Capítulo LXXXIX

Puede imaginarse el efecto que produjo esta captura al señor de Crosne.

Los agentes no recibieron probablemente el millón que esperaban, pero hay que pensar que debieron quedar satisfechos.

Por lo que respecta al jefe de policía, se dirigió a Versalles en una carroza tras la cual seguía otra herméticamente cerrada con cadenas.

Era al día siguiente a aquel en que Positivo y su amigo le habían entregado a Nicolasa.

El señor de Crosne hizo entrar las dos carrozas en el Trianón, descendió de la que ocupaba él y dejó la otra bajo la custodia de su primer empleado, y se hizo anunciar a la reina, a la que, de antemano, pidiera audiencia.

María Antonieta accedió inmediatamente a la petición del funcionario y se fue por la mañana a su casa favorita, poco acompañada, para el caso de que fuese necesario el secreto.

En cuanto apareció ante ella, con cara radiante, el señor de Crosne, juzgó que las noticias debían ser buenas.

Una alegría repentina, la primera desde hacía treinta días mortales, agitó su corazón herido por tantas emociones lacerantes.

El magistrado, después de haberle besado la mano, le dijo:

—Majestad, ¿tenéis en el Trianón una sala en la que, sin ser vista, podáis mirar lo que pasa?

—Tengo la biblioteca —respondió la reina—; tras los armarios hice construir unas mirillas en el cuarto de la merienda y algunas veces, mientras comíamos, me divertía, con la señora de Lamballe o con la señorita de Taverney, cuando la tenía, en contemplar los cómicos guiños del abate Vermond en trance de leer algún panfleto referente a su persona.

—Muy bien, señora. Ahora tengo abajo una carroza que quisiera hacer entrar en el palacio sin que lo que transporta fuera visto por nadie, a no ser por Vuestra Majestad.

—Nada más sencillo —replicó la reina—. ¿Dónde está esa carroza?

—En el primer patio, Majestad.

La reina llamó y un servidor vino a recibir sus órdenes.

—Haced entrar en el vestíbulo la carroza que el señor de Crosne os designará y cerrad las puertas de manera que quede a oscuras y que nadie vea antes que yo lo qué el jefe de policía me trae en ella.

La orden fue ejecutada fielmente.

—Ahora, señora —dijo el señor de Crosne—, venid conmigo al salón de la merienda y dad orden de que dejen entrar a mi empleado, con lo que traiga, en la biblioteca.

Diez minutos después la reina espiaba, impaciente, tras de los estantes. Vio entrar en la biblioteca una forma cubierta por un velo que levantó el empleado. Apenas la reina reconoció a aquella persona lanzó un grito de espanto. Era Olive, vestida con uno de los trajes preferidos por María Antonieta.

La reina creyó verse en un espejo y devoró con los ojos esta aparición.

—¿Qué opina Vuestra Majestad de este parecido? —preguntó con gesto triunfante el señor de Crosne al ver el efecto que había producido.

—Digo…, digo…, caballero —balbuceó la reina aturdida—. ¡Ah! Olivier, ¿por qué no estaréis aquí?

—¿Qué desea Vuestra Majestad?

—Nada, caballero, nada, sino que el rey sepa bien…

—Y que vea el señor de Provenza, ¿verdad, señora?

—¡Gracias, señor de Crosne, gracias! ¿Pero qué se le hará a esta mujer?

—¿Es esta mujer a la que se le atribuye todo lo ocurrido? —preguntó a su vez el señor de Crosne.

—Vos tendréis ya todos los hilos del complot.

—Casi, señora.

—¿Y el señor de Rohan?

—El señor de Rohan no sabe nada todavía.

—¡Oh! —dijo la reina ocultando la cabeza entre sus manos—. Me estoy dando cuenta de que en esta mujer estriba todo el error del cardenal.

—Conforme, señora; pero si en el señor de Rohan es un error, tiene que ser un crimen en otra persona.

—Buscad bien, caballero; tenéis el honor de la casa de Francia entre las manos.

—Confiad, señora, que está en buen lugar —respondió el señor de Crosne.

—¿Y el proceso?

—Prosigue su trámite. Todos niegan; pero espero un momento oportuno para presentar este elemento de prueba que se halla en la biblioteca.

—¿Y la señora de La Motte?

—No sabe que hallé a esta joven y acusa al señor de Cagliostro de haber sugestionado al cardenal hasta hacerle perder la razón.

—¿Qué dice a eso él señor de Cagliostro?

—El señor de Cagliostro, al que he hecho preguntar, me ha prometido visitarme esta misma mañana.

—Es un hombre peligroso.

—Será un hombre útil. Picado por una víbora como la señora de La Motte, absorberá el veneno y nos proporcionará el contraveneno.

—¿Esperáis revelaciones suyas?

—Estoy seguro de ello.

—¿Qué queréis decir, caballero? Contadme todo lo que pueda tranquilizarme.

—He aquí mis razones, señora; la condesa de La Motte vivía en la calle de Saint-Claude.

—Lo sé, lo sé —dijo la reina sonrojándose.

—Sí; Vuestra Majestad le hizo el honor de ser caritativa con ella.

—Y ella me lo ha pagado bien, ¿no es eso?… Continuad…

—Y el señor de Cagliostro, precisamente, frente a su casa.

—¿Suponéis?…

—Que si existe un secreto de cualquiera de estos dos vecinos, no lo es para el otro… Pero perdón, Majestad. Es la hora de la cita con el señor de Cagliostro, en París, y por nada del mundo querría perderme estas explicaciones…

—Id, caballero, y recibid una vez más la seguridad de mi agradecimiento.

Cuando partió el señor de Crosne la reina exclamó sollozando:

—He aquí una justificación que empieza. Voy a leer mi triunfo en todos los rostros. ¡Pero el del único amigo al que desearía probar que soy inocente, no lo veré!

Mientras tanto el señor de Crosne volaba hacia París y entraba en su residencia, donde esperaba al señor de Cagliostro.

Este sabía todo desde la víspera. Había ido a casa de Beausire, cuyo refugio conocía, para incitarle a que dejase Francia, cuando en la carretera, entre dos agentes, le vio en la calesa. Olive estaba oculta en el fondo, avergonzada y llorosa.

Beausire vio al conde que cruzaba en la posta y le reconoció. La idea de que el misterioso influyente señor le fuera de alguna utilidad, cambió su modo de pensar en lo relativo a la actitud a adoptar.

Renovó a los agentes la propuesta que les había hecho para una evasión. Estos aceptaron cien luises que él tenía y le dejaron a pesar de los lloros de Nicolasa.

Mientras tanto, Beausire, abrazando a su querida, le decía al oído:

—Espera; voy a tratar de salvarte.

Y empezó a recorrer rápidamente la carretera en el sentido que seguía Cagliostro. Este se había detenido. No tenía necesidad de ir en busca de Beausire si este volvía.

Esperólo, pues, durante media hora en el recodo del camino y pronto vio llegar pálido, sofocado, medio muerto, al desgraciado amante de Olive.

Beausire, al ver la carroza detenida, lanzó un grito de alegría.

—¿Qué ocurre, hijo mío? —preguntó el conde ayudándole a subir.

Contóle el infeliz toda la lamentable historia.

—Está perdida —comentó.

—¿Qué queréis decir? —exclamó Beausire.

Cagliostro le contó lo que él no sabía, la intriga de la calle de Saint-Claude y la de Versalles.

Beausire se desesperó.

—Salvadla, salvadla —dijo cayendo de rodillas en la carroza—, y os la daré si es que todavía la amáis.

—Amigo mío —replicó Cagliostro—, estáis en un error; yo no he amado nunca a la señorita Olive. No me guiaba otro fin que el de sustraerla a la vida de corrupción que vos le hacíais compartir.

—Pero… —dijo Beausire sorprendido.

—¿Esto os asombra? Debéis saber que yo soy uno de los síndicos de una sociedad de reforma moral que tiene por objeto arrancar del vicio a todo aquel que ofrece posibilidades de regeneración. Yo hubiese curado a Olive apartándola de vuestro lado; he aquí por qué la saqué de vuestra compañía. ¡Que ella os diga si jamás oyó de mis labios una galantería!

—Razón de más, caballero; ¡salvadla, salvadla!

—Voy a intentarlo, pero esto depende de vos, Beausire.

—Pedidme la vida.

—No os pediré tanto. Volved a París conmigo y si seguís punto por punto mis instrucciones, tal vez salvaremos a vuestra querida. No pongo más que una condición.

—¿Cuál, caballero?

—Os la diré en mi casa de París.

—¡La acepto de antemano, pero quiero volverla a ver!

—He aquí, precisamente, en lo que estoy pensando; antes de dos horas la volveréis a ver.

—¿Y podré abrazarla?

—Creo que sí; mejor dicho, le diréis lo que os voy a decir yo.

Cagliostro tomó con Beausire el camino de retorno hacia París.

Dos horas después, era ya de noche, se habían unido a la calesa.

Y una hora más tarde, Beausire compraba por cincuenta luises, a los agentes, el derecho de abrazar a Nicolasa, pudiendo deslizar así en su oído las recomendaciones del conde.

Los agentes admiraban este amor apasionado y se prometían ya cincuenta luises en cada parada.

Pero Beausire no volvió a aparecer más y la carroza de Cagliostro le llevó rápidamente hacia París, donde se preparaban tantos acontecimientos.

Era necesario hacerle saber al lector todo esto antes de relatarle la entrevista entre el señor de Cagliostro y el señor de Crosne. Ahora podemos introducirle en el gabinete del jefe de policía.