La reina y Charny cambiaron una mirada tan llena de espanto, que su más cruel enemigo hubiera sentido compasión de ellos en aquel momento.
Charny se levantó lentamente y saludó al rey con profundo respeto.
Se veía latir violentamente el corazón de Luis XVI bajo su pechera.
—¡Ah!… —dijo con voz sorda—. ¡Señor de Charny!
El conde no respondió más que con un nuevo saludo.
La reina se dio cuenta de que no podía hablar y de que estaba perdida.
El rey continuó, diciendo con increíble serenidad:
—¡Señor de Charny, es poco honorable para un gentilhombre ser sorprendido en flagrante delito de robo!
—¡De robo! —murmuró Charny.
—¡De robo! —repitió la reina, que creía aún estar oyendo las horribles acusaciones relativas al collar y en las que supuso que el conde se iba a ver mezclado también como ella.
—Sí —prosiguió el rey—; arrodillarse ante la mujer de otro, es una usurpación, un robo; y cuando esta mujer es una reina, caballero, este crimen se llama de lesa majestad. Os haré decir todo esto, señor de Charny, por mi guardasellos.
El conde iba a hablar, a protestar de su inocencia, cuando la reina, impaciente en su generosidad, no quiso sufrir que se acusase de indigno al hombre que ella amaba; y vino en su ayuda.
—Sire —dijo con viveza—; me parece que os adentráis en un camino de sospechas equivocadas y de suposiciones desfavorables; os advierto que estas sospechas y estas prevenciones tienen una base falsa. Ya veo que el respeto traba la lengua del conde, pero yo, que conozco el fondo de su corazón, no dejaré que le acusen sin defenderle.
Se detuvo, agotada por la emoción, espantada por el embuste que debía hallar y perdida en fin, porque no lo podría encontrar.
Pero esta vacilación, que le parecía odiosa a ella, orgulloso espíritu de reina, era sencillamente la salvación de la mujer. En estas terribles sorpresas, en que a menudo se juega el honor y la vida de la que ha sido sorprendida, un minuto ganado es suficiente para la salvación, lo mismo que un segundo desperdiciado basta para perderla.
La reina, sólo por instinto había apelado al recurso de ganar tiempo; había cortado en el acto la sospecha del rey, impresionando su espíritu y tranquilizando el del conde.
—¿Vais a decirme tal vez, señora —respondió Luis XVI, pasando del papel de rey al de marido inquieto—, que no he visto al señor de Charny arrodillado ante vos? Y para arrodillarse sin que se le obligue a levantarse, es necesario…
—Es necesario, señor —dijo severamente la reina—, que un súbdito de la reina de Francia tenga una súplica que hacerle… Me parece un caso frecuente en la corte.
—¡Una súplica que haceros! —exclamó el rey.
—Y una súplica a la que yo no podía acceder. De no ser así, os juro que el señor de Charny no hubiera insistido y yo le hubiera hecho levantar en seguida con la alegría de complacer los deseos de un gentilhombre por el que siento estima particular.
Charny respiró. La mirada del rey se había hecho indecisa; de su frente iba desapareciendo la insólita amenaza que su sorpresa había hecho asomar a ella.
Mientras tanto, María Antonieta pensaba algo que expresar, disgustada por tener que mentir y con el dolor de no hallar nada que fuese verosímil.
Había creído, al confesar su impotencia para acordar la gracia pedida por el conde, que despertaría la curiosidad del rey. Había creído que el interrogatorio se detendría en este punto. Pero se equivocaba; cualquier otra mujer se hubiera conducido más hábilmente mostrando menos rigidez, pero para ella constituía un espantoso suplicio mentir ante el hombre a quien amaba. Mostrarse bajo la luz miserable y falsa de la superchería de las comedias, era dar como ciertas todas las falsedades, todas las astucias, todos los manejos de las intrigas del parque con un desenlace propio de su infamia; era casi mostrarse culpable; era peor que la muerte…
Vaciló todavía. Habría dado la vida porque hubiese sido Charny quien hallase la mentira, pero él, leal gentilhombre, no podía ni pensar en ello. Temía inclusive parecer que defendía el honor de la reina.
María Antonieta, esperaba, fijos sus ojos en los labios del rey, la pregunta que al fin surgió.
—Veamos, señora, decidme cuál era la gracia vanamente solicitada por el señor de Charny y qué le ha llevado a arrodillarse ante vos.
Y para dulcificar la excesiva dureza de la sospechosa pregunta añadió el rey:
—Quizá sea yo más afortunado que vos, señora, y el señor de Charny no tendrá necesidad de arrodillarse ante mí.
—Majestad, os repito que el señor de Charny pedía una cosa imposible.
—Decidme al menos qué era.
—Sire, la petición del señor de Charny es un secreto de familia.
—No existen secretos para el rey, señor que es de su reino y padre de familia interesado en el honor y la seguridad de todos sus súbditos, que son también hijos suyos aquellos que, desnaturalizados, atacan el honor y la seguridad de su padre —dijo Luis XVI con gesto de majestuosa dignidad.
La reina intervino ante esta última amenaza de peligro.
—El señor de Charny —exclamó, turbada y con voz temblorosa—, quería obtener de mí…
—¿Qué, señora?
—Una autorización para casarse.
—¿De veras? —exclamó el rey tranquilizado de momento.
Pero en seguida, vuelto de nuevo a sus celos, añadió sin notar lo que la desdichada sufría al decir estas palabras y cómo había palidecido Charny al ver el sufrimiento de la reina:
—Pero ¿por qué es imposible casar al señor de Charny? ¿No es, quizás, de noble familia? ¿No posee acaso una sólida fortuna? Verdaderamente, para no darle entrada en una familia o para negarse, si es una mujer, es necesario ser princesa de sangre real o casada. No veo sino estas dos razones que constituyan una imposibilidad. Decidme, pues, señora, el nombre de la dama con la cual querría casarse el señor Charny y si se encuentra en uno de esos dos casos, os respondo que solventaré la dificultad…, para complaceros.
La reina, llevada por el peligro cada vez mayor, arrastrada por las consecuencias del primer embuste, prosiguió con energía:
—No, señor, no; es una dificultad que no se puede vencer.
—Razón de más para que yo sepa qué es imposible para el rey —interrumpió Luis XVI con sorda cólera.
Charny miró a la reina, que parecía vacilante. Hubiese dado un paso hacia ella, pero el rey le detuvo con su inmovilidad. ¿Con qué derecho, él, que no era nada para esta mujer, le podía ofrecer la mano o su apoyo cuando el rey y esposo la abandonaba?
«¿Cuál es la potencia contra la que el rey nada puede?», —se preguntaba ella—. «¡Dios mío, inspiradme, ayudadme!».
De pronto la luz se hizo en su espíritu.
«¡Ah, Dios me envía este socorro!», —pensó—. «Las mujeres que pertenecen a Dios, no pueden ser obligadas ni siquiera por el rey».
Levantando entonces la cabeza, expresó:
—Señor, la que el señor de Charny pretende para casarse, está en un convento.
—¡Ah! Es realmente un motivo, pues resulta difícil arrebatar a Dios su bien para entregárselo a los hombres. Pero es extraño que el señor de Charny haya sentido tan súbitos amores. Nadie me ha hablado nunca de ello, ni siquiera su propio tío que puede obtenerlo todo de mí. ¿Cuál es la mujer que vos amáis, señor de Charny? Decídmelo, os lo ruego.
La reina sintió un dolor punzante. Iba a oír un nombre salir de la boca de Charny e iba a sufrir la tortura de este embuste. Y quién sabe si Charny no iba a revelar el nombre de una persona amada en otro tiempo, algún recuerdo sangrante aún del pasado, o un nombre, germen de amor, esperanza vaga para el porvenir. Para no recibir este golpe terrible María Antonieta se adelantó y; exclamó de pronto:
—Pero sire, ya conocéis a la que el señor de Charny pide en casamiento, es…, la señorita Andrea de Taverney.
Charny lanzó un grito y ocultó el rostro.
La reina apoyó su mano sobre el pecho y se dirigió vacilante hacia su sillón.
—¡La señorita de Taverney! —repitió el rey—. ¿La señorita de Taverney que se retiró a Saint-Denis?
—Sí, Majestad —asintió débilmente la reina.
—Pero, que yo sepa no ha hecho sus votos…
—No, pero está a punto de hacerlos.
—Los condicionaremos —decidió el rey—. Sin embargo —añadió con un leve dejo de desconfianza—, ¿por qué quería hacer votos?
—Es pobre —respondió la reina—; no enriquecisteis más que a su padre —añadió duramente.
—Es una falta que repararé, señora. ¿El señor de Charny la ama? …
La reina se estremeció y dirigió una ávida mirada al joven, como suplicándole que negase.
Charny miró fijamente a María Antonieta y no respondió.
—Bien —dijo el rey que tomó el silencio como una respetuosa conformidad—; y sin duda la señorita de Taverney ama al señor de Charny.
Dotaré a la señorita de Taverney con las quinientas mil libras que os negué el otro día al pedirlas el señor de Calonne. Dad las gracias a la reina, señor de Charny, por lo que ha tenido a bien contarme de este asunto, asegurando así la felicidad de vuestra vida.
Charny dio un paso adelante y se inclinó como una marmórea estatua a la que Dios, por un milagro, hubiese dotado de vida.
—¡Oh! Esto no vale la pena de que os volváis a arrodillar de nuevo —dijo el rey con un ligero matiz burlón que desvirtuaba harto a menudo la nobleza tradicional de sus antepasados. La reina se estremeció y tendió, con un ademán espontáneo, las dos manos al joven. Este se arrodilló ante ella y depositó en sus manos heladas un beso, suplicando a Dios que su alma entera se fuese con aquel beso.
—Vamos —dijo el rey—, dejemos ahora a la reina el cuidado de vuestros asuntos; venid, caballero, venid.
Y pasó delante tan de prisa, que Charny pudo volverse en el umbral para ver el infinito dolor de ese adiós eterno que le enviaban los ojos de la reina.
La puerta se cerró tras ellos, como barrera insalvable en adelante para sus inocentes amores.