Apenas el rey hubo entrado en sus habitaciones, y firmó la orden de conducir al señor de Rohan a la Bastilla, apareció el señor conde de Provenza haciendo tantos gestos al señor de Breteuil que este, a pesar de su respeto y buena voluntad, no pudo comprender nada.
Los tales gestos no iban dirigidos al guardasellos: el príncipe los multiplicaba con el fin de atraer la atención del rey, que miraba a un espejo en tanto que redactaba la orden. Estos gestos consiguieron el fin que se proponían, pues el rey terminó notándolos y después de haber despedido al señor de Breteuil, le dijo a su hermano:
—¿Por qué le hacíais señales a Breteuil?
—¡Oh, sire!…
—Esos gestos tan vivos, este aire preocupado, significan algo.
—Sin duda, pero…
—Sois libre de no decir nada, hermano mío —dijo el rey algo molesto.
—Sire, es que acabo de enterarme del arresto del señor cardenal de Rohan.
—Pues bien, hermano mío, ¿por qué esta noticia puede causar en vos tal agitación? ¿Hago mal acaso en castigar incluso a los poderosos?
—¿Mal? No, hermano mío. No hacéis mal. No es esto lo que quiero deciros.
—Me hubiese sorprendido mucho, señor conde de Provenza, que hubieseis apoyado al hombre que ha tratado de deshonrar a la reina. Acabo de verla a ella, hermano mío y una sola palabra suya ha bastado…
—¡No permita Dios, sire, que yo trate de acusar a la reina! Bien lo sabéis. Su Majestad… mi hermana, no tiene amigo más devoto que yo. ¿Cuántas veces no me ha tocado defenderla, dicho sea sin reproche, inclusive contra vos?
—¿En verdad, se la acusa, pues, muy a menudo?
—Tengo desgracia; me reprendéis a propósito de todas mis palabras… Quiero decir que ni la reina me creería si yo pareciese dudar de su inocencia.
—¿En tal caso aplaudís conmigo la humillación que hago sufrir al cardenal, el proceso que se va a instruir, el escándalo que va a poner fin a todas esas calumnias que no se permitirían contra una simple dama de la corte y de las que todos se hacen eco, porque la reina según se dice está por encima de estas miserias?
—Sí, sire; apruebo por completo la conducta de Vuestra Majestad y me parece muy bien por lo que se refiere al asunto del collar.
—¡Por Dios, hermano mío! —dijo el rey—, nada puede ser más claro. ¿Acaso no se ve a través de todo esto al señor de Rohan, jactándose de la familiar amistad con la reina, concertando en su nombre la compra de los diamantes que ella no quiso aceptar y dejando que se diga que esos diamantes han ido a manos de la reina o que están en las habitaciones de ella? Esto es monstruoso y como decía la reina: «¿Qué se creería si yo tuviese al señor de Rohan como cómplice de este tráfico misterioso?».
—Sire…
—Y además, no ignoráis, hermano mío, que la calumnia nunca se detiene en la mitad del camino, que la ligereza del señor de Rohan compromete a la reina y el relato de sus ligerezas la deshonra…
—¡Oh! Sí, lo repito; tenéis toda la razón en cuanto se refiere al asunto del collar.
—Pero —dijo el rey sorprendido—, ¿acaso hay otro asunto?
—Sire…, la reina ha debido deciros…
—Decirme…, ¿qué?
—Sire…
—¡Ah! ¿Las jactancias del señor de Rohan, sus reticencias, sus pretendidas correspondencias?
—No, sire, no.
—¿Entonces, qué? ¿Las entrevistas que la reina hubiese concedido al señor de Rohan para el asunto del collar de que se trata…?
—No, Majestad, no es esto.
—Todo lo que sé, es que tengo en la reina la confianza absoluta que ella merece por la nobleza de su carácter. Hubiera sido muy fácil no decir nada de lo que pasa. Habría sido cómodo para ella pagar o dejar que los demás pagasen por ella; la reina, al poner coto a estos misterios que se convierten en escándalos, me ha demostrado que acudía a mí, antes que a nadie. Ha sido a mí a quien la reina ha llamado y ha sido a mí a quien ha dejado el cuidado de vengar su honor. Me tomó por confesor, por juez, al decírmelo todo.
—De nuevo —replicó el conde de Provenza menos turbado de lo que podría estar, porque se daba cuenta de que la convicción del rey era menos sólida de lo que quería hacer creer— ponéis en duda mi amistad, mi respeto por la reina, mi hermana. Si vos procedéis así contra mí, con esa susceptibilidad, no os diré nada, temiendo siempre, a pesar de que hago de defensor, pasar por acusador o por enemigo. Y sin embargo ya veis que en esto procedéis sin lógica. Las confesiones de la reina os han permitido hallar una verdad que justifica a mi hermana. ¿Por qué negaros entonces a que brillen ante vuestros ojos otros resplandores que contribuirán aún más a demostrar la inocencia de la reina?
—Es que… —dijo el rey molesto— comenzáis siempre, hermano mío, con unos circunloquios que me confunden.
—Precauciones oratorias, sire, falta de calor. ¡Ay! Pido por ello perdón a Vuestra Majestad. Es un defecto de mi educación. Cicerón me ha echado a perder.
—Hermano mío, Cicerón no es ambiguo más que cuando defiende una mala causa; pero vos tenéis una buena, explicaos pues con claridad, ¡por el amor de Dios!
—Criticar mi manera de hablar es condenarme al silencio.
—Vamos, he aquí el irritabile genus rhetorum que se ha enojado —exclamó el rey, engañado por esta última picardía—. ¡Al hecho, abogado, al hecho! ¿Qué más sabéis vos aparte de lo que me ha dicho la reina?
—¡Dios mío! Todo y nada. Sepamos, ante todo, lo que os ha dicho la reina.
—La reina me ha dicho que no tenía el collar.
—Bien.
—Que no había firmado el recibo que tienen los joyeros.
—¡Perfectamente!
—Que cuanto se decía referente a una inteligencia con el señor de Rohan, era una falsedad inventada por sus enemigos.
—Muy bien, sire.
—Me ha dicho, en fin, que nunca había dado al señor de Rohan el derecho de creer que fuese más que un súbdito, un indiferente, un desconocido.
—¡Ah! ¿Dijo eso?
—Y en un tono que no admitía réplica, porque el cardenal no ha contestado.
—Entonces, Majestad, si el cardenal no ha contestado, se confiesa embustero y desmiente los rumores que corrían a propósito de ciertas preferencias acordadas por la reina a ciertas personas.
—¡Dios mío! ¿Qué decís ahora? —preguntó el rey con desaliento.
—Nada sino algo muy absurdo, como vais a ver. Desde el momento en que se ha probado que la reina no se ha paseado con el señor de Rohan…
—¡Cómo!, —exclamó el rey—. ¿El señor de Rohan decía que se había paseado con la reina?
—Lo cual ha sido desmentido por la reina y por el propio señor de Rohan; pero, en fin, señor, desde el momento en que esto ha sido comprobado, no hay por qué hacer caso de la malignidad que no se ha detenido y que sostenía que la reina se paseaba durante la noche por el parque de Versalles.
—¡Durante la noche por el parque de Versalles! ¡La reina!…
—Ni vale la pena citar la persona con que se dice paseaba —continuó fríamente el conde de Provenza.
—¿Quién? —murmuró el rey—. ¡Oh!… ¿Acaso todos los ojos no se concentran en lo que hace una reina? ¿Acaso esos ojos que no se deslumbran jamás ante la luz del día ni ante el resplandor de la majestad, no son más clarividentes cuando se trata de ver durante la noche?
—¡Pero, hermano mío, estáis diciendo cosas infames, tened cuidado!
—Sire, yo me limito a repetir y lo hago con la indignación que impulsaría a Vuestra Majestad, estoy seguro de ello, a descubrir la verdad.
—¡Cómo, caballero! ¿Se dice que la reina se pasea de noche en compañía…, por el parque de Versalles?
—No en compañía, sire, sino a solas. Si no se dijese más que paseaba en compañía, la cosa no debía preocuparnos.
—Me vais a demostrar que sólo repetís y para ello me probaréis qué se dice —expresó el rey, exaltado.
—¡Oh! Es demasiado fácil —respondió el señor de Provenza—. Hay cuatro testimonios: el primero es el de mi capitán de caza, que ha visto a la reina dos días seguidos, o, mejor dicho, dos noches seguidas, salir del parque de Versalles por la puerta del pabellón de caza. He aquí el documento con su firma. Leed.
El rey tembló al coger el papel, lo leyó y lo devolvió a su hermano.
—Vais a ver otro, sire, más curioso; es el del guarda de noche, que vela en el Trianón. Declara que la noche era buena, que se oyó un disparo, hecho sin duda por los cazadores furtivos en el bosque de Satory y que en lo que respecta a los parques no hubo novedad, salvo el día en que Su Majestad la reina dio un paseo con un gentilhombre al que ella daba el brazo. Ved, el proceso verbal está bien explícito.
El rey leyó de nuevo, se estremeció y dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo.
—El tercero —continuó imperturbablemente el señor conde de Provenza—: Es del suizo de la puerta del Este, que vio y reconoció a la reina cuando ella salía de la puerta del pabellón de caza. Dice cómo iba vestida; ved, sire; dice también que, de lejos, no pudo reconocer al gentilhombre al que Su Majestad dejaba; está escrito; pero que, por su aspecto parecía un oficial. Esta declaración está firmada. Añade una cosa curiosa: que la presencia de la reina no pueda ser puesta en duda porque Su Majestad iba acompañada de la señora de La Motte, amiga de la reina.
—¡Amiga de la reina! —exclamó el rey furioso—. ¡Sí, esto es: amiga de la reina!
—No le toméis encono a este honrado servidor, sire; no puede ser culpable de un exceso de celo. Está encargado de guardar y guarda, de vigilar y vigila.
Hubo una pausa.
—El último —prosiguió el conde de Provenza— me parece el más claro de todos. Es del maestro cerrajero encargado de comprobar si todas las puertas están cerradas después del toque de retreta. Vuestra Majestad conoce a este hombre: certifica haber visto entrar a la reina en los baños de Apolo con un gentilhombre.
El rey, pálido y ahogando su resentimiento, arrancó el papel de manos del conde y leyó.
El señor de Provenza, no obstante, continuó diciendo durante la lectura:
—Es verdad que la señora de La Motte estaba fuera, a una veintena de pasos y que la reina no permaneció más que una hora en esa habitación.
—¿Pero cómo se llama el gentilhombre? —exclamó el rey.
—Sire, no se le nombra en el informe. Es necesario que Su Majestad lo busque en un último certificado que está aquí. Es el de un guardabosque que estaba al acecho detrás de la pared del recinto, cerca de los baños de Apolo.
—Lleva firma del siguiente día —dijo el rey.
—Sí, Majestad, dice haber visto a la reina salir del parque por la puerta pequeña y mirar hacia afuera, dando el brazo al señor de Charny.
—¿El señor de Charny?… —exclamó el rey medio loco de cólera y de vergüenza—: Bien…, bien… Esperadme aquí, conde, al fin vamos a saber la verdad.
Y Luis XVI salió apresuradamente del gabinete.