Capítulo LXXXII

La reina estaba sola y desesperada.

Después de haber permanecido una hora en este estado de duda y abatimiento, se dijo que era necesario buscar una salida. El peligro iba aumentando. El rey, orgulloso de haber conseguido una victoria sobre las apariencias, se apresuraría a extender el rumor. Y podría ocurrir que este rumor fuese acogido afuera en tal forma que todo el beneficio de la simulación quedara en nada.

¡Cómo se reprochaba la reina esta simulación; cómo hubiera querido dejar sin efecto la palabra dada e inclusive cómo hubiera querido sustraer a Andrea la quimérica felicidad que tal vez ella iba a rechazar!

En esto, efectivamente, surgía otra dificultad. El nombre de Andrea lo había salvado todo ante el rey. Pero ¿quién podía responder de este espíritu caprichoso, independiente, voluntarioso que se llamaba señorita de Taverney? ¿Quién podía contar con que esta orgullosa persona enajenaría su libertad, su porvenir en provecho de una reina a la que pocos días antes había dejado como una enemiga?

¿Qué ocurriría entonces? Si Andrea rehusaba, lo que era muy verosímil, todo el andamio de embustes se venía abajo. La reina quedaría convertida en una intrigante de mediano talento, Charny en embustero y la calumnia trocada en acusación tomaría las proporciones de un adulterio indiscutible.

María Antonieta se dio cuenta de que su razón se trastornaba ante estos razonamientos.

¿De quién fiarse? ¿Quién era realmente amiga de la reina? ¿La señora de Lamballe? Pensó en la incomprensión de sus damas de honor, indecisas y temblorosas al solo soplo de la desgracia.

No le quedaba más que la propia señorita de Taverney.

María Antonieta iría, pues, al encuentro de Andrea. Le expondría su desgracia y le suplicaría que se inmolase. Sin duda, Andrea se negaría porque no era de las qué se dejaban imponer; pero, poco a poco, dulcificada por las súplicas, cedería. ¡Quién sabe si entonces no obtendrían un aplazamiento; si habiendo pasado el primer impulso, el rey, apaciguado por el consentimiento aparente de los dos prometidos, no acabaría por olvidar!… En tal caso un viaje lo arreglaría todo. Andrea y Charny, al separarse por algún tiempo hasta que la hidra de la calumnia estuviese saciada, podrían insinuar que habían dejado sin efecto el compromiso amistosamente y nadie adivinaría entonces que el proyecto de matrimonio había sido un ardid.

Así, la libertad de la señorita de Taverney no se vería comprometida ni la de Charny tampoco. No le quedaría a la reina el espantoso remordimiento de haber sacrificado dos existencias al egoísmo de su honor y por lo mismo este honor, que comprendía el de su marido y el de sus hijos, no sería rozado. Ella podría transmitirlo sin tacha a la futura reina de Francia. Tales eran sus reflexiones.

Así creía haberlo conciliado todo de antemano: conveniencias e intereses privados. Era necesario razonar con esta lógica firmeza en presencia de tan horrible peligro. Había que proveerse de todas las armas ante un adversario tan difícil de combatir como la señorita de Taverney cuando daba oído a su orgullo o a su corazón.

Una vez preparada, María Antonieta se dispuso a la partida. Hubiera querido avisar a Charny que no diera ningún paso, pero se lo impidió el pensar que los espías la estaban vigilando.

Dieron las tres y llegó la hora de la comida de gala, las presentaciones, las visitas. La reina recibió a todos con el semblante sereno y una afabilidad que no le quitaba nada de su bien conocido orgullo.

Jamás la afluencia había sido mayor en la corte; jamás la curiosidad había tratado de adivinar como entonces los rasgos de una reina en peligro. María Antonieta hizo frente a todo, aniquiló a sus enemigos, exaltó a sus amigos; trocó a los indiferentes en entusiastas y apareció tan bella y cumplida, que el propio rey la felicitó públicamente.

Una vez hubo terminado todo, dejando las sonrisas de rigor, vuelta a sus recuerdos, es decir, a sus dolores, sola, muy sola en el mundo, cambió de tocado, tomó un sombrero gris, y sin guardia, con una sola dama, se hizo conducir a Saint-Denis.

Era la hora en que las religiosas, de nuevo en sus celdas, pasaban del modesto alboroto del refectorio al silencio de las meditaciones que preceden a los rezos de la noche.

La reina hizo llamar al locutorio a la señorita de Taverney.

Esta, arrodillada, envuelta en su hábito de lana blanca, miraba a través de su ventana la luna que surgía de detrás de los tilos y en esta poesía de la noche que empieza, hallaba tema para sus preces fervientes, apasionadas, que elevaba a Dios para aliviar su alma.

Bebía a grandes sorbos el irremediable dolor de la ausencia voluntaria, ese suplicio sólo conocido por las almas fuertes, que es a la vez una tortura y un placer. Por sus angustias se parece a todos los dolores vulgares. Conduce a una voluptuosidad que sólo pueden sentir los que saben inmolar la felicidad al orgullo.

Andrea había dejado por su propia iniciativa la corte e inclusive había roto con todo lo que podía conservar su amor. Orgullosa como Cleopatra, no había podido soportar la idea de que el señor de Charny hubiese pensado en otra mujer aunque esta mujer fuese la reina.

No tenía ninguna prueba de este ardiente amor por otra. La celosa Andrea hubiese obtenido de esta prueba la convicción que hace sangrar un corazón. Pero ¿no había visto a Charny pasar indiferente por su lado? ¿No había sospechado que la reina guardaba para sí, inocentemente sin duda, los homenajes y las preferencias de Charny?

¿Por qué, entonces, vivir en Versalles? ¿Para mendigar atenciones? ¿Para espigar sonrisas? ¿Para obtener de tanto en tanto el favor de un brazo tendido en actitud cortés, o de una mano galante cuando en los paseos era preterida por Charny, cuyas cortesías recogía la reina?

No, ninguna debilidad cobarde ni ninguna transacción podía existir para esta alma estoica. La vida con el amor y la preferencia; el claustro con el amor y el orgullo herido.

«¡Jamás! ¡Jamás!», —se repetía la orgullosa Andrea—. «¡Quiero que el que yo amo en la sombra, el que para mí es una nube, un retrato, un recuerdo, jamás me ofenda, siempre me sonría y no lo haga sino a mí!».

Prefería la ausencia voluntaria, que le dejaba la integridad de su amor y de su dignidad, a poder ver de nuevo a un hombre al que odiaba porque se veía obligada a amarle.

Hemos dicho ya que durante la tarde del día de San Luis, la reina había venido a buscar a Andrea a Saint-Denis, encontrándola pensativa en su celda.

Vinieron, en efecto, a comunicar a Andrea, que la reina acababa de llegar, que el capítulo la recibía en el gran locutorio y que Su Majestad, después de los primeros saludos, había pedido hablar a la señorita de Taverney.

¡Cosa extraña! ¡Le bastó esto a Andrea, corazón enternecido por el amor, para correr hacia ese perfume de Versalles, perfume maldecido el día antes, pero que se hacía deseable a medida que se iba alejando, como todo lo que se evapora, como todo lo que se olvida, como el amor!

—¡La reina! —murmuró Andrea—. ¡La reina está en Saint-Denis y me llama!

—Pronto, apresuraos —se le dijo.

Se apresuró, en efecto; siguió presurosa a la tornera que había venido a buscarla.

Pero apenas había dado cien pasos, cuando se sintió humillada de haberse alegrado tanto.

«¿Por qué se ha estremecido mi corazón?», —preguntóse—. «¿Qué significa para Andrea de Taverney el hecho de que la reina de Francia visite el monasterio de Saint-Denis? ¿Es orgullo lo que siento? La reina no ha venido aquí por mí. ¿Es acaso una dicha? Yo no quiero a la reina».

«Vamos, calma, mala religiosa que no perteneces ni a Dios ni al mundo; trata al menos de ser dueña de ti misma».

Andrea se censuraba así mientras bajaba la gran escalinata, y, dueña de su voluntad, alejó de sus mejillas el rubor fugitivo de la precipitación y moderó la rapidez de sus movimientos. Pero para conseguirlo, tardó largos instantes.

Cuando llegó por detrás del coro al locutorio de ceremonia, que parecía más grande por el resplandor de las lámparas y de los cirios en las manos apretadas de las hermanas conversas, Andrea estaba fría y pálida.

Cuando oyó su nombre pronunciado por la tornera que la acompañaba, cuando divisó a María Antonieta sentada en el sillón abacial, mientras que a su lado se inclinaban y agrupaban las más nobles frentes del capítulo, Andrea sintióse acometida por palpitaciones que detuvieron sus pasos durante algunos segundos.

—¡Ah! Venid, señorita; deseo hablaros —dijo la reina sonriendo apenas.

Andrea acercóse e inclinó la cabeza.

—¿Me permitís, señora? —dijo la reina volviéndose hacia la superiora.

Esta respondió con una reverencia y dejó el locutorio, seguida de todas las religiosas.

La reina permaneció sola, sentada junto a Andrea, cuyo corazón latía con tal fuerza, que se le hubiera podido oír a no ser por el ruido monótono del péndulo del viejo reloj.