Capítulo LXXXIII

Como procedía según la etiqueta, la reina comenzó la conversación.

—Ya os tenemos aquí, señorita —dijo con fina sonrisa—. Vestida de religiosa me producís una impresión singular.

Andrea no contestó.

—Ver a una antigua compañera —prosiguió la reina— ya perdida para el mundo en el que nosotros continuamos viviendo, es como un consejo severo que nos da la tumba. ¿No pensáis lo mismo, señorita?

—Señora —contestó Andrea—, ¿quién se puede permitir dar consejos a Vuestra Majestad? Ni siquiera la muerte avisará a la reina el día en que llegue. No podría ser de otra manera.

—¿Por qué?

—Porque una reina, por la elevación de su jerarquía, está destinada a no sufrir más que las necesidades inevitables. Todo lo que puede hacer mejor la vida, lo posee; todo lo que en los demás puede contribuir a embellecer esta vida, la reina puede tomárselo.

María Antonieta hizo un gesto de sorpresa.

—Es un derecho —se apresuró a decir Andrea—. Los demás, para una reina, son una colección de súbditos cuyos bienes, honor y vida pertenecen a los soberanos. Vida, honor y bienes, morales y materiales, son así propiedad de las reinas.

—He aquí doctrinas que me asombran —dijo lentamente María Antonieta—. Convertís a la soberana de este país en algo semejante a un ogro como los de los cuentos, que engulle la fortuna y la felicidad de los simples ciudadanos. ¿Acaso soy yo una mujer así, Andrea? ¿Tuvisteis motivo de queja durante vuestra permanencia en la corte?

—Vuestra Majestad ya tuvo la bondad de hacerme esta pregunta cuando me separé de su servicio y yo le respondí lo mismo que hoy: No, señora.

—Pero a menudo un agravio mortifica sin que nos afecte personalmente. ¿He molestado yo a alguno de los vuestros y por ello merezco las duras palabras que acabáis de dirigirme? Andrea, el retiro que habéis escogido, es un asilo contra las malas pasiones del mundo. Dios nos enseña en él la dulzura, la moderación, el olvido de las injurias, virtud de la que Él es el más puro modelo. Al venir aquí, ¿debo encontrarme con una hermana de Jesucristo o con una frente severa y palabras amargas como la hiel? Yo, que vengo como una amiga, ¿merezco los reproches o la animosidad velada de una enemiga irreconciliable?

Andrea levantó los ojos estupefacta. Las palabras amistosas de la reina conmovieron sensiblemente a la hosca solitaria.

—Su Majestad sabe bien —dijo en voz más baja—, que los Taverney no pueden ser enemigos suyos.

—Comprendo que no me perdonéis haber sido fría con vuestro hermano —contestó la reina—, y tal vez él mismo me acuse de frívola y de caprichosa.

—Mi hermano es un súbdito demasiado respetuoso para acusar a la reina —respondió Andrea.

La reina se dio cuenta de que se haría sospechosa extremando la dulzura destinada a conmover a la novicia. Por eso se detuvo en sus manifestaciones.

—Sea lo que fuese —dijo—, al venir a Saint-Denis para hablar con Madame, he querido veros para aseguraros que, tanto de cerca como de lejos, soy vuestra amiga.

Andrea notó el cambio de matiz; a su vez temía haber ofendido a la que la acariciaba y más que esto temía haber puesto de manifiesto su dolorosa llaga ante la mirada clarividente de una mujer.

—Vuestra Majestad me colma de honor y de alegría —dijo tristemente.

—No habléis así, Andrea —contestó la reina estrechándole la mano—; me desgarráis el corazón. ¿Acaso podrá decirse que una miserable reina tiene una amiga, dispone de un alma, fija la mirada en unos ojos encantadores como los vuestros, sin sospechar que en el fondo de esos ojos existe el interés o el resentimiento? ¡Oh, Andrea; tenedle envidia a estas reinas, dueñas de los bienes, el honor y la vida de todos! Ellas son reinas y poseen el oro y la sangre de los pueblos, pero el corazón, ¡jamás!, ¡jamás! Del corazón no puede apropiarse nadie; es preciso que se entregue.

—Yo os aseguro, señora —dijo Andrea conmovida por esta calurosa alocución—, que he querido a Vuestra Majestad tanto como es posible querer en este mundo.

Y al decir estas palabras, sonrojada, bajó la cabeza.

—¡Vos…, me habéis…, querido! —exclamó la reina recogiendo al vuelo esta palabras—. Así pues, ¿no me queréis ya?

—¡Oh, señora!

—No os pido nada, Andrea… Maldito sea el claustro que apaga tan pronto el recuerdo en ciertos corazones.

—No acuséis a mi corazón —dijo vivamente Andrea—, porque ha muerto.

—¡Vuestro corazón ha muerto! ¿Vos, Andrea, joven y bella, decís que vuestro corazón ha muerto? No juguéis con estas fúnebres palabras. El corazón no muere cuando se conserva esa sonrisa, esa belleza. No digáis tal, Andrea.

—Os lo repito, señora; nada de la corte, nada del mundo puede existir ya para mí. Aquí vivo como la planta y la hierba; tengo alegrías que sólo yo comprendo. No es un crimen muy grande el olvido de las gloriosas vanidades del mundo. Mi confesor me felicita diariamente por ello; no seáis vos más severa que él.

—¡Cómo! ¿Os halláis bien en el convento? —interrogó la reina.

—Llevo con placer la vida solitaria.

—¿No halláis nada aquí que os recuerde las alegrías del mundo?

—Nada.

«¡Dios mío!», —pensó inquieta la reina—. «¿Fracasaré?».

Y un estremecimiento mortal recorrió sus venas.

«Tratemos de tentarla», —se dijo—. «Si este medio fracasa, tendré que acudir a las súplicas. ¡Oh, suplicarle para que haga esto, para que acepte al señor de Charny! ¡Bondad del cielo, hay que ser muy desgraciada para llegar a tal extremo!».

—Andrea —prosiguió María Antonieta dominando su emoción—, acabáis de expresar vuestra satisfacción en unos términos que me sacan la esperanza que yo había concebido. —¿Qué esperanza, señora?

—Si como parece, estáis decidida, no vale la pena que hablemos… ¡Ay! ¡Era para mí una ilusión placentera que huye! Todo ha quedado ahora en una sombra. No pensemos más en ello.

—Pero en fin, señora, si esto os tenía que producir una satisfacción, explicadme…

—¿Para qué? Os habéis retirado del mundo, ¿verdad?

—¿Y ratificáis lo hecho?

—Sí, señora.

—¿Con gusto?

—Con mi mejor voluntad.

—¿Y ratificáis lo hecho?

—Más que nunca.

—Ya veis que es una cosa superflua el que hable. Pero Dios es testigo de que por un momento he creído que os iba a hacer feliz.

—¿A mí?

—Sí, a vos, ingrata, que me acusáis.

Pero hoy, que entrevisteis otras alegrías, debéis conocer mejor que yo vuestros gustos y vuestra vocación. Renuncio…

—En fin, señora, hacedme el honor de contarme.

—¡Oh, es una cosa sencilla! Quería haceros volver de nuevo a la corte.

—¡Yo! —exclamó Andrea con una sonrisa llena de amargura—. ¿Yo volver a la corte?… ¡Dios mío! ¡No! ¡No señora; jamás…, aunque esto implique una desobediencia a Vuestra Majestad!

La reina se estremeció. Un dolor inexplicable embargó su corazón. Ella, poderoso navío, se estrellaba ante un átomo de granito.

—¿Os negáis? —murmuró.

Y para ocultar su turbación escondió la cara entre sus manos.

Andrea, creyéndola abatida, acercóse a ella y se arrodilló como para dulcificar con su respeto el golpe que acababa de darle a la amistad o al orgullo.

—Veamos —dijo—, ¿qué hubieseis hecho de mí en la corte? ¡De mí, triste, insignificante, pobre, maldita que ni siquiera he sabido inspirar, miserable de mí, a las mujeres la vulgar inquietud de la rivalidad ni a los hombres la vulgar simpatía de la diferencia de los sexos!… ¡Ah, querida soberana, dejad a esta religiosa no aceptada aún por Dios que la encuentra demasiado defectuosa, Él, que ha sentido los dolores del cuerpo y del corazón! Dejadme en mi miseria y en mi soledad… Dejadme.

—¡Ah! —dijo la reina levantando su mirada— la situación que venía a proponeros suponía un mentís a todas las humillaciones de que os quejabais. El matrimonio de que se trataba os convertía en una de las más grandes damas de Francia.

—¿Un… matrimonio? —balbuceó Andrea estupefacta.

—¿Os negáis? —interrogó la reina, cada vez más desanimada.

—¡Oh! Sí; me niego. ¡Me niego!

—Andrea… —aventuró María Antonieta con suplicante acento.

—Me niego, señora, me niego.

La reina se preparó desde aquel instante, con una espantosa opresión en el corazón, a acudir a la súplica. Andrea vino a ponerse en su camino, en el momento en que ella se levantaba indecisa, temblorosa, abatida, sin acertar con la primera de las palabras que iba a pronunciar.

—Al menos, señora —dijo ella reteniéndola por el vestido, porque creía que iba a partir—, hacedme el gran favor de nombrarme al hombre que me aceptaría por compañera; he sufrido tantas humillaciones en mi vida, que el nombre de ese hombre generoso… —Y sonrió con una ironía punzante—: Será el bálsamo que en lo sucesivo colocaré sobre las heridas de mi orgullo.

La reina vaciló; pero tenía necesidad de llegar hasta el fin.

—El señor de Charny —dijo con un tono triste e indiferente.

—¿El señor de Charny? —exclamó Andrea con inusitada agitación—. ¿El señor Olivier de Charny?

—Olivier, sí —asintió la reina contemplando a la joven con asombro.

—¿El sobrino del señor de Suffren? —siguió interrogando Andrea cuyas mejillas se tiñeron de rojo y cuyos ojos resplandecieron como estrellas.

—El sobrino del señor de Suffren —respondió María Antonieta, cada vez más sobrecogida por el cambio notado en los rasgos de Andrea.

—¿Era con Olivier con quién me queríais casar? ¿Con él, señora?

—Con el mismo.

—¿Y él…, consiente?

—Os pide en matrimonio.

—¡Oh! Acepto, acepto —dijo Andrea loca de alegría—. ¡Era el que yo amaba…, y me quiere a mí como yo le quería a él!

La reina retrocedió lívida y temblorosa; se dejó caer abatida en un sillón. Andrea le besaba el vestido y humedecía las manos con sus lágrimas.

—¿Cuándo partimos? —habló esta al fin, cuando la palabra ocupó el sitio de los gritos ahogados y de los suspiros.

—Venid —dijo la reina, que sentía que la vida se le escapaba y quería salvar su honor antes de morir.

Se levantó, apoyándose en Andrea, cuyos labios ardorosos buscaban sus mejillas heladas. Y mientras la joven se aprestaba para la partida, murmuró sollozando amargamente la infortunada soberana que disponía de la vida y del honor de treinta millones de súbditos:

—¡Dios mío!… ¿No es bastante sufrimiento para un solo corazón? ¡Pero es preciso que os dé las gracias, Dios mío, porque salváis a mis hijos del oprobio y me concedéis el derecho de morir bajo la capa de la realeza!