Es hora ya de que volvamos a los personajes de nuestro relato que la necesidad y la intriga, más que la verdad histórica, han relegado al segundo plano.
Olive se preparaba a huir, mediante los preparativos de Juana, cuando Beausire, advertido por un aviso anónimo, jadeante por el encuentro de Nicolasa entre cuyos brazos se encontró, se la llevaba de la casa de Cagliostro mientras que el señor Reteau de Villette esperaba en vano al final de la calle Roi-Doré.
Para hallar a los dos amantes, que el señor de Crosne tenía tanto interés en descubrir, la señora de La Motte, que se sentía engañada, puso en campaña a todos sus confidentes.
Ella prefería, y se explica, cuidar por sí misma su secreto que dejarlo en manos de terceras personas, y para el buen éxito del negocio que preparaba le era indispensable que Nicolasa no fuera hallada.
Sería imposible describir las angustias que sufrió cuando los emisarios, al volver, le anunciaron que sus averiguaciones habían resultado inútiles.
En aquel momento recibía, una tras otra, numerosas órdenes de la reina en el sentido de que compareciera ante ella para responder de su conducta a propósito del collar.
De noche, tapada, partió para Bar-sur-Aube, donde tenía un apeadero y a donde llegó por atajos, sin ser reconocida.
Podía ganar así dos o tres días y adquiría tiempo y fuerza, para apuntalar con una sólida energía interior, el edificio de sus calumnias.
Dos días de soledad para esta alma profunda, significarían una lucha al final de la cual resultarían domados el cuerpo y el espíritu y no se sublevaría la conciencia obediente, instrumento peligroso para el culpable.
La reina y el rey, que la hacían buscar, no supieron que estaba en Bar-sur-Aube sino en el momento en que estaba ya preparada para hacer la guerra. Enviaron un mensajero para conducirla.
Fue entonces cuando se enteró del arresto del cardenal.
Pero no se sintió afectada por ello. Asociándolo al escándalo que ofreciera María Antonieta, pensó fríamente:
«La reina ha quemado sus buques; imposible por ahora volver atrás. Al negarse a transigir con el cardenal y pagar a los joyeros, se arriesga a todo. Esto prueba que no cuenta conmigo y no sospecha las fuerzas de que dispongo».
He aquí las piezas de que estaba formada la armadura que llevaba Juana cuando un hombre, que tanto parecía soldado como mensajero, se presentó de pronto ante ella anunciándole que tenía órdenes de conducirla a la corte.
El mensajero encargado de llevarla a la corte quería conducirla directamente a la presencia del rey, pero Juana, con la habilidad que le era propia, dijo:
—Caballero, vos amáis a vuestra reina, ¿no es cierto?
—¿Lo dudáis, señora condesa? —contestó el enviado.
—Pues bien, en nombre de este amor leal y del respeto que tenéis por la soberana, os conjuro para que, ante todo, me llevéis a su presencia.
El mensajero quiso hacer objeciones. Mas ella insistió:
—Debéis saber mejor que yo de lo que se trata. Por esto comprenderéis que una entrevista secreta de la reina conmigo es indispensable.
El mensajero, que estaba saturado de los rumores calumniosos que apestaban el aire de Versalles desde hacía algunos meses, creyó realmente prestar un servicio a la reina acompañando a la señora La Motte cerca de ella antes de hacerla comparecer ante el rey.
Puede imaginarse la altivez, el orgullo, el aspecto altanero de la reina puesta en presencia de este demonio al que no conocía aún, pero del que sospechaba su pérfida influencia en sus asuntos.
El supremo desdén, la cólera mal contenida, el odio de mujer a mujer, el sentimiento de una incomparable superioridad, he aquí las armas de las adversarias. La reina empezó por hacer entrar, como testigos, a dos de sus damas. Cuando la señora de La Motte vio a las dos damas, se dijo:
«¡Bueno! He aquí a dos testigos a los que despedirá pronto».
—¡Al fin os vemos, señora! —exclamó la reina.
Juana se inclinó por segunda vez.
—¿Os ocultabais, pues?
—¡Ocultarme! No, señora —contestó Juana con voz dulce y apenas timbrada—; no me ocultaba. Si me hubiera ocultado, no me hubieran hallado.
—¡Sin embargo huisteis! Llamemos a esto como queráis.
—Dejé París, señora. Eso es todo.
—¿Sin mi permiso?
—Temía que Vuestra Majestad no me concediese las pequeñas vacaciones que yo necesitaba para arreglar mis asuntos en Bar-sur-Aube, donde me hallaba desde hacía seis días, cuando me vinieron a buscar por orden de Vuestra Majestad. Por otra parte, es preciso decirlo, no creía seros tan necesaria para verme obligada a avisaros por una ausencia de ocho días.
—¡Ah! Tenéis razón, señora. ¿Por qué temíais que os negase un permiso? ¿Qué vacaciones teníais que pedirme? ¿Y cuál era la licencia que tenía que concederos? ¿Ocupáis acaso algún cargo aquí?
Advirtiendo el desprecio de esas palabras, Juana, herida, repuso humildemente:
—Señora, yo no tengo cargo en la corte, es verdad, pero Vuestra Majestad me honraba con una confianza tan preciosa, que me sentía ligada a ella por el agradecimiento, más que otras por el deber.
Juana había buscado durante mucho tiempo y halló la palabra confianza que recalcó ostensiblemente.
—Sobre esa confianza —contestó la reina aumentando más el desprecio exteriorizado en el primer apostrofe— vamos a pasar cuentas. ¿Visteis al rey?
—No, señora.
—Le vais a ver.
Juana saludó de nuevo y dijo:
—Será un gran honor para mí.
La reina trató de tranquilizarse para poder hacer las preguntas con ventaja.
Juana aprovechó este intervalo para decir:
—¡Pero, Dios mío, señora, qué severa se muestra Vuestra Majestad conmigo! Estoy temblando.
—No hemos llegado al fin todavía —dijo bruscamente la reina—. ¿Sabéis que el señor de Rohan está en la Bastilla?
—Eso me han dicho, señora.
—Y adivináis por qué, ¿no es cierto?
Juana miró fijamente a la reina y volviéndose hacia las damas cuya presencia parecía molestarle, respondió:
—No lo sé, señora.
—Recordaréis, no obstante, que me hablasteis de un collar, ¿no es verdad?
—De un collar de diamantes, sí, señora.
—¿Y que, por encargo del cardenal, me propusisteis un arreglo para pagarlo?
—Es verdad, señora.
—¿Acepté este arreglo o me negué a él?
—Vuestra Majestad se negó.
—¡Ah! —exclamó la reina con una satisfacción mezclada de sorpresa.
—Inclusive Su Majestad entregó un anticipo de doscientas mil libras —añadió Juana.
—Bien… ¿y después? —Después, no pudiendo pagar Vuestra Majestad, porque el señor de Calonne le había negado el dinero, devolvió el estuche a los joyeros Boehmer y Bossange.
—¿Por conducto de quién?
—Por conducto mío.
—¿Y qué hicisteis vos?
—Yo —respondió Juana lentamente, porque sentía el peso de las palabras que iba a pronunciar— yo entregué los diamantes al cardenal.
—¡Al cardenal! —exclamó la reina—. ¿Y por qué, en lugar de entregarlo a los joyeros?
—Señora, porque estando interesado el señor de Rohan en este asunto, que complacía a Vuestra Majestad, le hubiese disgustado si no le hubiera dado ocasión para terminarlo por sí mismo.
—Pero ¿cómo obtuvisteis el recibo de los joyeros?
—Me lo envió el señor de Rohan.
—¿Y esa carta que según habéis dicho enviaba yo a los joyeros?
—El señor de Rohan me rogó que se la entregara.
—¡Entonces el que ha intervenido en todo es el señor de Rohan! —exclamó la reina.
—Ignoro lo que quiere decir Vuestra Majestad. No sé tampoco en qué ha intervenido el señor de Rohan —contestó con aire distraído la condesa.
—¡Digo que el recibo de los joyeros, entregado por vos a mí, es falso!
—¡Falso! —exclamó cándidamente Juana—. ¡Oh, señora!
—¡Digo que la pretendida carta de aceptación del collar que se supone firmada por mí, es falsa!
—¡Oh! —volvió a exclamar Juana, más asombrada, al parecer, que la primera vez.
—Digo, en fin —prosiguió la reina—, que seréis careada con el señor de Rohan para aclarar debidamente este asunto.
—¡Careada! —repitió Juana—. Pero Majestad, ¿qué necesidad hay de carearme con el cardenal?
—Él mismo lo ha pedido.
—¿Él?
—Os ha buscado por todas partes.
—Pero, señora, es imposible.
—Quería demostraros que le habíais engañado, según dijo.
—¡Oh! Si es por esto, soy yo quien pide el careo.
—Tendrá lugar, señora, estad segura de esto. ¿De manera que negáis saber dónde está el collar?
—¿Cómo puedo saberlo?
—¿Negáis haber ayudado al cardenal en ciertas intrigas?…
—Vuestra Majestad tiene el derecho de hacerme caer en desgracia, pero no le cabe el de ofenderme. Yo soy una Valois, señora.
—El señor cardenal ha sostenido ante el rey calumnias que yo espero tendrán una base sólida.
—No comprendo a qué puede referirse.
—El cardenal ha declarado haberme escrito.
Juana miró a la reina de frente y no contestó.
—¿Me oís? —interrogó la reina.
—Oigo, sí, Majestad.
—¿Y qué tenéis que responder?
—Responderé cuando se me caree con el señor cardenal.
—Si conocéis la verdad, ayudadnos.
—La verdad es, señora, que Vuestra Majestad me abruma sin motivo y me maltrata sin razón.
—Esto no es una respuesta.
—Aquí no puedo dar otra, señora.
Y Juana miró de nuevo a las dos damas.
La reina comprendió, pero no cedió. La curiosidad no se impuso sobre el respeto a sí misma. En las reticencias de Juana, en su actitud, humilde e insolente a la vez, percibía la seguridad de un secreto averiguado. Este secreto tal vez la reina hubiera podido adquirirlo por la dulzura.
Pero rechazó este medio como indigno de ella.
—El señor de Rohan ha sido encerrado en la Bastilla por haber querido hablar demasiado —dijo María Antonieta—; tened cuidado, señora, de que no os ocurra lo mismo por querer callar.
Juana se clavó las uñas en las manos, pero sonrió.
—A una conciencia pura, no le importa la persecución. ¿Acaso la Bastilla me hará confesar un crimen que no he cometido? —fue su respuesta.
La reina miró a Juana irritada.
—¿Hablaréis?
—No tengo que decir nada sino a vos, señora.
—¿A mí? ¿No estáis hablando conmigo acaso?
—No con vos sola.
—¡Ah! Deseáis hablar a puerta cerrada. Teméis el escándalo de la confesión pública después de haber herido con él escándalo de la sospecha pública.
Juana se irguió:
—No hablemos más —dijo—. Lo hacía por vos.
—¡Qué insolencia!
—Sufro respetuosamente las injurias de mi reina —rectificó Juana sin inmutarse.
—Esta noche dormiréis en la Bastilla, señora de La Motte.
—Conforme, señora. Pero antes de acostarme, según acostumbro, rogaré a Dios para que conserve el honor y la alegría a Vuestra Majestad —contestó la acusada.
La reina se levantó furiosa y pasó a la habitación próxima, golpeando las puertas con fuerza.
—¡Después de haber vencido al dragón —exclamó— aplastaré a la víbora!
«Conozco de memoria lo que piensa», —se dijo Juana—; «me parece que he ganado».