Capítulo LCIII

La señora de La Motte se había equivocado en todos sus cálculos. Cagliostro no erró en ninguno de los suyos.

Apenas ingresado en la Bastilla, comprendió que se le daba pretexto para contribuir abiertamente a la ruina de aquella monarquía que, desde hacía tantos años, socavaba sordamente por medio del iluminismo y los trabajos ocultos.

Seguro de no poder ser acusado de nada, como víctima llegada al desenlace más favorable desde su punto de vista, cumplió religiosamente su promesa con todos.

Preparó los materiales de la famosa carta de Londres, que, al ser conocida, un mes después de la época que estamos hablando, fue el primer golpe de ariete sobre las murallas de la vieja Bastilla, la primera hostilidad de la revolución, el primer choque material que precedió al del 14 de Julio de 1789.

En esta carta, en que Cagliostro, después de haber pulverizado al rey, a la reina y al cardenal como agiotistas[83] públicos, hacía lo propio con el señor de Breteuil, personificación de la tiranía ministerial, nuestro demoledor, se expresaba así:

Sí, lo repito libre, después de haberlo dicho cautivo: sin el menor delito se pasan seis meses en la Bastilla. Cuando se me pregunta si volveré a Francia alguna vez, yo respondo: Seguramente, cuando la Bastilla sea convertida en un paseo público. ¡Dios lo quiera! Tenéis todo lo que os hace falta para ser felices, franceses: suelo fecundo, dulce clima, buen corazón, alegría encantadora, genio y facultades para todo; sin rivales en el arte de agradar, sin maestros en los demás, no os falta, amigos míos, más que una sola cosa: estar seguros de poderos acostar tranquilamente en vuestros lechos a pesar de vuestra irreprochable conducta.

Cagliostro había cumplido también su palabra a Olive. Esta, por su parte, le fue religiosamente fiel. No se le escapó ni una palabra que pudiese comprometer a su protector. No tuvo otra confesión funesta que para la señora de La Motte y expuso de una manera clara e irrecusable su participación inocente en una mistificación dirigida, según ella, a un gentilhombre desconocido que se le había designado con el nombre de Luis.

Durante el tiempo que había transcurrido para los cautivos bajo los cerrojos, y en los interrogatorios, Olive no había podido volver a ver a su querido Beausire, pero no se hallaba abandonada por él como vamos a ver, puesto que tenía de su amante el recuerdo que deseaba Dido cuando decía soñando: «¡Ah! Si me fuese dado ver jugando en mis rodillas a un pequeño Ascanio[84]».

En el mes de mayo del año 1786, un hombre esperaba en medio de los pobres, en los peldaños de la portada de Saint-Paul, calle de Saint-Antoine. Estaba inquieto, vacilante, miraba, sin poder apartar los ojos, en dirección a la Bastilla.

Cerca de él se vino a colocar un hombre de larga barba, uno de los servidores alemanes de Cagliostro, el que Bálsamo empleaba como chambelán en las misteriosas recepciones de la antigua casa de la calle dé Saint-Claude.

Este hombre calmó la impaciencia de Beausire diciéndole en voz baja:

—Esperad, esperad, ya vendrán.

—¡Ah! —exclamó el hombre inquieto—, ¿sois vos?

Y como la frase ya vendrán, no le tranquilizaba, al parecer, y continuaba gesticulando más de la cuenta, el alemán le dijo junto al oído:

—Señor Beausire, vais a armar tanto alboroto que la policía nos verá… Mi amo os había prometido noticias y os las envía.

—¡Dádmelas, amigo mío!

—Más bajo. La madre y el niño se encuentran bien.

—¡Oh! —exclamó Beausire transportado por la alegría en forma imposible de describir—. ¡Ha dado a luz, está salvada!

—Sí, caballero, pero alejaos, os lo ruego.

—¿Es una niña? —No, caballero, un muchacho.

—¡Tanto mejor! ¡Oh, amigo mío, qué feliz soy, qué feliz soy! Dad las gracias a vuestro amo; decidle que mi vida, que todo lo que yo soy le pertenece…

—Sí, señor Beausire, sí, se lo diré cuando lo vuelva a ver.

—Amigo mío, ¿por qué me decíais hace poco?…, pero tomad estos dos luises.

—Caballero, no acepto nada sino de mi amo.

—¡Ah! Perdón, no os quería ofender.

—Tal creo, caballero. Pero me estabais diciendo…

—Os preguntaba por qué hace poco, habíais dicho: «Vendrán». ¿Me queréis decir quiénes vendrán?

—Me refería al cirujano de la Bastilla y la dama Chopin, partera, que han asistido al parto de la señorita Olive.

—¿Vendrán aquí? ¿Por qué?

—Para hacer bautizar el niño.

—¡Voy a ver a mi hijo! —exclamó Beausire saltando como un loco—. ¿Decís que voy a ver el hijo de Olive? ¿Aquí, dentro de poco?…

—Aquí, dentro de poco, pero moderaos, os lo suplico, porque de no ser así, dos o tres agentes del señor de Crosne, que reconozco ocultos tras los andrajos de estos mendigos, os descubrirán y se darán cuenta de que estáis en comunicación con un prisionero de la Bastilla. Os perderéis y comprometeréis a mi amo.

—¡Oh! —dijo Beausire con respeto y agradecimiento—; antes morir que pronunciar una sílaba que pueda molestar a mi bienhechor. Me ahogaré si es preciso, pero no añadiré nada más. ¡No vienen!…

—Paciencia.

Beausire se acercó al alemán.

—¿Ella es feliz, allá abajo? —preguntó juntando las manos.

—Perfectamente feliz —respondió el otro—. Pero… He ahí un coche que llega.

—Sí, sí.

—Y se detiene…

—Se ve algo blanco, encajes…

—El faldón del niño.

—¡Dios mío!

Y Beausire se vio obligado a apoyarse en una columna para no vacilar cuando vio salir del vehículo a la partera, el cirujano y un carcelero de la Bastilla, como testigos en la ceremonia.

Al pasar estas tres personas, los pobres elevaban con voz nasal sus peticiones.

Se vio entonces, ¡cosa extraña!, que los padrinos pasaban apartando con los codos a estos miserables y una persona ajena les distribuía monedas y escudos llorando de alegría.

El pequeño cortejo entró después en la iglesia. Beausire siguiólo y fue a buscar, con los curas y los fieles curiosos, el mejor lugar en la sacristía donde iba a celebrarse el sacramento del bautismo.

El sacerdote, al reconocer a la partera y al cirujano, que ya en numerosas ocasiones habían solicitado los servicios de su ministerio, les hizo un saludo amistoso acompañado de una sonrisa.

Beausire saludó y sonrió al mismo tiempo que el sacerdote.

La puerta de la sacristía se cerró entonces y el sacerdote, tomando la pluma, empezó a escribir en el registro las frases sacramentales que constituyen la formalidad.

Cuando preguntó los nombres y apellidos del niño, dijo el cirujano:

—Sé que es un niño; eso es todo.

Y se oyeron sendas carcajadas que no parecieron muy respetuosas a Beausire.

—Pongámosle un nombre cualquiera con tal que sea de santo —propuso el sacerdote.

—Sí, la señorita desea que se llame Toussaint[85].

—¡Así los tendrá todos! —contestó el sacerdote riendo con este juego de palabras, lo que hizo que en la sacristía la hilaridad se generalizara.

Beausire comenzaba a perder la paciencia, pero la prudente influencia del alemán se hacía sentir en él todavía. Y se contuvo.

—¡Pues bien! —dijo el sacerdote—, teniendo este nombre de pila y con todos los santos como patrones, bien podemos prescindir del padre. Escribamos pues:

En el día de hoy nos ha sido presentado un niño del sexo masculino, nacido ayer, en la Bastilla, hijo de Nicolasa Olive Legay y de… padre desconocido.

Beausire se levantó furioso acercándose al sacerdote y deteniéndole con fuerza la muñeca, exclamó:

—¡Toussaint tiene padre de la misma manera que tiene madre! Tiene un padre que no renegará de su sangre. ¡Os ruego, pues, escribáis que Toussaint, nacido ayer, es hijo de la señorita Nicolasa Olive Legay y de Juan Bautista Toussaint de Beausire, aquí presente!

¡Puede imaginarse la estupefacción del sacerdote y de los padrinos! La pluma cayó de manos del primero y el niño estuvo a punto de caer de los brazos de la partera.

Beausire lo tomó en sus brazos y cubriéndolo de ávidos besos, dejó caer sobre la frente del pobre pequeño el primer bautismo, el más sagrado en el mundo después del de Dios, el de las lágrimas paternas.

Los asistentes, a pesar de estar acostumbrados a escenas dramáticas y no obstante el escepticismo propio de los volterianos de esa época, quedaron enternecidos. Sólo el sacerdote conservó la sangre fría y puso en duda esa paternidad; tal vez estaba contrariado por tener que empezar de nuevo la escritura.

Pero Beausire adivinó la dificultad; dejó en las fuentes bautismales tres luises de oro que establecieron su derecho de padre y su buena fe mejor que sus lágrimas.

El sacerdote saludó, recogió las setenta y dos libras y tachó las dos frases que acababa de escribir, diciendo:

—Caballero, he de haceros observar tan sólo, que, como la declaración del señor cirujano de la Bastilla y de la dama Chopin ha sido formal, tendréis a bien escribir vos mismo y declarar que sois el padre de este niño.

—¡Yo! —exclamó Beausire en el colmo de la alegría—. ¡Lo escribiría con mi sangre!

Y tomó la pluma con entusiasmo.

—Tened cuidado —le dijo en voz baja el carcelero Guyón, que no había olvidado su papel de hombre escrupuloso—. Me parece, mi querido señor, que vuestro nombre no suena bien en determinados sitios; hay peligro en escribir en los registros públicos en una fecha que prueba a la vez vuestra presencia y vuestras relaciones con una acusada.

—Gracias por vuestro consejo, amigo mío —contestó Beausire con altivez—; sois una persona honrada y esto vale dos luises de oro que os ofrezco; pero renegar del hijo de mi mujer…

—¿Es vuestra mujer? —exclamó el cirujano.

—¿Legítima? —interrogó el sacerdote.

—¡Que Dios le devuelva la libertad y al día siguiente Nicolasa Legay se llamará de Beausire como su hijo y como yo!

—Mientras tanto os arriesgáis —repitió Guyón—; creo que os buscan.

—No seré yo quien os delate —dijo el cirujano.

—Ni yo —afirmó la partera.

—Ni yo —agregó el sacerdote.

—Y aun cuando fuera traicionado —continuó Beausire con exaltación de mártir—, yo sufriría hasta ser puesto en la rueda por haber tenido el consuelo de reconocer a mi hijo.

—Si fuese puesto en la rueda —dijo en voz baja a la partera Guyón, que gustaba de la réplica—, no sería por declararse padre del pequeño Toussaint.

Tras esta broma, que hizo sonreír a la dama Chopin, se procedió formalmente al registro y reconocimiento del joven Beausire.

Beausire escribió su declaración en términos magníficos, aunque algo ampulosos, como suelen ser siempre los relatos de los que se enorgullece su autor.

La releyó, la puntuó, la firmó y la hizo rubricar por las cuatro personas presentes.

Después, habiéndolo leído y comprobado todo de nuevo, besó a su hijo, deslizó diez luises debajo de su faldón, suspendió un anillo de su cuello destinado a la parturienta, y altivo como Jenofonte durante su famosa retirada, abrió la puerta de la sacristía, decidido a no usar la menor estratagema para escapar de los esbirros si los hallaba tan desnaturalizados como para detenerle en aquel momento.

Los grupos de mendigos no habían dejado la iglesia. Si Beausire hubiera podido mirarles con ojos más firmes, habría podido reconocer entre ellos al famoso Positivo, autor de su desgracia, pero nadie se movió. La nueva distribución que llevó a cabo Beausire, fue recibida con la frase de: «¡Dios os proteja!», constantemente repetida y el feliz padre se escapó de Saint-Paul con todas las apariencias de un gentilhombre venerado, mimado, y bendecido por los pobres de su parroquia.

Por lo que respecta a los testigos del bautizo, también se retiraron y subieron al coche, maravillados por la aventura.

Beausire les contempló desde la esquina de la calle de Culture-Sainte-Catherine; les vio subir en el coche, envió dos o tres besos a su hijo y cuando su corazón quedó suficientemente desahogado, cuando el vehículo desapareció ante sus ojos, pensó que no había que tentar a Dios ni a la policía y logró llegar a un lugar de asilo conocido sólo por él, por Cagliostro y por el señor de Crosne.

También el señor de Crosne cumplió la palabra dada a Cagliostro y no había inquietado a Beausire.

Cuando el niño entró de nuevo en la Bastilla y la dama Chopin hubo contado a Olive las sorprendentes aventuras que habían ocurrido, esta, poniendo el anillo de Beausire en su dedo mayor y teniendo entre sus brazos toda llorosa a su hijo, a quien ya se buscaba una nodriza, dijo:

—No; Gilberto, discípulo del señor Rousseau, sostenía que toda buena madre debe criar a su hijo y yo lo haré con el mío; al menos quiero ser siempre una buena madre.