HUGO SWART ENTRÓ EN EL PURGATORIO pasadas las nueve de la noche más calurosa del año. Para él fue toda una sorpresa, al igual que para varios de sus conocidos, que lo tenían por un joven soltero y mojigato, y fueron incapaces de conciliar esa idea con la de que hubiese sido brutalmente asesinado.
Sin embargo, la sorpresa que él se llevó fue de otro tipo: nada tenía que ver con una idea supuesta, sino con una repentina agonía tan real como el arma improvisada con la que se le infligió. En su último destello de lucidez, reconoció la existencia de un descuido inexplicable.
Había asumido que en el interior de la casa estaría solo una vez echado el cerrojo de la puerta principal y la llave de la de atrás. Tenía que haber contemplado la posibilidad de que un intruso se hubiese colado dentro mientras él estaba en misa. O llevar a cabo la comprobación de rutina que todo ocupante de una vivienda realiza al llegar a casa, cuanto más un hombre en su situación. Entonces habría detectado el sobresalto de una sombra cuando arrojó desde lejos su misal sobre el escritorio, sin encender la luz del estudio. Pero no lo hizo. Tampoco llegó a entrar en el estudio, se limitó a detenerse en el umbral.
En vez de eso, se fue directo a la cocina, tarareando para sí, pensando en cosas agradables. Su criado africano había dejado la luz encendida y su cena quemándose en el horno. Reconoció de inmediato el fuerte olor de la carne estropeada, pero sólo pensó en apagar el homo. El instinto que lo dominaba era el de aplacar la sed, no el hambre.
Abrió la puerta de la nevera y encontró todo lo necesario para preparar una copa muy fría. Prefería el vodka porque creía que no dejaba rastro en el aliento: vodka, naranja y mucho hielo. Tan sencillo trámite lo absorbió por completo. Primero sirvió el alcohol, devolviendo la botella a su escondite: el cajón de las verduras. Luego añadió dos dedos de zumo de naranja, tres cubitos de hielo y, por último, un chorrito de agua helada. Al instante el vaso de tubo se empañó y empezó a rezumar gotitas. Pero para que estuviera frío de verdad tendría que esperar a que el hielo se derritiese un poco.
Así que encendió la radio que estaba junto al hervidor eléctrico y sintonizó el boletín de noticias. El 2,3 de diciembre había sido el día más caluroso del año, según el Servicio Meteorológico Sudafricano, lo cual no era noticia para nadie. Pero tenían razón en darle prioridad a la ola de calor: resultaba innegablemente satisfactorio formar parte de la noticia por una vez, saber exactamente el calvario que había supuesto aquel día, sentir que había sobrevivido a él, aunque fuese con dificultad.
La supervivencia era algo que Hugo Swart valoraba mucho, como cualquier hombre que prevé un futuro nuevo y prometedor.
El dichoso aparato eléctrico empezó a hervir. Al principio pensó que el ruido, un resoplido extraño, procedía de algún lugar a su espalda, pero luego notó que el aire brillaba por encima del pitorro: el calor y la humedad eran tales que no se veía el vapor. Claro. El hervidor y la radio compartían el mismo enchufe, por lo que había cometido muchas veces la equivocación de ponerlos a funcionar a la vez al darle al interruptor. Al cabo de un momento de silencio, el hervidor borboteó y amenazó con derretirse si no se le añadía inmediatamente más agua. Aquel negro idiota jamás lo dejaba bien lleno. Pero aquello se solucionaba con un buen tirón del cable.
Lo hizo y luego se quitó la chaqueta de verano, deseando haberlo hecho diez minutos antes, y la dejó sobre el escurreplatos.
Las noticias nacionales ya habían dejado paso a las locales. Entonces supo que la temperatura máxima en Trekkersburgo había alcanzado los 44.5o C, todo un récord.
—A la sombra —añadió el locutor.
Ante lo cual Hugo Swart, impaciente debido a tanta pedantería, replicó en voz alta:
—¡Por el amor de Dios!
Fueron sus últimas palabras.
Durante un momento pensó en tomarse ya la copa, pero luego decidió aumentar el placer prolongando un poco la espera.
Así que acercó la cubitera al grifo, la rellenó y la volvió a meter en el congelador. Cerró la puerta del frigorífico. La abrió otra vez y volvió a cerrarla, reflexionando. Cuando eran pequeños, su hermana y él habían discutido ya una vez como locos sobre si la luz de la nevera de su madrastra se apagaba al cerrar la puerta o no. Todo vino propiciado por la afirmación de un amigo con gran imaginación que juraba que dentro vivía un duende —una especie de dios del invierno esclavizado—, dispuesto a apagar la luz en cuanto se hacía innecesaria. Estaba claro que aquello era una tontería, pero planteaba una cuestión: él había defendido la lógica de que la luz se apagase, mientras que su hermana —dueña de unos caramelos que él quería compartir—, y sólo para fastidiar, lo desafió a demostrar que no se quedaba encendida. Naturalmente fue incapaz de hacerlo y acabó dándole la razón de boca para afuera a su absurdo punto de vista. Él sabía que la luz debía apagarse, pero la discusión era tan disparatada como el debate sobre la inmortalidad del alma entre un ateo y un sacerdote: en ambos casos, a este lado de la puerta nada podría resolverse.
Hugo Swart se rió en voz baja. Algo de verdad había en afirmar la importancia de los años de formación. Él había aprendido lo práctico que resultaba adoptar cualquier creencia que en cada ocasión mejor sirviera a sus propósitos. Y en aquel momento concreto, parecía funcionar a las mil maravillas. No le cabía duda.
La copa estaba lista. Los cubitos de hielo se habían reducido a la mitad y sobre la mesa de la cocina el vaso dejaba una marca húmeda. Había merecido la pena esperar, pero decidió alargar el momento un poco más haciendo un brindis por sus benefactores.
Con el vaso en alto, se giró hacia la ventana para verse reflejado en el cristal, recortándose contra la noche en una pose cómicamente cínica. Por desgracia, las persianas estaban bajadas y no pudo ver nada.
Incluso menos de lo que suponía.
Porque en el momento en que acercaba los labios al borde del vaso, alguien lo apuñaló por detrás con un cuchillo de carnicero. El primer golpe cayó sobre su omóplato izquierdo, rebotó sobre el hueso y se clavó entre dos vértebras. La violencia del impacto fue tal que su fuerza se extendió a las extremidades y el vaso salió volando de su mano, intacto. Vio cómo se hacía añicos y sintió el dolor.
Curiosamente permaneció en pie, molesto por el desperdicio de la bebida, preguntándose qué le estaría pasando y consciente de que el siguiente programa sería un breve interludio de música de cámara. Se sobresaltó cuando por fin se dio cuenta de que había alguien más en la cocina, alguien que resoplaba cuando él respiraba y que debía odiarlo mucho.
Esa fue la primera sorpresa. Habría más.
Intentó darse la vuelta como pudo, mientras agarraba el tenedor con el que debía tomar su última cena. Pero no lo consiguió; tampoco logró identificar a su agresor. Antes de que pudiera alzar la cabeza, que tantas vueltas le daba, su propia sangre lo cegó: un salvaje tajo del cuchillo había abierto la hinchazón bajo sus cejas.
Con la primera nota del chelo llegó al pecho la bestial puñalada que lo arrojó de espaldas contra la mesa. Ya daba igual: sólo pudo despatarrarse sobre el vaso roto e intentar decir algo. Por ejemplo, un avemaria.
Luego, durante los dos tiempos de silencio que siguieron —magistralmente ideados por el compositor con el fin de preparar a los oyentes para una alegre efusión de sonidos llenos de vida— a Hugo Swart le abrieron la nuez de Adán y murió desangrado.
Duró lo justo para poder oír cómo alguien pisoteaba su audífono y pensar que había sido un verdadero idiota.