Capítulo LXXVI

En el momento en que el señor de Breteuil entraba en el gabinete del rey, el señor de Charny, pálido, agitado, había hecho solicitar una audiencia a la reina. Esta se estaba vistiendo; vio desde la ventana de su tocador, que daba a la terraza, a Charny, que insistía en ser introducido.

Antes de que hubiese terminado la petición, la reina dio orden de que se le hiciese pasar.

Charny entró, estrechó temblando la mano que la soberana le tendía y con voz ahogada, dijo:

—¡Ah, señora, qué desgracia!

—¿Qué os ocurre? —exclamó la reina palideciendo al ver que su amigo estaba sin color en el rostro.

—Señora, ¿sabéis de lo que acabo de enterarme? ¿Sabéis lo que se dice? ¿Sabéis de lo que el rey debe ya estar enterado o lo estará mañana?

—Decídmelo todo, soy fuerte —exclamó apoyando una mano sobre el corazón.

—Se dice, señora, que habéis comprado un collar a Boehmer y Bossange.

—Lo he devuelto —dijo ella con viveza.

—Escuchad; se dice que habéis simulado devolverlo, que creíais poder pagarlo; que el rey os lo impidió negándose a firmar la orden del señor de Calonne; que entonces os dirigisteis a determinada persona para encontrar dinero y que esta persona es… vuestro amante.

—¡Vos! —exclamó la reina con un gesto de sublime confianza—. ¡Vos, caballero! Dejad que digan lo que quieran. El título de amante no es para ellos una injuria tan dulce, como agradable verdad es que queda para siempre el título de amigo entre los dos.

Charny se detuvo confuso ante esta incontrastable elocuencia que exhala el verdadero amor.

Pero el tiempo que tardó en responder inquietó a la reina, y la hizo exclamar:

—¿De quién queréis hablar, señor de Charny? La calumnia es un lenguaje que no comprendo. ¿Acaso vos lo conseguís?

—Señora, prestadme mucha atención, porque los momentos son graves. Ayer fui con mi tío, el señor de Suffren, a casa de los joyeros de la corte, Boehmer y Bossange. Mi tío había traído unos diamantes de la India. Quería que se los tasasen. Se habló de todo y de todos. Los joyeros contaron al bailío una espantosa historia que hacen circular los enemigos de Vuestra Majestad. Señora, estoy desesperado; si habéis comprado el collar, contádmelo; si no lo habéis pagado, decídmelo también, pero no me dejéis creer que el señor de Rohan ha pagado por vos.

—¡El señor de Rohan! —exclamó la reina.

—Sí, el señor de Rohan, el que pasa por ser el amante de la reina; aquel a quien la reina pide prestado dinero; el que el desgraciado señor de Charny ha visto en el parque de Versalles, sonriendo a la reina, arrodillado ante la reina, el que…

—¡Caballero! —interrumpió María Antonieta—. Si cuando no me veis dais crédito a todo lo que os dicen es que no me amáis cuando me veis.

—¡Oh! —replicó el joven—; hay un peligro cercano; y os vengo a pedir un favor.

—¿Cuál es el peligro que me amenaza? —interrogó la reina.

—¿El peligro? Señora, quien no lo adivina es un insensato. El cardenal sirviendo de garantía a la reina, pagando en su nombre, la pierde. No quiero referirme al disgusto que pueda causarme la confianza que os inspira el señor de Rohan…

—¡Estáis loco! —dijo María Antonieta, colérica.

—No estoy loco, señora, pero vos sois desgraciada, estáis perdida. Yo os he visto en el parque… Me dijisteis que me había equivocado. Hoy se ha sabido todo, la mortal verdad…

La reina tomó el brazo de Charny.

—¡Loco, loco! —dijo con inexpresable angustia—. ¡Creed en el odio, en lo imposible, ved sombras, pero en nombre del cielo, después de lo que os he dicho, no creáis que sea culpable!… ¡Culpable!, esta palabra me haría saltar en un brasero encendido…, culpable… con…, yo, que jamás he pensado en vos sin rogar a Dios que me perdonase este pensamiento que me parecía un crimen. ¡Oh! Señor de Charny, si no queréis que hoy me vea perdida y muerta mañana, no me digáis que me creéis culpable.

Olivier se retorcía las manos con angustia.

—Escuchadme si queréis que os preste un favor eficaz —dijo.

—¡Un favor de vos! —exclamó la reina—; de vos, más cruel que mis enemigos…, porque estos no hacen sino acusarme, mientras que vos sospecháis de mí. ¡Un favor del hombre que me desprecia! ¡Jamás!

Olivier se acercó y retuvo entre sus manos la de la reina.

—Pronto os convenceréis de que no sólo sé gemir y llorar; los momentos son preciosos; esta tarde, y a no habrá tiempo para hacer lo que procede. ¿Queréis salvarme de la desesperación salvándoos al propio tiempo del oprobio? …

—¡Caballero!…

—¡Oh! No regatearé las palabras frente a la muerte. Si no me escucháis, os aseguro que esta noche los dos estaremos muertos, vos de vergüenza y yo por haberos visto morir. ¡De cara al enemigo como en una batalla, señora! ¡De cara al peligro! ¡De cara a la muerte! Luchemos juntos. Si sucumbís, no estaréis sola. Mirad, señora, ved en mí un hermano… ¿Tenéis… necesidad de este dinero… para pagar el collar?…

—¿Yo?

—No lo neguéis.

—Os digo…

—No me digáis que no tenéis el collar.

—Os juro…

—No juréis si queréis que os ame.

—¡Olivier!

—Os queda aún un procedimiento para salvar vuestro honor y mi amor. El collar vale un millón seiscientas mil libras, de las que vos habéis pagado doscientas cincuenta mil. Aquí tenéis un millón y medio, tomadlo.

—¿Qué es esto?

—No lo miréis, tomadlo y pagad.

—¡Vuestros bienes vendidos! ¡Yo liquidar vuestras posesiones! ¡Oh, os despojáis por mí! Sois un noble corazón y yo no puedo comerciar con un amor así. ¡Olivier, yo os amo!

—Aceptad.

—¡No, pero os amo!

—¿El señor de Rohan pagará, entonces? Pensad, señora que no es una generosidad de vuestra parte, sino una crueldad que me aniquila… ¿Lo aceptáis del cardenal?

—¡Yo! ¡Deliráis, señor de Charny! ¡Soy la reina y si doy a mis súbditos amor y fortuna, jamás acepto de ellos don alguno!

—¿Qué haréis entonces?

—Vos me dictaréis la norma de conducta. ¿Qué decís que piensa el señor de Rohan?

—Cree que sois su querida.

—Sois muy duro, Olivier…

—Hablo como se habla frente a la muerte.

—¿Qué decís que piensan los joyeros?

—Que no pudiendo pagar la reina, pagará el señor de Rohan por ella.

—¿Qué piensa el público a propósito del collar?

—Que vos lo tenéis escondido y sólo confesaréis cuando esté pagado, ya sea por el cardenal, impulsado por su amor hacia vos, ya sea por el rey por miedo al escándalo.

—Bien. Dejadme ahora que os mire de frente y os pregunte: ¿qué pensáis de las escenas que visteis en el parque de Versalles?

—Creo, señora, que tenéis necesidad de demostrarme vuestra inocencia —contestó enérgicamente Charny.

La reina enjugó el sudor que humedecía su frente.

—¡El príncipe Luis, cardenal de Rohan, gran limosnero de Francia! —gritó la voz del ujier en el corredor.

—¡Él! —murmuró Charny.

—Vais a ver complacidos vuestros deseos —dijo la reina.

—¿Le recibiréis?

—Iba a hacerle llamar.

—Pero yo…

—Entrad en mi tocador y dejad la puerta entreabierta para poder oír.

—¡Señora!

—Apuraos, porque el cardenal está aquí ya.

Y empujando al señor de Charny hacia la habitación que ella le había indicado, dejó la puerta como convenía e hizo entrar al cardenal.

El señor de Rohan apareció en el umbral de la puerta. Estaba resplandeciente con su vestido de oficiante. Tras de él había quedado un séquito numeroso, en el que figuraban Boehmer y Bossange, algo turbados con sus vestidos de ceremonia.

La reina se dirigió al encuentro del cardenal tratando de sonreír.

Luis de Rohan estaba serio, e inclusive triste. Tenía la calma del hombre valiente que va a combatir, el gesto imperceptiblemente amenazante del prelado que quizás tenga que perdonar.

La reina le indicó un taburete; el cardenal permaneció de pie.

—Señora —dijo después de haber vacilado visiblemente—, yo tengo numerosas cosas importantes que comunicar a Vuestra Majestad, que parece que ha tomado la tarea de evitar mi presencia.

—¿Yo? —se extrañó la reina—. Os he visto tan poco, señor cardenal, que pensaba mandar un correo para que vinieseis.

—¿Estoy solo con Vuestra Majestad? —preguntó el cardenal en voz baja—. ¿Tengo el derecho de hablar con toda libertad?

—Con toda libertad, señor cardenal. No os violentéis, estamos solos.

Y con su firme voz, parecía querer enviar estas palabras al gentilhombre escondido en la habitación vecina. Gozaba con orgullo de su valor y de la seguridad que, desde las primeras palabras, infundiría al señor de Charny que estaría oyendo.

El cardenal se decidió a hablar. Acercó el taburete al sillón de la reina con el fin de estar lo más lejos posible de la puerta de dos hojas.

—Andáis con preámbulos —anotó la reina, afectando jovialidad.

—Es que… —dijo el cardenal.

—¿Es qué?… —repitió la reina.

—¿No vendrá el rey?

—No tengáis miedo ni del rey ni de nadie —replicó con viveza la reina.

—¡Oh! Es de vos de quien tengo miedo —expresó el cardenal con voz conmovida.

—Entonces, razón de más; yo no soy temible; hablad con pocas palabras y en alta e inteligible voz. Me gusta la claridad y si andáis con rodeos creeré que no sois un hombre honorable. Nada de gestos; me han dicho que teníais agravios contra mí. ¡Hablad; me gusta la guerra y llevo en mis venas sangre que no teme a nada! ¡Vos también, ya lo sé! ¿Qué tenéis que reprocharme?

El cardenal suspiró y levantóse como para aspirar más ampliamente el aire de la habitación. Al fin, dueño de sí mismo, se dispuso a hablar.