Capítulo LXXXX

El señor de Crosne sabía de Cagliostro todo lo que un hábil jefe de policía puede saber de un hombre que vive en Francia, lo que no es poco decir. Sabía todos sus nombres pretéritos, sus secretos de alquimista, su magnetismo y adivinación; conocía su pretendido don de ubicuidad, de regeneración perpetua y le consideraba como un gran señor charlatán.

El señor de Crosne era un hombre bien templado, conocedor de todos los recursos de su cargo, en buenas relaciones con la corte, insensible al favor, intransigente en lo relativo a su orgullo; un hombre que no sucumbía ante el primer recién llegado.

A individuo semejante no le podría ofrecer Cagliostro, como al señor de Rohan, luises, calientes todavía, surgidos del horno hermético; ni el cañón de una pistola como Bálsamo al señor de Sartines. Tampoco Bálsamo tenía otra Lorenza que pedir, pero Cagliostro tenía que ajustar cuentas. He aquí por qué el conde, en lugar de esperar los acontecimientos, se había creído en el caso de solicitar una audiencia al magistrado.

El señor de Crosne se daba cuenta de las ventajas de su posición y se aprestaba a hacer uso de ellas. Cagliostro comprendía que estaba atascado y se aprestaba a salir del apuro.

Esta partida de ajedrez, jugada al descubierto, tenía un recurso que uno de los jugadores no sospechaba, y este jugador, forzoso es confesarlo, no era el señor de Crosne.

Este no conocía en Cagliostro, como hemos dicho, más que al charlatán; como adepto le era desconocido. Eran tantas las piedras que la filosofía había sembrado en el camino de la monarquía, que muchos habían tropezado con ellas porque no las veían.

El señor de Crosne esperaba de Cagliostro revelaciones sobre el collar y los manejos de la señora de la Motte. Esta era su desventaja. Tenía el derecho de interrogar y de arrestar y en esto consistía su superioridad.

Recibió al conde como hombre que se da cuenta de su importancia, pero no quiere ser descortés con nadie aunque se trate de un alquimista.

Cagliostro se mantuvo alerta. Y la única debilidad que juzgó oportuno dejar sospechar fue la de aparecer como un gran señor.

—Caballero —le dijo el jefe de policía—, me pedisteis una audiencia. Llego ex profeso de Versalles para concedérosla.

—Había pensado, señor de Crosne, que podríais tener interés en preguntarme acerca de lo que ocurre y sabiendo que sois persona de mérito y conociendo la importancia de vuestras funciones, he acudido a vos.

—¿Preguntaros? —dijo el magistrado afectando sorpresa—. ¿Acerca de qué, caballero, y con qué carácter?

—Señor —contestó claramente Cagliostro—, os veo demasiado ocupado con la señora de La Motte y la desaparición del collar.

—¿Lo hallasteis acaso? —preguntó el señor de Crosne casi burlón.

—No —dijo gravemente el conde—. Pero si no he hallado el collar al menos sé que la señora de La Motte vivía en la calle de Saint-Claude.

—Frente a vuestra casa, caballero; también yo lo sabía —dijo el magistrado.

—Entonces si sabíais lo que hacía la señora de La Motte, no hablemos más del asunto.

—Al contrario —replicó el señor de Crosne con aire indiferente—, hablemos.

—Lo único gracioso de la cuestión era lo relativo a la pequeña Olive —dijo Cagliostro—; pero puesto que sabéis todo lo de la señora de la Motte, no tengo nada que enseñaros.

Al oír el nombre de Olive, el señor de Crosne se estremeció.

—¿Qué habláis de Olive? —preguntó—. ¿Quién es Olive?

—¿No lo sabéis? ¡Ahí caballero, es una curiosidad que me sorprendería mucho tener que contárosla! Imaginaos una joven muy bonita, un talle…, ojos azules, rostro de óvalo perfecto; una belleza, en fin, que recuerda un poco a la de Su Majestad la reina.

—¡Ah! —dijo el señor de Crosne—. ¿Y bien?

—Y bien: esta joven vivía mal, lo que me apenaba; en otro tiempo había sido sirvienta de un viejo amigo mío, el señor de Taverney…

—¿El barón que falleció hace unos días?

—Precisamente. Ella había pertenecido a un sabio, a quien no conocéis, señor jefe de policía, y que… Pero veo que voy por otro lado y os empiezo a molestar.

—Al contrario, caballero, os ruego que continuéis. ¿Decíais que esta… Olive?…

—Vivía mal. Sufría casi miseria, con cierto pícaro que era su querido, su amante para robarle y pegarle, uno de los bribones más conocidos de vuestros agentes, un ladrón del que posiblemente no habéis oído hablar…

—¿Cierto Beausire, tal vez? —dijo el magistrado, feliz por parecer bien informado.

—¡Ah, le conocéis! ¡Es sorprendente! —comentó Cagliostro con admiración—. Muy bien, caballero, sois pues, más adivino que yo. Un día en que este Beausire había robado y golpeado a la joven más que de ordinario, ella vino a refugiarse a mi lado y a pedirme protección. Como soy bueno, le concedí el derecho a esconderse en no sé qué rincón del pabellón de uno de mis palacios…

—¡En vuestra casa!… —exclamó el magistrado sorprendido.

—Naturalmente —replicó Cagliostro fingiendo asombrarse a su vez—. ¿Por qué no podía yo darle refugio en mi casa, siendo soltero?

Y se puso a reír con tan sabía desenvoltura, que el señor de Crosne cayó en la trampa.

—¡En vuestra casa! —dijo—. ¡Por eso mis agentes hubieron de buscar tanto para encontrarla!

—¡Cómo! —sorprendióse Cagliostro—. ¿Se buscaba a esa pequeña? ¿Acaso había hecho algo que yo no supiese?…

—No, no, caballero; os requiero para que prosigáis.

—¡Oh Dios mío! Ya he acabado. La alojaba en mi casa. Esto es todo.

—No, no, señor conde, esto no es todo, puesto que vos parecíais asociar hace poco el nombre de Olive al de la señora de La Motte.

—Cierto. Con motivo de la vecindad —dijo Cagliostro.

—Y de algo más, señor conde… ¿No me habíais dicho que la señora de La Motte y la señorita Olive eran vecinas?

—Esta es otra cosa que no vale la pena contar. No es lógico importunar al primer magistrado del reino con el relato de estas puerilidades de rentista ocioso.

—Me interesáis, caballero, porque esta Olive que decís haber alojado en vuestra casa, la he hallado en provincias.

—¡La habéis hallado!…

—Junto con el señor de Beausire…

—¡Ah! ¡Ya lo suponía! —exclamó Cagliostro—. ¿Estaba con Beausire? ¡Muy bien! Debo entonces una reparación a la señora de La Motte.

—¿Qué queréis decir?

—Digo, caballero, que después de haber sospechado por un momento de la señora de La Motte, declaro haberme equivocado totalmente.

—¿Sospechado? ¿De qué?

—¡Buen Dios! ¿Escucháis pacientemente todos los cuentos de las comadres? Sabed, pues, que cuando yo creía poder corregir a Olive, encaminarla hacia la honradez y el trabajo —yo me ocupo en obras morales, caballero— alguien vino y la raptó.

—¿La raptaron? ¿De vuestra casa?

—De mi casa.

—¡Es extraño!

—¿Verdad? Yo hubiera apostado que era la señora de La Motte. Para que veáis lo que son los juicios apresurados …

El señor de Crosne se acercó a Cagliostro.

—Os ruego que preciséis —dijo.

—Caballero, actualmente, sabiendo que tenéis a Olive con Beausire, nada puede hacerme pensar en la señora de La Motte: ni sus asiduidades, ni sus connivencias, ni su correspondencia con la joven.

—¿Con Olive?

—Naturalmente.

—¿La señora de La Motte y Olive se entendían?

—Perfectamente.

—¿Y se veían?

—La señora de La Motte había hallado el medio de poder salir todas las noches con Olive.

—¡Todas las noches! ¿Estáis seguro?

—Todo lo seguro que puede estar un hombre que ha visto y oído.

—¡Caballero, me decís cosas que llegaría a pagar a mil libras por palabra! ¡Es una dicha que os dediquéis a fabricar oro!

—Ya no lo hago, señor; me resultaba demasiado caro.

—¿Sois amigo del señor de Rohan?

—Tal creo.

—Debéis estar enterado hasta qué punto esa intrigante que es la señora de La Motte interviene en este escandaloso asunto.

—No; quiero ignorarlo.

—Pero sabéis tal vez, las consecuencias de los paseos dados por Olive y la señora de La Motte, ¿no es así?

—Caballero, hay cosas que el hombre prudente debe tratar siempre de ignorar —repuso sentenciosamente Cagliostro.

—Yo no voy a tener más que el honor de pediros una cosa —replicó vivamente el señor de Crosne—. ¿Poseéis pruebas de que la señora de La Motte mantenía correspondencia con Olive?

—Cien.

—¿Cuáles?

—Esquelas que la señora de La Motte lanzaba a la habitación de aquella con una ballesta que se hallará sin duda en su alojamiento. Muchas de estas esquelas, envolviendo trozos de plomo, no llegaban a su destino. Caían en la calle y mis criados o yo las recogíamos.

—¿Las facilitaréis a la justicia?

—Son de una inocencia tal que no tendré el menor escrúpulo en entregarlas. Espero no merecer por ello el menor reproche de la señora de La Motte.

—¿Y… las pruebas de connivencia y las citas?

—Mil.

—Una sola.

—La mejor. Parece que la señora de La Motte había hallado el medio de penetrar en mi casa para ver a Olive, porque yo mismo la vi el día en que desapareció la joven.

—¿El mismo día?

—Mis criados la vieron como yo. —¿Y qué iba a hacer si Olive había desaparecido?…

—Eso me pregunté yo en seguida, pero no hallé respuesta. Vi a la señora de La Motte bajar de un carruaje de posta que esperaba en la calle de Roi-Doré. Mis criados habían observado este carruaje desde un rato antes y confieso que atribuí a la señora de La Motte el propósito de llevarse a Olive.

—¿La dejasteis obrar?

—¿Por qué no? La señora de La Motte es una dama caritativa, favorecida por la suerte. Se la recibe en la corte. ¿Por qué tenía que impedirle que me desembarazase de Olive? Hubiera hecho mal, puesto que otro se la llevó para perderla de nuevo.

—¿Así pues —dijo el señor de Crosne meditando profundamente—, la señorita Olive estaba alojada en vuestra casa?

—En efecto, caballero.

—¿De manera que la señorita Olive y la señora de La Motte se conocían, veíanse y salían juntas?

—Ciertamente.

—¿La señora de La Motte fue vista por vos el día que se llevaron a Olive?

—Sí, señor.

—¿Pensasteis que la condesa quería atraerse a la joven?

—¿Cómo podía pensarse otra cosa?

—¿Y qué dijo la señora de La Motte cuando no encontró a Olive en vuestra casa?

—Me pareció muy turbada.

—¿Suponéis que fue Beausire el que la raptó?

—Lo supongo únicamente, ya que vos me decís que la raptaron, porque si no, no sospecharía tal cosa. Este hombre no conocía la residencia de Olive. ¿Quién pudo decírsela?

—La propia Olive.

—No lo creo, porque en lugar de hacerse raptar por él de mi casa, habría huido y podéis creer que él no hubiera entrado si la señora de La Motte no le hubiera facilitado una llave.

—¿Tenía, pues, una llave?

—Sin duda.

—¿Qué día la raptaron? —preguntó el señor de Crosne, que acababa de ver claro en aquel momento en virtud de la luz tan hábilmente aportada por Cagliostro.

—Sobre esto no puedo equivocarme; era la víspera de San Luis.

—¡Eso es! —exclamó el jefe de policía—. ¡Eso es! Caballero, acabáis de prestar un gran servicio al Estado.

—Lo celebro mucho, señor de Crosne.

—Se os agradecerá como es debido.

—En primer lugar, por mi conciencia —dijo el conde.

El señor de Crosne saludó.

—¿Puedo contar con que aportaréis las pruebas de que hablabais? —interrogó.

—En todo estoy a entera disposición de la justicia.

—Bien, caballero, os tomo la palabra; hasta la vista.

Y despidió a Cagliostro, que iba diciéndose cuando salía:

«Ah, condesa. ¡Víbora! Quisiste acusarme; pero me parece que has mordido en la lima. ¡Cuidado con tus dientes!».