Capítulo LCVI

Por la mañana, cuando todos los ruidos renacen, cuando París emprende de nuevo la vida, la condesa esperaba que la noticia de su absolución penetraría de pronto en la cárcel con la alegría y las felicitaciones de sus amigos.

¿Tenía amigos?, ¡ay! Nunca la fortuna y el favor quedan sin cortejo, y sin embargo Juana, que había alcanzado la riqueza, que fue poderosa, había recibido y dado sin conseguir siquiera la amistad banal del que desconoce a la persona caída en desgracia y a la que adulara el día antes.

Pero después del triunfo que ella esperaba, Juana tendría partidarios, admiradores y envidiosos.

Esperaba en vano, sin embargo, que penetrase en la sala del conserje Hubert esta oleada de gente de rostro alegre que le diera sus felicitaciones.

De la inmovilidad de una persona convencida que deja que los brazos se dirijan a ella, Juana pasó, tal era la inclinación de su carácter, a una inquietud excesiva.

Y como no siempre se puede disimular, no se molestó en ocultar sus impresiones a los guardianes.

No le estaba permitido salir para ir a informarse, pero, pasó su cabeza por uno de los postigos de una ventana y así, ansiosa, prestó oído atento a los rumores de la plaza vecina.

Juana oyó entonces, no un rumor, sino una verdadera explosión de bravos, gritos, aclamaciones; un estallido que la asustó, porque no tenía la seguridad de que fuese a ella a quien se testimoniase tanta simpatía.

Estos aplausos alborotados se repitieron dos veces y dejaron paso a rumores de otra índole.

Le pareció que eran de aprobación también, pero más apagados.

En seguida los transeúntes se hicieron más numerosos en el muelle, como si los grupos de la plaza se disolviesen para reunirse allí.

—¡Gran día para el cardenal! —dijo un pasante de procurador.

—¡Para el cardenal! —repitió Juana—. Hay, pues, noticia de que el cardenal ha sido absuelto.

Entró de nuevo precipitadamente en la sala, agitada, inquieta.

—Señora, señora —preguntó a la mujer de Hubert—, oigo decir: «¡Qué gran día para el cardenal!». ¿Cómo se explica?

—No lo sé —replicó la conserje.

Juana la miró de frente.

—Preguntádselo a vuestro marido, os lo ruego —añadió.

La conserje obedeció por complacerla y Hubert contestó desde afuera:

—¡No lo sé!

Juana, impaciente, insistió:

—¿Qué querían decir los transeúntes entonces? ¿Acaso no se equivoca uno con esta clase de oráculos? Seguro que hablaban del proceso.

—Tal vez —dijo el caritativo Hubert— querían decir que si el señor de Rohan fuese absuelto sería un gran día para él.

—¿Creéis que será absuelto? —exclamó Juana crispando los dedos.

—Podría ocurrir.

—¿Entonces, yo?

—¡Oh, señora…, vos como él! ¿Por qué no vos?

—¡Extraña hipótesis! —murmuró Juana.

Y volvió hacia los cristales.

—Me parece que hacéis mal, señora —le dijo el conserje—, en ir a recoger así las impresiones mal comprensibles que os llegan de fuera. Quedaos tranquila, creedme y esperad que vuestro consejero o el señor Fremyn vengan a leeros…

—¡La sentencia!… ¡No! ¡No!

Y se puso a escuchar.

Pasaba una mujer con sus amigas. Sombreros de fiesta, grandes ramos en la mano. El aroma de estas rosas subió como un bálsamo precioso hasta Juana, que lo aspiraba.

—¡Por quién soy que este ramo y otros cien serán para él!… Como pueda, he de abrazar a ese digno varón.

—Y yo también —dijo una compañera.

—Pues yo lo que quiero es que me abrace él —afirmó una tercera.

«¿De quién hablarán?», —pensó Juana.

—¡Oh, eso lo desea cualquiera! Es muy arrogante el hombre —comentó otra mujer.

Y pasaron.

—¡Hablan del cardenal! ¡Siempre él! —murmuró Juana—. ¡Ha sido absuelto, ha sido absuelto!

Y pronunció estas palabras con tanto desánimo y certeza al mismo tiempo, que los conserjes, resueltos a no dar ocasión a una tormenta como la de la víspera, dijeron a la vez:

—Señora, ¿por qué no queréis que el pobre preso sea absuelto?

Juana sintió el golpe y notó sobre todo el cambio de sus huéspedes. No queriendo perder su simpatía, dijo:

—¡Oh! No me comprendéis. ¿Me creéis, acaso, tan envidiosa o mala que desee el mal de mis compañeros de infortunio? ¡Dios mío! ¡Que sea absuelto el cardenal, sí, pero que yo sepa al fin!… Creedme, amigos míos, es la impaciencia lo que me tiene así.

Hubert y su mujer se miraron el uno al otro como para calcular el alcance de lo que querían hacer.

Un destello amarillento que surgió de los ojos de Juana, a su pesar, les detuvo cuando iban a decidirse.

—¿No me decís nada? —dijo ella dándose cuenta de su error.

—No sabemos nada —contestaron en voz baja.

En aquel momento una orden hizo que Hubert saliera fuera de la habitación. La conserje, que había quedado sola con Juana, trató de distraerla; fue en vano, porque todos los sentidos de la cautiva, su inteligencia, eran atraídos por los ruidos del exterior, por los soplos que ella percibía con una sensibilidad duplicada por la fiebre.

La conserje, no pudiendo impedirle que mirase o escuchase, se resignó.

De pronto, se notaron grandes rumores y expectación en la plaza. La muchedumbre afluyó hacia el puente desde el muelle con gritos tan unánimes, que Juana se estremeció.

Los gritos no cesaban; iban dirigidos a un coche descubierto, cuyos caballos, retenidos más por la muchedumbre que por las manos del cochero, marchaba al paso.

Poco a poco, la multitud, apretándolos, estrechándolos, llevaba en vilo a los caballos, carroza y a las dos personas que iban dentro.

A pleno sol, bajo una lluvia de flores, bajo un palio de follaje que mil manos agitaban por encima de sus cabezas, la condesa reconoció a estos dos hombres que enloquecían a la multitud entusiasta.

Uno de ellos, pálido por el triunfo, espantado por su popularidad, se había quedado grave, aturdido, tembloroso. Dos mujeres iban subidas en los estribos del carruaje, y le asían las manos para llenárselas de besos.

Otras, más felices todavía, habían montado en la parte trasera de la carroza, al lado de los lacayos e insensiblemente, apartando los obstáculos que molestaban a su amor, se apoderaban de la cabeza del personaje idolatrado y le daban un beso respetuoso y sensual, dejando después sitio para otras tantas afortunadas. Este hombre adorado, era el cardenal de Rohan. Su compañero, fresco, alegre, centelleante, había recibido una acogida menos expresiva, pero también muy halagadora, en proporción. Por otra parte se le retribuía con vivas, con gritos; las mujeres se disputaban el cardenal y los hombres gritaban: «¡Viva Cagliostro!».

Esta embriaguez hizo que durase media hora el cruce del puente de Change y hasta su punto más alto, Juana divisó a los triunfadores.

Esta manifestación de entusiasmo público hacia las víctimas de la reina, porque así se les llamaba, dio un momento de alegría a Juana.

Pero en seguida dijo:

—¡Cómo! ¡Ellos ya están libres; para ellos se han cumplido ya las formalidades y yo no sé nada! ¿Por qué no me dicen nada a mí?

Un estremecimiento recorrió todo su cuerpo.

A su lado, había visto a la señora Hubert, que, silenciosa, atenta a todo lo que pasaba, debía haber comprendido y no daba ninguna explicación.

Juana iba a pedírsela, cuando un nuevo ruido atrajo su atención del lado del puente de Change.

Un coche, rodeado por la multitud pasaba a su vez por el puente.

En él, sonriente y mostrando a su hijo al pueblo, iba Olive que partía también, libre y loca de alegría por las bromas un tanto audaces que se le hacían y por los besos que se le enviaban.

En medio del puente esperaba una carroza de posta. El señor de Beausire se escondía tras uno de sus amigos, que era el único que osaba mostrarse ante la admiración pública. Hizo una señal a Olive, que bajó del vehículo en medio de una gran gritería y una silbatina considerable.

Pero para ciertos actores los silbidos no representan nada cuando le podían haber sido lanzados proyectiles.

Olive, que había subido a la carroza, cayó en los brazos de Beausire, que, estrechándola hasta casi ahogarla, no la dejó en una legua, inundándola de besos y lágrimas y no respiró hasta llegar a Saint-Denis donde cambió los caballos sin haber sido molestado por la policía.

Mientras tanto, Juana, al ver a todas estas personas libres, felices, festejadas, se preguntaba por qué era ella la única que no recibía noticias.

—¿Pero y yo? —exclamó—. ¿Por qué refinamiento de crueldad no me notifican mi sentencia?

—Calmaos, señora —dijo Hubert entrando—; calmaos.

—Es imposible que no sepáis nada —contestó Juana—. ¡Vos sabéis!

—¡Señora!…

—Si no sois un desalmado, contadme; ved lo que estoy sufriendo.

—Nos está prohibido a nosotros, oficiales de la prisión, revelar las sentencias cuya lectura corresponde a los escribanos del tribunal.

—¡Pero, entonces, es tan espantosa que no os atrevéis! —exclamó Juana con irrefrenable desesperación.

—No —dijo—; calmaos, calmaos.

—Hablad, entonces.

—¿Seréis complaciente y no me comprometeréis?

—¡Os lo prometo, os lo juro!

—Pues bien, el señor cardenal ha sido absuelto.

—Ya lo sé.

—El señor de Cagliostro ha quedado excluido de la causa…

—¡Lo sé, lo sé!

—A la señorita Olive se le ha retirado la acusación.

—¿Qué más? ¿Qué más?

—El señor Reteau de Villette ha sido condenado…

Juana se estremeció.

—¡A las galeras!

—¿Y yo? —gritó ella con furia.

—Paciencia, señora, paciencia. ¿No me lo prometisteis?

—¡Ya tengo paciencia! ¡Hablad!… ¿Qué harán de mí?

—Seréis desterrada —dijo con débil voz el conserje apartando los ojos.

Un destello de alegría brilló en los de la condesa, pero se apagó con la misma rapidez que había aparecido.

Dio un grito, fingió desvanecerse, y cayó en los brazos de sus huéspedes.

—¿Qué hubiese sido —dijo Hubert al oído a su mujer— si le hubiese dicho la verdad?

«El destierro», —pensaba Juana simulando un ataque de nervios— «es la libertad, es la riqueza, es la venganza, es lo que he soñado… ¡Triunfé!».