A las diez del día siguiente, entraba en Versalles una carroza con las armas del señor de Breteuil. Aquellos de nuestros lectores que se acuerden de la historia de Bálsamo y de Gilberto, no habrán olvidado que el señor de Breteuil, rival y enemigo personal del señor de Rohan, buscaba desde hacía mucho tiempo la ocasión de inferir una herida mortal a su enemigo.
La diplomacia es a este respecto muy superior a la esgrima, ya que en este último arte, una respuesta, buena o mala, debe ser dada en un segundo, mientras que los diplomáticos tienen quince años y más, si es preciso, para dar su golpe y hacerlo mortal.
El señor de Breteuil había hecho pedir, una hora antes, audiencia al rey y halló a Su Majestad vistiéndose para ir a misa.
—Tiempo soberbio —dijo Luis XVI alegre, cuando el diplomático entró en el gabinete—; un verdadero tiempo de la Asunción; ved, no hay una sola nube en el cielo.
—Me hallo desolado por tener que traer una nube a vuestra tranquilidad —respondió el ministro.
—¡Vamos! —exclamó el rey frunciendo el ceño—; ya tenemos un mal principio del día. ¿Qué ocurre?
—Me encuentro en un verdadero apuro para contar esto, sire, más aún porque se trata de un asunto que no se refiere a mi ministerio. Es algo así como un robo y concierne al jefe de policía.
—¡Un robo! —murmuró el rey—. Vos sois el guardasellos y los ladrones acaban por hallar siempre a la justicia. Esto concierne al guardasellos y como lo sois podéis hablar.
—Pues bien, Majestad, he aquí la cuestión. ¿Habéis oído hablar de un collar de diamantes?
—¿El del señor Boehmer?
—El mismo, sire.
—¿El que la reina rechazó?
—Precisamente.
—Esta negativa me ha valido un hermoso buque, el Suffren —dijo, el rey frotándose las manos.
—Pues bien, Majestad —dijo el barón de Breteuil, insensible a todo el daño que iba a hacer—, ese collar ha sido robado.
—Tanto peor. Era muy caro, pero los diamantes pueden ser identificados. Separarlos sería perder el fruto del robo. Se dejará el collar entero y la policía lo encontrará.
—Sire —contestó el barón de Breteuil—, no se trata de un robo ordinario. Circulan muchos rumores.
—¡Rumores! ¿Qué queréis decir?
—Se pretende, señor, que la reina ha guardado ese collar.
—¡Cómo! ¿Guardado? En presencia mía no lo quiso y ni siquiera lo miró. Locuras, cosas absurdas, barón; la reina no ha guardado el collar.
—Sire, no he utilizado la palabra adecuada; las calumnias son siempre tan ciegas a propósito de los soberanos, que la expresión es harto molesta para los oídos reales. La palabra guardado…
—Bueno, señor Breteuil —dijo el rey sonriendo—, ¿supongo que no se dirá que la reina lo ha robado?…
—Majestad —respondió el señor de Breteuil con viveza—, se dice que la reina volvió a adquirirlo después de habéroslo rechazado; se dice, y no tengo necesidad de repetir aquí hasta qué punto mi respeto y mi devoción desprecian estas infames suposiciones, que los joyeros poseen un recibo de Su Majestad la reina para dar fe de que ella guarda el collar.
El rey palideció.
—¡Se dice esto! —repitió—. ¡Qué no se dice! Pero, después de todo, esto no me asombra. La reina habrá comprado secretamente el collar y yo no la censuraré por esto. La reina es una mujer y el collar es una pieza rara y maravillosa. A Dios gracias, María Antonieta puede gastar un millón y medio para su tocado si lo desea. Yo lo aprobaré; no habrá hecho mal más que en una cosa: no decírmelo. Pero no es al rey al que le interesa mezclarse en este asunto, sino al marido. Este reñirá a la mujer si quiere o si puede. No reconozco a nadie el derecho a intervenir ni siquiera con una maledicencia.
El barón se inclinó ante tan nobles y firmes palabras del rey. Pero Luis XVI no tenía más que la apariencia de la firmeza. Un momento después de haberla manifestado aparecía vacilante, inquieto…
—Y puesto que habláis de robo… ¿no habíais dicho que era un robo?… Si lo ha habido, el collar no estaría en las manos de la reina. Sed lógico.
—Vuestra Majestad me ha sorprendido con su cólera y no he podido concluir.
—¡Mi cólera!… ¿Yo colérico?… ¡Barón, barón!…
Y el buen rey se echó a reír.
—Mirad, decídmelo todo, inclusive que la reina ha vendido el collar a los judíos. ¡Desdichada, algunas veces tiene necesidad de dinero y yo no se lo doy siempre!
—He aquí precisamente lo que iba a tener el honor de decir a Vuestra Majestad. La reina hizo pedir hace dos meses por mediación del señor de Calonne, quinientas mil libras y Vuestra Majestad se negó a firmar el crédito.
—Es verdad.
—Pues bien, sire, ese dinero, según se dice, debía servir para pagar la primera entrega de la compra del collar. La reina, al no tenerlo, no pagó.
—Y bien —dijo el rey interesado paulatinamente como cuando la duda va convirtiéndose en certeza.
—Pues bien, señor, aquí empieza la historia que mi celo me obliga a contar a Vuestra Majestad.
—¡Qué! ¿Decís que la historia comienza aquí? ¿Qué ha ocurrido, entonces, Dios mío? —exclamó el rey.
—Sire, se dice que la reina se dirigió a determinada persona para disponer de dinero.
—¿A quién? A un judío, ¿verdad?
—No, Majestad.
—¡Dios mío! Decís esto con un aire extraño, Breteuil. Vamos, ya lo adivino, una intriga extranjera, la reina habrá pedido dinero a su hermano, a su familia. Está el de Austria en todo esto. Ya se sabe hasta qué punto se mostraba susceptible el rey a propósito de la corte de Viena.
—Ojalá hubiera sido así —contestó el señor de Breteuil.
—¡Cómo! ¿A quién, pues, ha podido pedir la reina ese dinero?
—Sire, no me atrevo…
—Me sorprendéis, caballero —dijo el rey levantando la cabeza y adoptando de nuevo una actitud firme—. Hablad inmediatamente y nombradme al prestamista del dinero.
—El señor de Rohan, sire.
—¿No os ruborizáis al nombrar al señor de Rohan, el hombre más arruinado del reino?
—Majestad… —aventuró el señor de Breteuil bajando la mirada.
—He aquí un aire que me disgusta —añadió el rey— y os debéis explicar pronto, señor guardasellos.
—No, sire; por nada del mundo, teniendo en cuenta que nada me puede obligar a que pronuncie una palabra comprometedora para el honor de mi rey y de mi soberana.
El rey frunció el ceño.
—Descendemos mucho, señor de Breteuil —dijo—; esta relación policíaca está impregnada de emanaciones pestilentes de la sentina de donde surge.
—Toda calumnia emana miasmas mortales, sire, y he aquí por qué es necesario que los reyes realicen una acción purificadora acudiendo a los grandes remedios, si quieren evitar que ese veneno empañe el brillo de su trono.
—¡El señor de Rohan! —murmuró el rey—. Pero ¿es verosímil?… ¿El cardenal deja decir…?
—Vuestra Majestad se convencerá, de que el señor de Rohan ha estado en negociaciones con los joyeros Boehmer, y Bossange; que el asunto de la venta ha sido arreglado por él, que estipuló las condiciones del pago.
—¿De veras? —exclamó el rey turbado por la cólera y los celos.
—Es un hecho que el más sencillo interrogatorio demostrará. Os aseguro, sire, que así ocurrirá.
—¿Me lo aseguráis?
—Bajo mi responsabilidad, sire, y sin la menor reserva.
El rey empezó a dar grandes pasos por su gabinete.
—Cosas muy graves son estas, ciertamente. Mas no veo todavía en todo esto el robo de que me hablabais.
—Sire, los joyeros dicen tener de la reina un recibo firmado según el cual posee el collar.
—¡Ah! —exclamó el rey animado por un rayo de esperanza—. ¡Ella niega! Ya veis, pues, que niega, Breteuil.
—Sire, yo no he dejado creer a Vuestra Majestad en ningún momento que no estuviese seguro de la inocencia de la reina. ¡Yo me haría digno de lástima si Vuestra Majestad no creyese que guardo todo el respeto, todo el amor posible en mi corazón para la más pura de las mujeres!
—Entonces, ¿acusáis al señor de Rohan?…
—¡Oh!, Majestad, las apariencias aconsejan…
—Grave acusación, Breteuil.
—Que quedará destruida tal vez ante una encuesta, pero esta es indispensable. Pensad, señor, que la reina asegura que no tiene el collar; que los joyeros pretenden habérselo vendido; que el collar no se encuentra y que la palabra robo ha sido pronunciada por el pueblo junto al nombre del señor de Rohan y al nombre sagrado de la reina.
—Es verdad, es verdad —reconoció el rey trastornado—; Breteuil, es necesario que todo este asunto quede aclarado.
—Absolutamente, sire.
—¡Dios mío! ¿Quién pasa allá por la galería? ¿No es el señor de Rohan que se dirige a la capilla?
—Todavía, no, Majestad; el señor de Rohan no puede dirigirse a la capilla. No son las once y como oficia hoy, tiene que revestirse de los hábitos pontificales. No es él quien pasa. Vuestra Majestad dispone aún de media hora.
—¿Qué hacer entonces? ¿Hablarle? ¿Llamarlo?
—No, sire; permitid que dé un consejo a Vuestra Majestad. No hagáis que salga a la luz el asunto antes de haber hablado con Su Majestad la reina.
—Sí —asintió el rey—; ella me dirá la verdad.
—No dudemos un solo instante de ello, señor.
—Vamos, barón, colocaos allí y sin la menor reserva ni atenuante, contadme lo que se dice.
—Lo tengo detallado en esta cartera, con las correspondientes pruebas.
—Empecemos, pues, la tarea; dejad que haga cerrar la puerta del gabinete. Tenía dos audiencias por la mañana, pero las haré aplazar.
El rey dio unas órdenes y volviéndose a sentar, dirigió una última mirada por la ventana.
—Ahora sí es el cardenal. Mirad.
Breteuil se levantó, acercóse a la ventana y desde detrás de las cortinas divisó al señor de Rohan, que, con su gran ropaje de cardenal y de arzobispo, se dirigía a las habitaciones que le habían sido designadas cada vez que debía oficiar solemnemente en Versalles.
—Al fin ha llegado —exclamó el rey levantándose.
—Tanto mejor —dijo el señor de Breteuil—, la explicación no sufrirá ningún retraso.
Y se puso a informar al rey con todo el celo de un hombre que está decidido a perder a otro.
Un arte infernal había reunido en la cartera todo lo que podía abatir al cardenal. El rey veía cómo se iban amontonando las pruebas de la culpabilidad del señor de Rohan, pero se desesperaba al notar que no llegaban las pruebas de la inocencia de la reina.
Sufría impacientemente este suplicio desde hacía un cuarto de hora, cuando de pronto se oyeron unos gritos en la galería vecina.
El rey prestó atención y Breteuil interrumpió la lectura.
Un oficial vino a golpear en la puerta del gabinete.
—¿Qué ocurre? —preguntó el rey, cuyos nervios estaban en tensión desde la revelación del señor de Breteuil.
El oficial se presentó.
—Sire, Su Majestad la reina ruega a Vuestra Majestad que tenga a bien pasar a sus habitaciones.
—Hay algo nuevo —dijo Luis XVI palideciendo.
—Tal vez —murmuró Breteuil.
—Voy a las habitaciones de la reina. Esperadme aquí, señor de Breteuil.
«Bien, ya llegamos al desenlace», se dijo el guardasellos.