Mientras la reina decidía de la suerte de la señorita de Taverney en Saint-Denis, Felipe, con el corazón destrozado por todo lo que había sabido y por todo lo que acababa de descubrir, apresuraba los preparativos de la partida.
Felipe tenía motivos más poderosos que ningún otro para alejarse de Versalles rápidamente; no quería ser testigo del deshonor probable e inminente de la reina, su única pasión.
Se le vio por eso más decidido que nunca, hacer ensillar sus caballos, cargar sus armas, amontonar en su valija lo que más corrientemente se necesita para la vida ordinaria y terminados esos preparativos avisar al señor de Taverney padre, que tenía que hablarle. El anciano volvía de Versalles moviendo las flacas piernas lo mejor que podía para sostener su grueso vientre. El barón, desde hacía tres o cuatro meses engordaba, lo que le producía un orgullo fácil de comprender teniendo en cuenta que el grado sumo de la obesidad era en él signo de una satisfacción completa.
Y la satisfacción completa, en el señor de Taverney, era una frase que tenía muchos sentidos.
El barón volvía, decíamos, muy orondo de su paseo al palacio, después de haber tomado parte en el escándalo del día. Había sonreído al señor de Breteuil contra el señor de Rohan; a los señores de Soubise y de Guemenée contra el señor de Breteuil; al señor de Provenza contra la reina y al señor de Artois contra el de Provenza, a cien personas contra otras tantas. Traía su provisión de maldades, de pequeñas infamias. Volvía feliz con la cesta llena.
Cuando se enteró por el ayuda de cámara de que su hijo quería hablarle, en lugar de esperar la visita de Felipe, atravesó el descansillo para ir al encuentro del viajero, y penetró, sin hacerse anunciar, en la habitación.
Felipe no contaba con manifestaciones de gran sentimiento por parte de su padre, pero tampoco esperaba demasiada indiferencia.
Pero Felipe se quedó asombrado, cuando oyó al barón que exclamaba con risa jubilosa:
—¡Ah, Dios mío! Se va, se va…
Felipe se detuvo y miró a su padre con estupor.
—Yo estaba seguro —continuó el barón—. Lo hubiese apostado. Bien representado, Felipe, bien representado.
—¿De veras, señor? —dijo el joven—. ¿Qué está bien representado?
El anciano se puso a canturrear saltando con una sola pierna y sosteniendo su vientre con ambas manos. Al mismo tiempo guiñaba repetidamente los ojos a Felipe para que despidiese al ayuda de cámara.
Al comprenderle, Felipe obedeció. El barón empujó a Champagne hacia afuera, cerró la puerta tras él y volviendo hacia donde estaba su hijo, díjole en voz baja:
—¡Admirable! ¡Admirable!
—Me prodigáis unos elogios, señor, cuya razón no se me alcanza —respondió fríamente Felipe.
—¡Ah! ¡Ah! —rio el anciano contoneándose.
—Si esa hilaridad nace de mi marcha, señor…
—¡Oh! —exclamó el anciano barón—. No vale la pena que disimules ante mí; ya sabes que no me dejo engañar… ¡Diablos!
Felipe se cruzó de brazos preguntándose si su padre no empezaba a volverse loco.
—¿En qué pretendo engañaros?
—En lo que a tu partida se refiere, ¡pardiez! ¿Piensas acaso que creo en ella?
—¿No lo creéis?
—Te repito que Champagne ya no está aquí. No te molestes. Por otra parte reconozco que no te quedaba otro camino que seguir y es el que tomas; está bien.
—¡Señor, me sorprendéis hasta tal punto!…
—Sí, es bastante sorprendente que lo haya adivinado, pero ¡qué quieres, Felipe!, no hay persona más curiosa que yo, que busco cuando siento curiosidad. Ni hay tampoco hombre más feliz que yo cuando encuentro lo qué buscaba. Por eso he averiguado que tú simulas partir y te felicito por ello.
—¿Que yo simulo? —gritó Felipe intrigado.
El anciano se acercó, y palmeando al joven, le dijo:
—Palabra de honor, que, sin acudir a este expediente, todo quedaría descubierto. Haces las cosas a tiempo. Mañana la cosa sería demasiado tarde. Vete en seguida, hijo mío, vete en seguida.
—Señor —dijo Felipe en un tono frío—, os aseguro que no comprendo una sola palabra.
—¿Dónde ocultarás tus caballos? —prosiguió el anciano sin responder directamente—. Tienes una yegua que es fácilmente reconocible; ten cuidado de que no se la vea aquí cuando se te crea en… A propósito, ¿a dónde simularás ir?
—Me dirijo a Taverney Maison-Rouge, señor.
—Bien…, muy bien… Simulas ir a Maison-Rouge… Nadie podrá comprobarlo… ¡Oh, muy bien!… Sin embargo debes ser prudente, hay muchos ojos fijos en los tuyos.
—¿En los míos?… ¿Los de quién?
—Ella es impetuosa —continuó diciendo el anciano—, tiene impulsos capaces de echarlo todo a perder. ¡Ten cuidado! Se más razonable que ella…
—Verdaderamente —exclamó Felipe con sorda cólera—, imagino, señor, que os estáis divirtiendo a mi costa, y me exponéis, apenado como estoy, a que os falte al respeto.
—Sí, al respeto. Te dispenso de él. Ya eres lo suficiente grande para solventar nuestros asuntos, y te desenvuelves tan bien que eres tú el que me inspiras respeto. Tú eres el Geronte y yo el Aturdido. Vamos, déjame tu dirección para poder avisarte en el caso de que ocurriese algo anormal.
—En Taverney, señor —respondió Felipe, creyendo que su padre recobraba al fin el buen sentido.
—¡Otra vez con esas!… ¡En Taverney, a ochenta leguas! ¿Te imaginas que si tengo alguna indicación importante que darte con urgencia, me divertiré en ir matando correos en el camino de Taverney, para que parezca verosímil? ¡Tú tienes imaginación, qué diablos! Cuando se ha hecho por estos amores lo que has hecho tú, se es hombre de recursos. Elige una dirección más próxima.
—¡Una casa en el parque, amores, imaginación! ¡Señor, estamos jugando a los enigmas, sólo que os guardáis las palabras para vos!…
—¡No conozco un animal más discreto que tú! —exclamó el padre con despecho—; ni considero otras reservas más ofensivas que las tuyas. No parece sino que temes ser traicionado por mí. ¡Sería curioso!
—¡Señor! —dijo Felipe exasperado.
—¡Bueno, bueno! Guarda tus secretos para ti; guarda el secreto de tu casa alquilada en el antiguo pabellón de caza.
—¿Yo he alquilado el pabellón de caza?
—Guarda el secreto de tus paseos nocturnos con tus dos adorables amigas.
—¡Yo…, he paseado! —murmuró Felipe palideciendo.
—Guarda el secreto de esos besos que aparecen como la miel y el rocío sobre las flores.
—¡Señor! —rugió Felipe ebrio de furia y de celos—. ¡Señor! ¿Os callaréis?
—Bueno. Como ya te he dicho, sé todo lo que tú has hecho. ¿Dudabas de ello? Esto debería inspirarte confianza. Tu intimidad con la reina, tus entrevistas, tus paseos por los baños de Apolo. ¡Dios mío!, son nuestra vida y la fortuna de todos. No tengas miedo de mí, Felipe… Confía en mí.
—¡Señor, me inspiráis horror! —exclamó Felipe.
En efecto, sentía realmente horror por ese hombre que le atribuía toda la felicidad de otro y que, creyendo acariciarle, le flagelaba con la dicha de su rival.
Todo lo que el padre había sabido, lo que había adivinado, lo que los mal intencionados cargaban en la cuenta del señor de Rohan y los mejor informados en la de Charny, el barón lo atribuía a su hijo. Para él era Felipe el que la reina amaba y empujaba poco a poco hacia los más altos peldaños del favoritismo. He aquí la completa satisfacción que, desde hacía algunas semanas engordaba al señor de Taverney.
Cuando Felipe hubo descubierto este nuevo cenagal de infamias, se estremeció al verse arrastrado al mismo por el único ser que debiera haber hecho causa común con él en defensa del honor; pero el golpe había sido tan violento, que quedó aturdido, silencioso, en tanto que el barón charlaba a más y mejor.
—¡Has hecho una obra maestra, has despistado a todo el mundo! Esta noche, cincuenta ojos me han dicho: «Es Rohan». Otros cien aseguraban: «Es Charny», Doscientos me han dicho: «Son Rohan y Charny». Ni uno solo, fíjate bien, ni uno solo me ha dicho: «Es Taverney». Te repito que es una obra maestra y en su virtud lo menos que puedo hacer es felicitarte… Por otra parte todo esto os honra a los dos. A ella porque te ha escogido y a ti porque la tienes a tu albedrío.
En el momento en que Felipe, furioso por este último golpe, fulminaba con una mirada terrible al inexorable anciano, mirada preludio de una tormenta, el ruido de una carroza se oyó en el patio del palacio y ciertos rumores y determinadas idas y venidas extrañas atrajeron hacia afuera la atención de Felipe.
Se oyó a Champagne exclamar:
—¡La señorita! ¡Es la señorita!
Y muchas voces que repetían:
—¡La señorita!…
—¿Cómo la señorita? —asombróse Taverney—. ¿De qué señorita se trata?
—¡Es mi hermana! —murmuró Felipe, casi sobrecogido de asombro cuando reconoció a Andrea que bajaba de la carroza a la luz de la antorcha del portero.
—¡Vuestra hermana! —repitió el anciano—. ¿Andrea?… ¿Será posible?
Champagne venía a confirmar lo anunciado.
—Señor —dijo a Felipe—, la señorita, vuestra hermana, está en el tocador cercano al gran salón. Os espera allí.
—Vamos a su encuentro —exclamó el barón.
—Es conmigo con quien quiere hablar —dijo Felipe saludando al anciano—. Si os parece, iré primero.
En aquel momento, otra carroza se detenía ruidosamente en el patio.
—¿Quién diablos llega ahora? —murmuró el barón—. Es una noche de aventuras…
—¡El señor conde Olivier de Charny! —gritó el portero a los criados.
—Conducid al señor conde al salón —ordenó Felipe a un criado—. El señor barón le recibirá… Yo voy al tocador a hablar con mi hermana.
Los dos hombres bajaron lentamente la escalera.
«¿Qué vendrá a hacer aquí el conde?», preguntábase Felipe.
«¿Qué habrá venido a hacer aquí Andrea?», pensaba el barón.