Capítulo LXXXV

El salón del palacio estaba situado en el primer cuerpo de la casa, en el piso bajo, y a la izquierda el tocador, con una salida hacia la escalera que conducía a las habitaciones de Andrea.

A la derecha, había otro salón más reducido por el cual se pasaba al grande.

Felipe llegó primero al tocador donde le esperaba su hermana.

Tan pronto como hubo abierto la doble puerta del tocador, Andrea se echó a su cuello y le abrazó con una alegría a la que no estaba acostumbrado, desde hacía mucho tiempo, este triste amante, este desgraciado hermano.

—¡Bondad del cielo! ¿Qué te pasa? —preguntó el joven a Andrea.

—¡Algo muy feliz, muy feliz, hermano mío!

—¿Y vuelves para anunciármelo?

—¡Vuelvo para siempre! —exclamó la joven transportada por la dicha.

—Más bajo, hermana mía, más bajo —rogó Felipe—. Hay alguien en el salón de al lado, alguien que puede oírte.

—¿Alguien? —inquirió Andrea—. ¿Quién?

—Escucha —contestó Felipe.

—¡El señor conde de Charny! —anunció el criado al introducir a Olivier en el salón grande a través del pequeño.

—¡Él, él! —exclamó Andrea redoblando las caricias a su hermano—. ¡Oh! Ya sé a qué viene aquí.

—¿Eh?

—Lo sé tan bien, que me estoy dando cuenta del desorden de mi tocado y como adivino que llegará el momento en que a mi vez tendré que entrar en el salón para oír yo misma lo que viene a decir el señor de Charny…

—¿Hablas, seriamente, querida Andrea?

—Escucha, escucha Felipe y déjame subir a mis habitaciones. La reina me ha traído algo deprisa y voy a cambiar mi vestido descuidado del convento por un vestido de… prometida.

Y pronunciada esta palabra que dijo en voz baja a Felipe, acompañándola con un beso de alegría, Andrea, ligera y arrebatada, desapareció por la escalera que conducía a sus habitaciones. Felipe quedó solo y acercó la cara a la puerta que comunicaba al tocador con el salón. Escuchó.

El conde de Charny había entrado. Recorría lentamente el vasto entarimado y más bien parecía meditar que esperar.

El señor de Taverney padre, entró a su vez y fue a saludar al conde con una cortesía rebuscada.

—¿A qué debo el honor de esta visita imprevista, señor conde? Creed que de todas formas me colma de alegría.

—He venido vestido de ceremonia, como veis y os ruego que me perdonéis si no me acompaña mi tío, el señor bailío de Suffren, como hubiera debido ser.

—¡Cómo! ¿Qué os excuse, mi querido señor de Charny? —balbuceó el barón.

—Esto era conveniente, bien lo sé, para la petición que me propongo haceros.

—¿Una petición?

—Tengo el honor —dijo Charny con voz emocionada— de pediros la mano de la señorita Andrea de Taverney, vuestra hija.

El barón sufrió un sobresalto en su sillón. Abrió los ojos centelleantes, que parecían querer devorar las palabras pronunciadas por el conde de Charny.

—¡Mi hija!… —murmuró—; ¿me pedís a Andrea en matrimonio?

—Sí, señor barón, a no ser que la señorita de Taverney oponga algún reparo a esta unión.

«¿Es tan grande ya el favor de Felipe, que uno de sus rivales quiere aprovecharse casándose con su hermana?», —pensaba el anciano—. «A fe mía, no está mal el paso, señor de Charny».

Y añadió en voz alta con una sonrisa:

—Esta elección es tan honorable para nuestra casa, señor conde, que por lo que a mí se refiere, consiento con alegría. Iré a avisar a mi hija.

—Caballero —dijo el conde con frialdad—, me parece que os tomáis un trabajo inútil. La reina ha tenido a bien consultar a la señorita de Taverney a este respecto y la respuesta de vuestra hija me ha sido favorable.

—¡Ah! —dijo el barón cada vez más maravillado—. ¡Es la reina!…

—Que se ha tomado la molestia de trasladarse a Saint-Denis, sí, caballero.

El barón se levantó.

—No me queda más que poneros en antecedentes, señor conde, de cuanto concierne a la situación de la señorita de Taverney. Tengo arriba los títulos de fortuna de su madre. No os casáis con una rica heredera, señor conde y antes de concretar nada…

—Es inútil, señor barón. Mi fortuna es suficiente para ambos y la señorita de Taverney no es una de esas mujeres que deban ser objeto de regateo. Pero esta cuestión que queréis tratar por vuestra cuenta, es indispensable que lo haga yo por la mía.

Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando se abrió la puerta del tocador y apareció Felipe pálido, descompuesto, con una mano en la casaca y la otra convulsivamente cerrada.

Charny saludó ceremoniosamente y recibió idéntico saludo.

—Caballero —dijo Felipe—, mi padre tenía razón cuando os proponía una conversación sobre el estado económico de la familia; ambos tenemos que daros varias explicaciones. En tanto que el señor barón va a sus habitaciones para buscar los papeles de que os hablaba, yo voy a tener que tratar con vos esta cuestión con más detalle.

Y Felipe, con una mirada de autoridad inexcusable, despidió al barón que salió a disgusto, previendo algún contratiempo.

Felipe acompañó al anciano hasta la puerta de salida del pequeño salón, y seguro de que no podía ser oído por nadie, dijo:

—Señor de Charny, ¿cómo se explica que os atreváis a pedir a mi hermana en matrimonio?

Olivier retrocedió, sonrojándose.

—¿Es —continuó Felipe— para ocultar mejor vuestros amores con esa mujer a la que perseguís y que os ama? ¿Es para que, al veros casado no se pueda decir que tenéis una querida?

—En verdad, caballero… —respondió Charny vacilante y aterrado.

—¿Es —añadió Felipe— porque, convertido en el esposo de una mujer que os acercará a vuestra querida a toda hora, tendréis más facilidad para ver a esa amante adorada?

—¡Caballero, os extralimitáis!

—¿Es tal vez, y creo más bien esto —prosiguió Felipe acercándose a Charny—, para que, convertido en vuestro cuñado, no revele lo que sé de vuestros amores pasados?

—¿Lo que vos sabéis? —exclamó Charny espantado—. ¡Tened cuidado!

—Sí —dijo Felipe animándose—; la casa del pabellón alquilada por vos, vuestros paseos misteriosos por el parque de Versalles…, la noche… vuestras manos enlazadas, vuestros suspiros y sobre todo el tierno cambio de miradas en la pequeña puerta del parque.

—¡Caballero, en nombre del Cielo, vos no sabéis nada, decid que no!…

—¡Yo no sé nada! —exclamó Felipe con sangrante ironía—. ¿Cómo no puedo saber nada, yo que estaba escondido en los zarzales detrás de los baños de Apolo, cuando salisteis dando el brazo a la reina?

Charny retrocedió espantado.

Felipe le miró con hosco silencio.

Le dejaba sufrir, le dejaba expiar mediante este sufrimiento pasajero las horas de inefables delicias que acababa de reprocharle.

Charny se irguió de su postración.

—Pues bien, caballero —dijo a Felipe—, inclusive después de lo que me acabáis de decir, os pido la mano de la señorita de Taverney. Si no fuese más que un cobarde calculador, como suponíais hace un momento, si me casase por mi conveniencia, sería tan miserable que tendría miedo del hombre que posee mi secreto y el de la reina. Pero es necesario que la reina sea salvada; es indispensable.

—¿Es que la reina está perdida —preguntó Felipe— porque el señor de Taverney la ha visto estrechar el brazo del señor de Charny y levantar al cielo los ojos brillantes de felicidad? ¿Es que la reina está perdida porque yo sé que os ama? ¡Oh! No es una razón para sacrificar a mi hermana. No lo permitiré yo.

—Caballero, ¿sabéis que la reina está perdida si ese matrimonio no se realiza? Esta misma mañana, mientras se arrestaba al señor de Rohan, el rey me ha sorprendido arrodillado ante la reina.

—¡Dios mío!

—Y la reina, interrogada por el rey, celoso, ha respondido que me arrodillaba para pedirle la mano de vuestra hermana. He aquí por qué, si no me caso con vuestra hermana, la reina está perdida. ¿Lo comprendéis ahora?

Un doble ruido —un grito y un gemido— cortó la frase de Olivier. Se había oído uno en el tocador y el otro en el pequeño salón.

Olivier corrió hacia donde se había oído el gemido; vio en el tocador a Andrea de Taverney, vestida de blanco como una prometida. Había estado escuchando y acababa de desvanecerse.

Felipe acudió a donde se había oído el grito, en el salón pequeño. Vio el cuerpo del barón de Taverney, al que esta revelación del amor de la reina por Charny había fulminado con la ruina de todas sus esperanzas.

El anciano, herido por una apoplejía fulminante, había exhalado su último suspiro.

La predicción de Cagliostro acababa de cumplirse.

Felipe, que lo comprendía todo, inclusive la vergüenza de esta muerte, abandonó silenciosamente el cadáver y volvió al salón, hacia Charny, que contemplaba temblando y sin atreverse a tocarla, a la joven, fría e inanimada.

Las dos puertas abiertas dejaban ver a los dos cuerpos, paralelamente, simétricamente colocados, por decirlo así, en el lugar donde les había herido la revelación.

Felipe, con los ojos enrojecidos y el corazón agitado, tuvo aún el valor de tomar la palabra para decir al señor de Charny:

—El señor barón de Taverney acaba de morir. Después de él, yo soy el jefe de la familia. Si la señorita de Taverney sobrevive, os la entrego en matrimonio.

Charny miró el cadáver del barón con horror y el cuerpo de Andrea con desesperación. Felipe, aterrorizado, se mesaba el cabello.

—Conde de Charny —dijo después de haber calmado la tormenta interior—, me comprometo en nombre de mi hermana que no me oye: ella devolverá su felicidad a una reina y yo quizás algún día seré lo bastante feliz para poderle dar mi vida. Adiós, señor de Charny.

Y saludando a Olivier, que no sabía cómo alejarse sin pasar por encima de una de las dos víctimas, Felipe levantó a Andrea, la estrechó en sus brazos y dio en esta forma paso al conde que desapareció por el tocador.