Mientras el señor de Crosne tenía esta conversación con Cagliostro, el señor de Breteuil se presentaba en la Bastilla, por orden del rey, para interrogar al cardenal de Rohan.
Entre ambos enemigos la entrevista podía ser tormentosa. El señor de Breteuil conocía la altivez del de Rohan. Se había vengado demasiado terriblemente de él para descuidar en lo sucesivo los procedimientos corteses. Se condujo por ello en forma atenta, mas el cardenal negóse a contestar.
Insistió el guardasellos y el cardenal manifestó que se atenía a las medidas que pudieran acordar el parlamento y sus jueces.
El señor de Breteuil tuvo que retirarse ante la inquebrantable voluntad del acusado.
Hizo llamar a la señora de La Motte, que estaba ocupada en escribir sus Memorias, la cual acudió en seguida.
Explicóle claramente él su situación, recibiendo de la condesa la respuesta de que tenía pruebas de su inocencia y que las facilitaría cuando llegase la ocasión, a lo que replicó el señor de Breteuil que ello era lo más urgente.
Fue detallando toda la fábula que había imaginado; eran siempre las mismas insinuaciones contra todos, la misma afirmación de que las falsas afrentas emanaban de no sabía dónde. También declaró que habiéndose hecho cargo del proceso el parlamento, no diría absolutamente nada sino en presencia del señor cardenal y una vez conociese los cargos que se acumulaban contra ella.
El señor de Breteuil manifestó entonces que el cardenal la culpaba de todo.
—¿De todo? —preguntó Juana—. ¿Inclusive del robo?
—En efecto.
—Decidle al señor cardenal —respondió fríamente Juana— que le requiero para que deseche a la brevedad tan mal sistema de defensa.
Esto fue todo. Pero el señor de Breteuil no estaba satisfecho. Le faltaban algunos detalles íntimos. Para corroborar sus argumentos, necesitaba conocer la causa de lo que había podido inducir al cardenal a tanta temeridad para con la reina y a la reina para dar pruebas de tanta cólera contra el cardenal.
Le hacía falta la explicación de todas las declaraciones recogidas por el señor conde de Provenza las cuales eran ya rumor público.
El guardasellos era un hombre de talento y sabía actuar sobre el temperamento de las mujeres. Le prometió todo a la señora de La Motte si acusaba a alguien.
—Tened cuidado —le dijo—; no diciendo nada, acusáis a la reina; si persistís en esta actitud, seréis condenada por lesa majestad. ¡Es la vergüenza y el vilipendio!
—Yo no acuso a la reina —contestó Juana—. Pero ¿por qué me acusan a mí?
—Acusad entonces a alguien —insinuó el inflexible Breteuil—. No tenéis otro medio de salvaros.
Ella se encerró en un prudente silencio y la entrevista no dio ningún resultado.
Se difundió, sin embargo, el rumor de que habían surgido pruebas, que los diamantes habían sido vendidos en Inglaterra donde el señor de Villette había sido detenido por los agentes del señor de Vergennes.
El primer asalto que Juana tuvo que sostener fue terrible. Careada con Reteau, a quien debía creer su aliado hasta la muerte, le oyó confesarse humildemente falsario, autor del recibo de los diamantes y de la carta de la reina, para lo cual dijo haber falsificado las firmas de los joyeros y la de Su Majestad.
Interrogado por qué motivo había cometido estos delitos, respondió que a petición de la señora de La Motte.
Aturdida, furiosa, ella negó, defendióse como una leona; pretendía no haber visto ni conocido nunca al señor Reteau de Villette.
Pero faltábale recibir dos rudos golpes; dos testigos la aniquilaron.
El primero era un cochero hallado por el señor de Crosne, que declaró haber conducido, el día y hora citados por Reteau a una dama como la descrita, a la calle de Montmartre.
Esta dama que se rodeaba de tanto misterio, y que fue recogida por el cochero en el barrio del Marais, ¿quién podía ser sino la señora de La Motte, que vivía en la calle de Saint-Claude?
En cuanto a la familiaridad que existía entre ambos cómplices, cómo negarla, cuando un testigo afirmó haber, visto, la víspera de San Luis, en el asiento de un carruaje de posta del que había salido la señora de La Motte, al señor de Reteau de Villette, fácilmente reconocible por su aspecto pálido e inquieto.
El testigo era uno de los principales criados del señor de Cagliostro.
Este nombre estremeció a Juana haciéndola llegar al paroxismo. Se revolvió entonces contra Cagliostro al que acusaba de haber fascinado al cardenal de Rohan, inspirándole por medio de encantos y sortilegios ideas delictuosas contra la Majestad Real.
Era el primer eslabón de la acusación de adulterio.
El señor de Rohan se defendió al defender a Cagliostro. Negó tan tenazmente, que Juana, exasperada, formuló, por primera vez, la acusación de un amor insensato del cardenal por la reina.
El señor de Cagliostro solicitó inmediatamente, obteniéndolo, ser encarcelado, para responder de su inocencia ante todo el mundo. Acusadores y jueces se apasionaron, como ocurre cuando llega el primer soplo de la verdad; la opinión pública tomó inmediatamente partido por el cardenal y Cagliostro, contra la reina.
Fue entonces cuando esta infortunada princesa, para que se comprendiese su interés en la continuación del proceso, dejó que se publicasen los informes elevados al rey sobre sus paseos nocturnos y llamando al señor de Crosne, le requirió para que declarase lo que sabía.
El golpe, hábilmente calculado, cayó sobre Juana aniquilándola.
El magistrado interrogante, en pleno consejo de instrucción, pidió al señor de Rohan que declarase lo que sabía de los paseos nocturnos por los jardines de Versalles.
El cardenal replicó que no sabía mentir y que acudía al testimonió de la señora de La Motte.
Esta negó que jamás se hubieran dado paseos con su aquiescencia y conocimiento.
Declaró contrarios a la verdad los procesos verbales y relaciones según los cuales ella había aparecido en los jardines, ya en compañía de la reina, ya en la del cardenal.
Esta declaración probaba la inocencia de María Antonieta, en el caso de que hubiera sido posible creer en la palabra de una mujer acusada de falsaria y ladrona. Pero viniendo de donde venía, la justificación parecía ser una complacencia y la reina no consintió verse justificada en tan poco efectiva forma.
Por eso, cuando Juana exclamaba indignada que ella no había estado nunca de noche en los jardines de Versalles y que jamás había visto ni sabido nada respecto a los asuntos particulares de la reina y el cardenal, apareció Olive, vivo testimonio que hizo cambiar la opinión y destruyó todo el andamiaje de embustes levantado por la condesa.
¿Por qué no se hundió entre sus ruinas? ¿Por qué se levantó más odiosa y terrible? Se explica no sólo por su voluntad, sino por la fatal atracción que la llevaba hacia la reina.
¡Qué golpe terrible era el del careo entre Olive y el cardenal! El señor de Rohan comprendió que se había burlado de él de una manera infame. ¡Este hombre lleno de delicadeza y de noble pasión descubriendo que una aventurera, asociada a una bribona le habían llevado a despreciar a la reina de Francia, a esa reina a la que él amaba y que no era culpable!
El efecto que tal aparición produjo en el señor de Rohan, sería en nuestra opinión la escena más dramática e importante de este asunto, y nos holgaríamos de bosquejarla si, acercándonos a la Historia, no cayésemos en el fango, la sangre y el horror.
Cuando el señor de Rohan vio a Olive, esta reina de callejuelas y cuando se acordó de la rosa, de la mano estrechada y de los baños de Apolo, palideció. Hubiera vertido toda su sangre a los pies de María Antonieta si la hubiera visto al lado de la otra en aquel momento. ¡Cuántas disculpas y remordimientos surgieron de su alma para con sus lágrimas purificar el último peldaño de aquel trono en el que cierto día había hecho patente su desprecio al ver desdeñado su amor!
Pero hasta ese consuelo le estaba prohibido. No podía aceptar la identidad de Olive sin confesar que amaba a la verdadera reina, porque la confesión de su error suponía una acusación, una mancha. Dejó que Juana lo negase todo y guardó silencio.
Cuando el señor de Breteuil quiso con el señor de Crosne forzar a Juana a que se explicase con más detalles, dijo ella:
—El mejor medio de probar que la reina no se ha paseado por el parque durante la noche, es mostrar a una mujer que se parece a la reina y a la que se pretende haber visto en el parque. Presentándola, es suficiente.
La infame insinuación tuvo éxito. Oscureció de nuevo la verdad.
Pero como Olive, en su ingenua inquietud, daba todos los detalles y todas las pruebas, como no omitía nada, como era más creída que la condesa, Juana acudió a un medio desesperado: confesó.
Confesó que había acompañado al cardenal a Versalles; que Su Excelencia quería a todo precio ver a la reina, ofrecerle la seguridad de su respetuoso afecto; confesó porque advirtió que perdería el apoyo de todo un partido si se empeñaba en la negativa; confesó porque sin acusar a la reina, convertía en auxiliares suyos a todos los enemigos de la reina, que eran numerosos.
Entonces, por décima vez en este infernal proceso, los papeles se cambiaron: el cardenal apareció como víctima de un engaño, Olive como una prostituta sin sentimiento ni poesía y Juana como una intrigante, que era el mejor papel que podía elegir.
Pero como para hacer triunfar el innoble plan era necesario que la reina desempeñase también un papel, se le asignó el más odioso y abyecto, el más comprometedor para la dignidad real, el de una coqueta aturdida, el de una modistilla que se dedica a la mistificación. María Antonieta quedó convertida en Dorimena conspirando con Frosina contra el cardenal Jourdain[82].
Juana declaró que estos paseos se hacían de acuerdo con María Antonieta que, oculta tras un seto, escuchaba hasta desternillarse de risa los discursos apasionados del enamorado señor de Rohan.
Esta fue la última trinchera escogida por esta ladrona que no sabía dónde esconder su robo; fue el manto real formado por el honor de María Teresa y María Leckzinska.
La reina sucumbió ante esta última acusación cuya falsedad no podía probar. No podía hacerlo porque Juana declaró que, en último extremo, publicaría todas las cartas amorosas escritas por el señor de Rohan a la reina y que poseía cartas ardientes, de una pasión insensata.
No podía porque la señorita Olive, que afirmaba haber sido inducida por Juana a dirigirse al parque de Versalles, no podía decir si hubo o no alguien escuchando tras los setos.
En fin, la reina no podía demostrar su inocencia, porque había muchas personas que tenían interés en considerar como verdaderas estas mentiras infames.