Capítulo LCII

Por la forma en que había enredado el asunto Juana, era imposible descubrir la verdad.

Convicta irrecusablemente por veinte testimonios procedentes de personas dignas de fe, Juana no podía resignarse a pasar por una ladrona vulgar. Necesitaba que alguien pasase vergüenza al lado suyo. Estaba persuadida de que el alboroto del escándalo de Versalles cubriría su delito hasta tal punto, que aunque ella, la condesa de La Motte fuera condenada, la sentencia heriría a la reina a los ojos de todo el mundo.

Su cálculo había fracasado. La reina, al aceptar el doble debate, y el cardenal sufriendo el interrogatorio, jueces y escándalo arrebatábanle la aureola de inocencia con que ella había pretendido dorar sus hipócritas reservas.

Pero ¡cosa extraña!, el público iba a ver cómo se desarrollaba un proceso en el cual nadie sería inocente, ni aun aquellos a los que absolviese la justicia.

Después de careos sin fin en los que el cardenal apareció siempre tranquilo y cortés, inclusive con Juana, y en los que esta se mostró violenta y enojosa para con todos, la opinión pública en general y la de los jueces en particular, se había formado irrevocablemente.

Ya no había posibilidad de incidentes y las revelaciones se habían agotado. Juana se percató de que no podía producir ningún efecto sobre los jueces.

Trató entonces de reunir en el silencio del calabozo todas sus fuerzas y todas sus esperanzas.

Cuantos rodeaban o servían al señor de Breteuil aconsejaban a Juana que dejase a un lado a la reina y que atacase implacablemente al cardenal.

Todos los que eran afectos al cardenal, su poderosa familia, jueces parciales en favor de la causa popular, el clero fecundo en recursos, aconsejaban a la señora de La Motte que dijese la verdad, que desenmascarase las intrigas cortesanas y llevase el escándalo a tal punto que aturdiese mortalmente a las testas coronadas.

Los de este partido trataban de intimidar a Juana; le decían lo que ella sabía demasiado bien, que la mayoría de los jueces se inclinaba en favor del cardenal, que ella se quebrantaría sin utilidad en la lucha y añadían que, perdida a medias, valía más dejarse condenar por el asunto de los diamantes, que arrostrar la responsabilidad del delito de lesa majestad, lodo sangriento que dormía en el fondo de los códigos feudales y que no aparecía nunca en la superficie sin ir acompañado por la muerte.

Este partido parecía seguro de la victoria. Y lo estaba.

El entusiasmo del pueblo se manifestaba en favor del cardenal. Los hombres admiraban su paciencia y las mujeres su discreción. Los primeros se indignaban de que hubiese sido tan cobardemente engañado y las segundas no querían creerlo. Para un gran número de personas, Olive, con su parecido y sus confesiones, no existía, y si existía, era la reina la que la había hecho aparecer ex profeso.

Juana reflexionaba sobre todo esto. Sus propios abogados la abandonaban; sus jueces no ocultaban su repulsión hacia ella; los Rohan atacaban vigorosamente; la opinión pública la despreciaba. Intentó dar un último golpe para producir inquietud a sus jueces, inspirar temor a los amigos del cardenal y pretexto a la opinión pública para pronunciarse contra María Antonieta.

Este medio, por lo que se refería a la corte, consistía en lo siguiente:

Hacer creer que continuamente había soslayado la responsabilidad de la reina y que tendría que decirlo todo cuando llegase al último extremo. En cuanto al cardenal, hacerle creer que guardaba silencio para imitar su delicadeza, pero en el momento en que él hablase, hablaría ella también y ambos descubrirían a la vez su inocencia y la verdad.

Esto no era, en realidad, más que el resumen de su conducta durante la instrucción del proceso. Pero es necesario decir que todo plato conocido se puede renovar con condimentos nuevos. He aquí lo que había imaginado la condesa para modernizar sus estratagemas.

Escribió una carta a la reina, cuyos solos términos demostraban su carácter y alcance:

Señora:

A pesar de lo penosa y rigurosa que resulta mi situación, no ha salido de mí una sola queja. Todos los rodeos de que se ha hecho uso para obtener de mí confesiones, no han servido sino para fortificar mi resolución de no comprometer nunca a mi soberana.

Sin embargo, aunque persuadida de que mi constancia y mi discreción deben facilitarme los medios para salir del apuro en que me hallo, confieso que los esfuerzos de la familia del esclavo (la reina llamaba así al cardenal en los días de su reconciliación) me hacen temer que llegue a ser su víctima.

Una larga prisión, careos que no terminan nunca, la vergüenza y la desesperación de verme acusada de un delito del que soy inocente, han debilitado mi valor y temo que mi constancia sucumba ante tantos golpes recibidos al mismo tiempo.

Vos podéis, señora, con una sola palabra, poner fin a este desgraciado asunto por la mediación del señor de Breteuil, que puede darle, a los ojos del ministro del rey, el aspecto que su inteligencia le sugiera, sin que vos, señora, quedéis comprometida en lo más mínimo. El temor a verme obligada a revelarlo todo, es el motivo del paso que me decido a dar hoy convencida de que vos, señora, tendréis en cuenta las causas que me obligan a recurrir a él y espero que daréis las órdenes para sacarme de la penosa situación en que me hallo.

Con profundo respeto, quedo de vos, señora, humilde y obediente servidora.

Condesa de Valois de La Motte

Como se ve, Juana lo había calculado todo. O esta carta llegaría a María Antonieta y la espantaría por la perseverancia que denotaba, después de tantas peripecias, y en tal caso la reina, que debía estar fatigada por la lucha, se decidiría a sobreseer la causa terminándola con la libertad de Juana, puesto que su prisión y el proceso no habían aclarado nada, o lo que era más fácil, y lo prueba el final de la carta, Juana nada esperaba de su escrito pues que la reina, tan complicada como estaba en el proceso, no podía suspenderlo sin condenarse a sí misma. Era, pues, evidente que Juana no había contado en ningún caso con que su carta fuese remitida a la reina.

Sabía muy bien que todos sus guardianes eran adictos al gobernador de la Bastilla, es decir, al señor de Breteuil. Sabía que todo el mundo en Francia convertía este asunto del collar en una cuestión política, lo que no había ocurrido desde los tiempos de los parlamentos del señor de Maupeou. Era seguro que el mensajero elegido para llevar la carta, si no se la daba al gobernador, la guardaría para él y para los jueces de su partido. En fin, había dispuesto todo para que la misiva, cayendo en manos de determinadas personas, dejase una levadura de odio, de desconfianza y de irreverencia contra la reina.

Al tiempo que escribía aquellas líneas a María Antonieta, redactaba otras para el cardenal:

No puedo concebir, monseñor, que os obstinéis en no hablar con claridad. Me parece haríais bien depositando una confianza sin límites en nuestros jueces. Nuestra suerte sería así más venturosa. En cuanto a mí, estoy dispuesta a callarme si no queréis secundarme. Pero ¿por qué no habláis? Aclararé las circunstancias de este misterioso asunto y os juro que confirmaré todo cuanto habéis adelantado. Reflexionad bien, señor cardenal, que si tomo sobre mí la responsabilidad de hablar la primera y vos desaprobáis lo que yo podría decir, estoy perdida y no escaparé de la venganza de la que nos quiere sacrificar.

Vos, en cambio, no tenéis nada semejante que temer de mi parte, puesto que mi adhesión os es bien conocida. Si ella se mostrara implacable, vuestra causa sería también la mía; lo sacrificaría todo para sustraeros de los efectos de su odio, o nuestra desgracia será común.

P. D. Le he escrito a ella una carta que la decidirá, según espero, si no a decir la verdad, al menos a no aniquilarnos a nosotros que no hemos cometido otro delito que nuestro error y nuestro silencio.

Esta carta fue entregada por Juana al cardenal en su último careo en el gran locutorio de la Bastilla y se vio al cardenal, sonrojarse, palidecer y estremecerse ante semejante audacia, viéndosele salir luego para tomar aliento.

En cuanto a la carta de la reina, fue entregada en el mismo instante por la condesa al abate Lekel, limosnero de la Bastilla que había acompañado al cardenal al locutorio y que era adicto a los intereses de los Rohan.

—Señor —dijóle ella—, si os encargáis de hacer llegar este mensaje, podéis cambiar la suerte del señor de Rohan y la mía. Enteraos de lo que dice. Sois un hombre obligado a guardar secreto por vuestro cargo. Os convenceréis que llamo en la única puerta ante la que podemos pedir socorro el señor cardenal y yo.

El limosnero se negó.

—No veis que, siendo yo eclesiástico —contestó—, Su Majestad creerá que la habéis escrito después de mis consejos y me lo habéis confesado todo; yo no puedo consentir en perderme.

—Pues bien —dijo Juana desesperando del éxito de su astucia, pero queriendo obligar al cardenal por la intimidación—, decid al señor de Rohan que me queda un medio de probar mi inocencia presentando las cartas que él escribía a la reina. Me repugna utilizar este medio, pero en nuestro común interés me decidiré a ello.

Y viendo al limosnero espantado por estas amenazas, trató de nuevo de poner en sus manos la terrible carta dirigida a la reina.

—Si recoge la carta, estoy salvada, porque entonces, en plena audiencia, le preguntaré qué ha hecho de ella y si la ha entregado a la reina, requiriéndole para que me dé su respuesta. Si no la ha entregado, la reina está perdida, pues la vacilación de los Rohan habrá demostrado su delito y mi inocencia.

Pero apenas el abate Lekel tocó la carta con sus manos, la devolvió como si le quemase.

—Prestad atención —dijo Juana pálida de cólera—, no corréis ningún riesgo, porque he metido la carta de la reina en un sobre dirigido a la señora de Misery.

—¡Razón de más! —exclamó el abate—; dos personas sabrían entonces el secreto. Doble motivo de resentimiento para la reina. No, me niego.

Y rechazó la mano de la condesa.

—Notad que me obligáis a hacer uso de las cartas del señor de Rohan.

—Haced lo que gustéis, señora.

—Cuando os declaro que la prueba de una correspondencia secreta con Su Majestad hará caer sobre el cadalso la cabeza del cardenal, os limitáis a decirme: «Haced lo que gustéis». Bien; mas tened en cuenta que os advertí.

La puerta se abrió en aquel momento y apareció en el umbral, soberbio y majestuoso, el príncipe de Rohan.

—Haced que caiga en el cadalso la cabeza de un Rohan, señora —dijo—; no será la primera vez que la Bastilla haya visto este espectáculo. Pero ya que tales son vuestras intenciones os declaro que nada me importaría el patíbulo si he de veros en esto marcada con el estigma de los ladrones y falsarios. ¡Venid, abate, venid!

Volvió la espalda a Juana después de pronunciar estas palabras fulminantes y salió con el limosnero, dejando rabiosa y desesperada a aquella desgraciada criatura que no podía hacer el menor movimiento sin hundirse más y más en el fango mortal que no había de tardar en cubrirla por completo.