Capítulo LXXXVIII

Al entrar por la puerta del patio, Beausire lo hacía guiado por una idea: quería hacer bastante ruido para prevenir a Olive con objeto de que estuviese sobre aviso. Sin saber nada del asunto del collar, sabía lo suficiente en lo que se refería al asunto del baile de la Ópera y el de la cubeta de Mesmer como para temer que Olive apareciese ante los desconocidos. Obraba razonablemente, porque era joven que leía novelas frívolas en el sofá del saloncito, oyó ladrar a los perros, miró al patio y vio a Beausire acompañado, lo que impidió que saliese a recibirle como siempre.

Desgraciadamente los dos tórtolos no estaban fuera del alcance de las garras de los gavilanes.

Fue necesario disponer la comida y un criado torpe —los habitantes del campo no son precisamente linces para estos casos— preguntó dos o tres veces si era necesario consultar con la señora.

Estas palabras hicieron aguzar el oído a los sabuesos. Se burlaron agradablemente de Beausire a propósito de esa dama escondida.

Beausire dejó que se burlasen de él, pero no mostró a Olive.

Sirvióse una abundante comida a la que hicieron honor los dos agentes. Se bebió mucho y se brindó a menudo por la salud de la dama ausente.

A los postres, las cabezas estaban trastornadas. Los señores de la policía encaminaron hábilmente la conversación a propósito del placer que causa a las personas de buen corazón hallar antiguos conocidos.

Beausire entonces, al tiempo que destapaba una botella de licor, preguntó a los dos desconocidos en qué ocasión y lugar se habían encontrado.

—Nosotros somos amigos de uno de vuestros asociados, desde un pequeño asunto en que intervinisteis junto con otros: el asunto de la embajada de Portugal.

Beausire palideció.

—¡Ah! ¿De veras? —dijo temblando en su apuro—. ¿Y venís a preguntarme por vuestro amigo?…

—Realmente, es una idea —respondió el agente a su compañero—. Pedir una restitución en nombre de un amigo ausente, es una cosa moral.

—Además esto permite hacer reserva sobre todo lo otro —contestó el amigo del moralista con una sonrisa agridulce que hizo estremecer a Beausire.

—¿De manera?… —aventuró.

—De manera, querido señor Beausire, que obraríais en forma agradable devolviendo a uno de nosotros la parte de nuestro amigo. Unas diez mil libras, según creo.

—A lo menos, porque ya no hablamos de los intereses —dijo el sabueso más práctico.

—Caballero —contestó Beausire atontado por la firmeza de la petición—, no se tienen diez mil libras en casa, cuando se vive en el campo.

—Se comprende, querido señor y nosotros no pedimos cosas imposibles. ¿Cuánto podéis darnos en seguida?

—Unos cincuenta o sesenta luises; no tengo más.

—Empezaremos por hacernos cargo de ellos y desde ahora agradecemos vuestra cortesía.

«¡Ah», —pensó Beausire encantado de verles tan acomodaticios—, «son de fácil arreglo! ¿Tendrán miedo de mí como yo lo tengo de ellos? Probemos».

Se puso a reflexionar que levantando la voz aquellos hombres no harían otra cosa que declararse cómplices suyos lo que, a los ojos de las autoridades de la provincia, sería una mala recomendación. Llegó a la conclusión de que se darían por satisfechos y guardarían silencio absoluto. En su imprudente confianza arrepintióse de no haberles ofrecido treinta luises en lugar de sesenta; pero, adoptó la decisión de desembarazarse de ellos una vez se los hubiese dado.

No contaba, sin embargo, con los huéspedes; estos se encontraban bien en su casa; gozaban de la plácida alegría que proporciona una buena digestión, y se conducían como buenas personas porque lo contrario les hubiera causado molestia.

—Este Beausire es un amigo encantador —dijo Positivo a su compañero—. Los sesenta luises que nos da son de aprovechar.

—Os los voy a dar en seguida —exclamó el anfitrión, asustado al notar las burlonas familiaridades de sus invitados.

—No os apresuréis —le dijeron.

—Sí, así tendré la conciencia tranquila después de haber pagado. Se tiene o no se tiene delicadeza.

E intentó dejarlos para ir a buscar el dinero.

Pero aquellos hombres tenían costumbres de alguacil, hábitos arraigados que difícilmente se pierden una vez adquiridos. Teniendo a su presa, no se sabían separar ya de ella, de la misma manera que el buen perro de caza no abandona la perdiz herida hasta ponerla en manos del cazador.

Por eso, los dos, se quedaron tan aturdidos, que, con una simultaneidad admirable pusiéronse a gritar:

—¡Señor Beausire! ¡Querido señor Beausire!

Y le detuvieron, asiéndole por los faldones de su vestido de paño verde.

—¿Qué ocurre? —preguntó Beausire.

—No nos dejéis, por favor —dijeron ambos obligándole galantemente a sentarse de nuevo.

—¿Pero cómo queréis que os dé el dinero si no subo a buscarlo?

—Ya os acompañaremos —respondió Positivo con amenazadora tranquilidad.

—Es que está en la habitación de mi mujer —objetó Beausire.

Mas esta palabra que él consideraba como un medio de cortar todo altercado fue para los esbirros la chispa que encendió la pólvora.

—¡Ah! —gritó uno de los agentes—. ¿Por qué ocultáis a vuestra mujer?

—¿Acaso nosotros no somos presentables? —apoyó el otro.

—Si supieseis lo que hemos hecho por vos, os portaríais más honradamente —prosiguió el primero.

—Y nos daríais todo lo que os pedimos —agregó temerariamente el segundo.

—¡Cómo! ¡Me parece que levantáis mucho la voz, caballeros! —dijo Beausire.

—Queremos ver a tu mujer —contestó Positivo.

—Y yo os declaro que os echaré fuera —gritó Beausire, que se sentía fuerte bajo los efectos de la bebida.

Le contestaron con una carcajada que debió cohibirle. Mas no hizo caso y se obstinó.

—Ahora no tendréis ni siquiera el dinero que os prometí. Marchaos.

Ellos se pusieron a reír más estrepitosamente que antes.

Beausire, temblando y colérico, dijo con voz ahogada:

—Bien sé lo que queréis: armar alboroto y hablar; pero si lo hacéis os perderéis como yo.

Continuaron riendo entre ellos; la broma les parecía excelente. Esta fue su sola respuesta. Beausire creyó que les iba a espantar con un golpe de audacia y corrió hacia la escalera, no como un hombre que se dirige a buscar dinero, sino como quien va en busca de un arma. Los esbirros se levantaron de la mesa y lo sujetaron con sus largas manos.

Este empezó a gritar. En aquel momento se abrió una puerta de las habitaciones del primer piso y apareció una mujer, al ver la cual los hombres dejaron a Beausire y lanzaron un grito que era de alegría, de triunfo.

Acababan de reconocer a la que tanto se parecía a la reina de Francia.

Beausire, que les creyó por un momento desarmados por la aparición de una mujer, se vio muy pronto cruelmente desilusionado.

Acercóse Positivo a la señorita Olive y con tono muy cortés, teniendo en cuenta el parecido, le dijo:

—¡Hola, hola! ¡Os arresto en nombre de la ley!

—¡Arrestarla! —gritó Beausire—. ¿Por qué?

—Porque el señor de Crosne nos ha dado la orden de hacerlo así —dijo el otro agente— y como pertenecemos al servicio del señor de Crosne…

Un rayo, cayendo entre los dos amantes, no les hubiera espantado más que esta declaración.

—He aquí a lo que conduce el no haber sido gentil —dijo Positivo a Beausire.

El agente no procedía con lógica y su compañero se lo hizo observar diciéndole:

—Dices mal, Legrigneux, porque si Beausire se hubiera mostrado gentil nos habría presentado a la señora y de todas maneras la hubiéramos detenido.

Beausire tenía su ardorosa cabeza entre las manos. No se daba cuenta ni de que sus dos criados, hombre y mujer, contemplaban desde el final de la escalera la extraña escena que tenía lugar en mitad de ella.

Tuvo una idea que le hizo sonreír y le despejó rápidamente.

—¿Vinisteis para arrestarme a mí? —preguntó a los agentes.

—No, fue obra de la casualidad —respondiéronle ingenuamente.

—No importa; podíais arrestarme y por sesenta luises me dejabais libre.

—¡Oh, no! Nuestra intención era pedir sesenta más.

—Y no tenemos más que una sola palabra —agregó el otro—; de manera que, por ciento veinte luises os dejaremos libre.

—¿Y la señora? —dijo Beausire.

—¡Oh! La señora es diferente —replicó Positivo.

—La señora vale doscientos luises, ¿no es cierto? —insinuó Beausire.

Los agentes comenzaron de nuevo aquella risa terrible, comprensible ahora para Beausire.

—¡Trescientos!… —dijo—; cuatrocientos…, mil luises. Pero dejadla libre.

Los ojos de Beausire brillaban mientras hablaba.

—¿No me respondéis? Vosotros sabéis que tengo dinero y me queréis hacer pagar. Os daré mil luises, cuarenta, mil libras, pero dejadla libre.

—¿Quieres, pues, mucho a esta mujer? —preguntó Positivo.

Fue a su vez Beausire quien rio; esa espantosa risa irónica pintaba muy bien su amor desesperado. Los dos esbirros tuvieron miedo y decidieron evitar que estallase la desesperación que se leía en los angustiados ojos del amante de Nicolasa.

Tomaron dos pistolas de sus bolsillos y apuntándole, le dijeron:

—Por cien mil escudos no te devolveríamos esta mujer. El señor de Rohan nos dará quinientas mil libras y la reina un millón.

Beausire levantó los ojos al cielo con una expresión que hubiera enternecido a cualquier fiera que no hubiera sido un esbirro.

—Vamos —dijo Positivo—. Debéis tener por aquí algún carruaje. Haced que enganchen para la señora; bien le debéis esta atención.

—Y como somos buenos diablos, no abusaremos —dijo el otro—. Vos nos acompañaréis, cumpliendo las fórmulas; cuando estemos en la carretera, volveremos la cabeza y vos saltaréis sin que reparemos en ello hasta qué tengáis mil pasos de ventaja. ¿No os parece bien?

Beausire se limitó a responder:

—Donde ella vaya iré yo. No la abandonaré jamás en esta vida.

—¡Oh! Ni en la otra —dijo Olive helada por el terror.

—Tanto mejor, entonces —interrumpió Positivo—; cuantos más presos llevamos al señor de Crosne, más nos reímos.

Un cuarto de hora después, el carruaje de Beausire salía de la casa llevando a los cuatro personajes.