrado. Una teoría muy apetecible, sí, pero era de las que acababan dificultando la detención. Antes sería necesario explorar las líneas de investigación más obvias.
Como la probabilidad estadística de que la solución se encontrase en la situación familiar. Presumiblemente, el sacerdote había dicho la verdad, pero la historia estaba plagada de santos, grandes y pequeños, que se volvían demonios en la intimidad del hogar. Podría ser, claro, pero como la novia vivía tan lejos, la única relación que quedaba era la que mantenía con su criado.
Kramer se había colocado a sí mismo, razonando, justamente donde no quería estar: en el mismo bando que Van der Poel. Inevitablemente y por muy aburrido que resultase, el negro era el candidato más probable. Para empezar, tenía mentalidad de negro. Kramer no le atribuía una aureola de misterio capaz de crímenes infames sin recibir provocación alguna, como sin duda hacía Van der Poel, pero sí admitía que el proceso del pensamiento —o mejor dicho, la forma de reaccionar— era diferente. Había visto una expresión en los periódicos anglófonos que lo describía muy bien: capacidad excesiva de destrucción. Y eso es lo que había en los barrios de chabolas y callejones de Trekkersburgo, teniendo en cuenta que, siendo 22 millones los habitantes del país, se producían 6.500 asesinatos al año. Lo único que tenía sentido era imaginar que un pequeño incidente acabase siendo la gota que colma el vaso. Que todo negro alberga en su interior un gran sentimiento de ultraje, por lo que bastaba añadir una pizca más y todo saltaba por los aires. Cuál podía la causa de aquel sentimiento era algo que nunca se había molestado en…
¡Maldición, aquello no era más que pura filosofía y él tenía que atrapar a un homicida! No, a un asesino.
Centrémonos: el criado pudo recibir más provocaciones de las que era capaz de soportar y acabó atacando. Un momento, aquella carne quemada podría tener algo que ver con el asunto. Swart llega a casa acalorado y cansado, descubre que se ha quedado sin cena y llama a gritos al criado; el criado llega desde su habitación en el jardín trasero, soporta que le tiren la carne encima desde una distancia mareante, Swart termina lo que tenga que decir y le da la espalda. Se lo carga con lo primero que encuentra a mano: un cuchillo de carnicero. El criado retrocede, cierra la puerta con llave por fuera y huye. Una historia convincente, aunque poco original. En cualquier caso, la originalidad a la hora de delinquir era algo que sólo parecía importante a ojos de los blancos.
Sólo le ponía una pega: ¿Sería capaz Hugo Swart, el buen católico, de montarle semejante escenita a su criado? Era una buena pregunta, en aquellos tiempos en que las Iglesias habían decidido alborotar el gallinero y decían a los suyos que fuesen blandos como los liberales. Lo consultaría con Zondi.
Kramer salió del estudio, hizo un gesto de despedida a Van der Poel, que seguía hablando por teléfono en el vestíbulo, y salió al garaje. Sólo estaba abierta una de las hojas de la puerta, por lo que no entraba mucha luz, pero no le costó demasiado tomar nota de los detalles relacionados con la novia del criado.
Se sentaba, gorda y conmovedora, sobre un bidón de fertilizante que alguien había arrastrado desde un rincón, con sus zapatos de tacón alto en una mano. Sudaba como todo el mundo en aquella noche sofocante, pero desprendía un dulzor empalagoso, consecuencia de ese miedo que hiela la sangre. Se estremeció. Temblaba y se enfurecía entre suspiros. Con la parte inferior de la palma de la mano se restregaba las lágrimas sobre las mejillas con hoyuelos, empeorando su aspecto. Llevaba un sombrero del Ejército de Salvación con la cinta del nombre cosida al revés y un vestido viejo que habría honrado la sala de estar de un administrador: conservaba un olor especial a paté de salmón barato. Estaba aterrada.
—Lucy Kwalumi —dijo Zondi, haciendo las presentaciones—. Mujer bantú. Trabaja como cocinera en el número 3, para los señores Powell. Dice que es la mujer del criado de aquí.
—¿Cómo se llama él?
—Thomas Shabalala, señor. Dice que no lo ve desde que su tiempo libre terminó a las cuatro de la tarde. No sabe dónde está.
—¿Le has preguntado por ese tiempo libre?
—Sí, señor. Dice que Shabalala y ella tienen un descanso de dos a cuatro. Hoy estuvieron charlando sentados en la acera.
—¿Sobre qué?
—Dice que no se acuerda, que no era importante. Había más gente, a lo largo de la cuneta, por donde se desvía el coche.
—¿Le habló Shabalala de su jefe?
—No. Era un buen jefe.
—Pregúntale si alguna vez gritaba a Shabalala.
Zondi tradujo la pregunta y luego resumió, tras una respuesta entrecortada y muy larga:
—Dice que el jefe a veces gritaba, que para eso era el jefe ¿no?
—No seas descarado.
—No intento serlo, jefe.
—Así que a Shabalala le caía bien su jefe.
Zondi tradujo y ella asintió con la cabeza, ahorrándoles tiempo. Luego decidió ofrecerles información por su cuenta.
—Déjalo, Zondi, lo he entendido. El hecho de que el señor Swart fuese a misa complicaba las cosas por la noche.
—Así es, señor. Al principio obligaba al criado a servirlo a las nueve o diez de la noche. Pero dejó de hacerlo después de que el sacerdote bromeara al respecto una noche que cenó con él.
—Entonces no era tan buen jefe.
Lucy, que no había mirado a Kramer mientras éste hablaba en afrikáans, levantó la cabeza de golpe cuando pasó al inglés.
—Era un buen jefe porque no había mucho trabajo —respondió con un divertido acento cultivado, lo que delataba a sus jefes como oriundos de los condados próximos a Londres, aunque emigrados.
—Entiendo. Podía hacer el vago si le apetecía ¿no es eso?
Lucy soltó la risita de rigor. Pero a Kramer no le hizo gracia y en un momento ella volvió a ser la infeliz de siempre. Zondi sabía tratar a las mujeres: con una correa del ventilador de repuesto golpeó intencionadamente la pernera de su pantalón.
—Así que eres su mujer.
—Sí, jefe.
—¿Eres estéril?
Ella no respondió.
—Niños: hijos. ¿Cuántos tienes?
Seguía sin responder.
—Pregúntale tú, Zondi.
Zondi hizo la pregunta en zulú y ella contestó, por fin.
—Es estéril.
—Lo imaginaba. Así que sólo eres su mujer de la ciudad. Responde o tendrás problemas.
La pobre mujer asintió una vez más, incapaz de ocultar lo profundamente avergonzada que se sentía por tener que admitirlo.
—¿Dónde vive su mujer del campo, Lucy?
No reaccionó. Zondi se acercó más a ella, después de cambiar la correa del ventilador por un bote de insecticida con mucho más potencial.
Pero Kramer lo sorprendió.
—Sal un momento conmigo —le dijo, mientras salía y se alejaba un poco de la puerta—. Ocurre lo siguiente: el doctor Strydom y yo tenemos que ocuparnos de otro asunto, así que tú te encargarás de sacarle a la señorita Lucy lo que tenga que decirnos.
Y le expuso a grandes rasgos su teoría de cómo se había desarrollado el ataque en la cocina.
—Me parece bien, jefe. Yo he pensado más o menos lo mismo.
—Basta con que descubras dónde vive la mujer de ese cabrón y sabrás dónde encontrarlo. Sólo un auténtico bribón sabría que lo mejor es esconderse en las áreas de reserva y él no lo es.
—No, es un criado normal, jefe. De eso estoy seguro.
—Pero no le pongas las cosas fáciles a Lucy, Zondi. Probablemente sabe algo o no habría intentado ocultamos que es una esposa de ciudad.
—No estoy de acuerdo, jefe. Lo hizo porque no le gustó decir que no puede tener hijos. Eso es una deshonra terrible para la mujer zulú. Tampoco le garantiza una buena vida: la mujer de ciudad no tiene la categoría de la mujer del campo.
—Puta de ciudad, más bien.
—Esta no, jefe. Sólo ha estado con Shabalala desde que trabaja en esta calle.
—Pues decide tú cómo actuar. Pero no te equivoques o te colgaré de la cola ¿me oyes?
—Sí —respondió Zondi, encantado de que le dejaran mano libre—. Pero ¿qué pasa con el sargento Van der Poel?
—Tranquilo, hablaré con él. Ah, y te quedas con el Chevrolet. Yo me voy en el coche del doctor.
Zondi iba a agradecérselo pero en ese momento se dieron cuenta de que Van der Poel se había acercado a ellos, así que se limitó a emitir un gruñido enrabietado y regresó al garaje arrastrando los pies.
—Parece que no le gusta que lo dejen solo, teniente. Son como niños, siempre pendientes de que los ayudemos.
—Sí, y uno no puede estar en dos sitios a la vez —respondió Kramer a la ligera—. Pero de momento, esto es más cosa de él que nuestra. Es tarea de bantúes.
—¿Se trata del criado Shabalala?
—Es posible, compañero. Al final, incluso podría tener usted razón.
Aquello resultaba muy poco generoso por parte de Kramer: estaba convencido, al 99 por ciento, de que Shabalala se había perturbado y perdido el control. Pero Van der Poel se sintió encantado de todos modos. Mala suerte.
—¡Gracias, señor! ¿Piensa… mencionarlo en su…?
——Naturalmente.
—¿Quiere que empiece a organizar la búsqueda del criado?
—Sería desperdiciar efectivos. Mejor le damos tiempo para que llegue a su choza y mañana lo detenemos allí. Si empezamos a buscarlo esta noche, podríamos recorrer hasta doscientas millas de caminos y monte.
—¿Y en los trenes, señor?
—La Policía ferroviaria 110 le daría las gracias, precisamente.
Van der Poel, privado de poder mostrar su iniciativa, se lo tomó a mal.
—Entonces ¿qué quiere que haga, señor?
—Ponga a un par de agentes bantúes a vigilar la propiedad y luego váyase a casa. Su turno era de dos a diez ¿no?
—Sí, señor. ¿Su chico se las arreglará solo?
—Más le vale. Ya le he dicho lo que ocurriría si algo va mal.
Van der Poel dejó escapar una risita burlona. Luego recordó para qué había salido al jardín.
—El doctor Strydom se marcha para ocuparse de un accidente de tráfico, señor. Dice que usted debe acompañarle.
¡Vaya con el viejo zorro! Debía de tener a aquella hora una sed de las buenas, y estaba ansioso por sacar a la luz el secreto que ambos escondían.
—¿Yo? —protestó Kramer, como sabía que se esperaba de él—. ¡Demonios! ¿No habré tenido bastantes casos rutinarios por una noche?
Y, sin saberlo, consoló a alguien que escuchaba a menos de cinco metros, entre las sombras.