Olive cumplió lo prometido.
Juana hizo otro tanto.
A partir del día siguiente, Nicolasa había pasado desapercibida para todo el mundo y nadie podía sospechar que vivía en la calle de Saint-Claude.
Juana, por su parte, lo preparaba todo sabiendo que el día siguiente debía coincidir con el vencimiento del primer pago de quinientas mil libras.
Este momento terrible era el último blanco de sus observaciones.
Había calculado sabiamente la alternativa de una huida, cosa fácil, pero que constituía una acusación irrebatible.
Quedarse inmóvil como el duelista que aguarda los golpes de su adversario, con la probabilidad de caer, pero también con la de matar a su enemigo: tal fue la resolución que adoptó la condesa.
He aquí por qué, al día siguiente de su entrevista con Olive, apareció a las dos en su ventana para dar a entender a la falsa reina que aquella noche debía estar preparada para marcharse.
Explicar la alegría y el miedo de Olive sería algo imposible. La necesidad de huir significaba la existencia de un peligro y la posibilidad de la salvación.
Envió un expresivo beso a Juana y se aprestó a hacer sus preparativos.
Juana, después de hecha la señal, desapareció de su casa para buscar la carroza en la cual partiría la señorita Nicolasa.
Y esto fue todo. Nada hubiera podido sospechar el más curioso observador en aquella pantomima.
Cortinas corridas, ventanas cerradas, luz que sólo aparecía de tanto en tanto. Después ruidos misteriosos, rozamientos cuya naturaleza no podía adivinarse y una agitación rara, a la que sucedió un silencio absoluto.
Daban las once de la noche en Saint-Paul y el viento del río traía las campanadas hasta la calle de Saint-Claude, cuando Juana llegó a la calle de Saint-Louis con un carruaje de posta tirado por tres caballos.
En el pescante del coche, un hombre envuelto en una manta indicaba la dirección al postillón.
Juana tiró del extremo de la manta de este hombre e hizo que se detuviese en la esquina de la calle del Roí - Doré.
El hombre volvióse para hablar con su dueña.
—Que se quede aquí el carruaje, querido señor Reteau —ordenó Juana—; una media hora bastará. Traeré a alguien que subirá en la carroza y a quien haréis conducir a mi pequeña casa de Amiens pagando dobles guías.
—Sí, señora condesa.
—Una vez allí acompañaréis a esta persona a la residencia de mi colono Fontaine, que ya sabe lo que tiene, que hacer.
—Perfectamente.
—Me olvidaba…, ¿vais armado, mi querido Reteau?
—Sí, señora.
—Esta dama ha sido amenazada por un loco… Tal vez quiera detenerla en el camino…
—¿Qué debo hacer?
—Dispararéis contra el que pretenda estorbaros el paso.
—Descuidad.
—Me habíais pedido veinte luises de gratificación; os daré cien y pagaré vuestro viaje a Londres, donde me esperaréis antes de tres meses.
—Muy bien, señora.
—Aquí están los cien luises. Sin duda ya no os veré más porque es prudente que alcancéis Saint-Valery y os embarquéis inmediatamente para Inglaterra.
—Contad conmigo.
—Es en favor vuestro.
—En el de los dos —rectificó Reteau besando la mano de la condesa—. Os esperaré.
—Voy a traer a la dama.
Reteau ocupó en el vehículo el lugar de Juana, quien, con paso ligero, llegó a la calle de Saint-Claude y subió a su casa.
Todo dormía en este barrio tranquilo. La propia Juana encendió la bujía que, levantada en el balcón, tenía que ser la señal para que bajase Olive.
«Toma todas las precauciones», se dijo la condesa al ver la ventana oscura.
Juana levantó y bajó tres veces su bujía.
Nada. Le pareció oír como un suspiro o un sí lanzado imperceptiblemente en el aire bajo el follaje de la ventana.
«Bajará sin encender la luz —pensó Juana—; no está mal».
Y a su vez bajó a la calle.
La puerta no se abría. Supuso Juana que Olive estaría molesta con algunos paquetes pesados que embarazarían sus movimientos.
«¡Cómo pierde esta tonta el tiempo por cuatro trapos!», murmuró la condesa.
No venía nadie. Se dirigió hasta la puerta de enfrente.
Nada. Escuchó acercando el oído a los clavos de ancha cabeza que había en la puerta.
Así pasó un cuarto de hora; dieron las once y media.
Caminó Juana en dirección al bulevar para ver si las ventanas estaban iluminadas.
Le pareció ver una débil luz que se movía por entre el hueco de las hojas, tras las dobles cortinas.
«¿Qué estará haciendo? ¡Habrá miserable! Pero, tal vez no haya visto la señal».
Tomó una decisión:
«Subamos de nuevo», dijo.
Y subió otra vez a su casa para repetir las señales con la bujía.
Ninguna señal respondió a las suyas.
«Esta maldita debe estar enferma; Por ello no se moverá. ¡Pero no importa! Viva o muerta haré que desaparezca esta noche».
Descendió de nuevo la escalera. Tenía en la mano la llave que tantas veces había procurado a Olive la libertad nocturna.
En el momento de introducirla en la cerradura del palacio se detuvo.
«¿Y si hubiese alguien con ella? —pensó—. Imposible, yo oiría las voces y siempre tendría tiempo para bajar de nuevo. Si encontrase a alguien en la escalera… ¡Oh!».
Estuvo a punto de retroceder ante esta peligrosa suposición.
El ruido del caracolear de los caballos sobre el sonoro pavimento, la decidió.
«¡Sin peligro no se obtiene nada bueno! —se dijo—. ¡Con audacia jamás existe peligro!».
Dio vuelta al pestillo de la pesada cerradura y la puerta se abrió.
Juana conocía las habitaciones. La escalera estaba a la izquierda y la joven subió por ella, presurosa.
Ningún ruido; ninguna luz; nadie.
Llegó hasta el descansillo de las habitaciones de Nicolasa.
Allí, bajo la puerta, se divisaba una línea luminosa y se oía el rumor de unos pasos agitados.
Juana, jadeante, pero apagando su respiración, escuchó. No hablaban. Olive debía estar sola, caminaba seguramente arreglando sus cosas. No estaba, por lo tanto, enferma y todo se reducía a un retraso.
Golpeó suavemente en la puerta.
—¡Olive! ¡Olive! —dijo—. Querida amiga…
Los pasos se acercaron en la alfombra.
—¡Abrid! ¡Abrid! —rogó.
La puerta se abrió y un gran resplandor inundó a Juana, que se halló frente a un hombre con una antorcha de tres brazos en la mano. Lanzó la condesa un grito terrible, ocultando su cara.
—¿Olive? —dijo aquel hombre—. ¿Acaso no sois vos? —Y levantó suavemente la capa de la condesa—. ¡Señora condesa de La Motte! —exclamó entonces con un tono de sorpresa admirablemente fingido.
—¡Señor de Cagliostro! —murmuró Juana a punto de desvanecerse.
Entre todos los peligros que Juana había podido suponer, jamás imaginó el que entonces encontraba.
El peligro ese no se presentaba muy terrible a primera vista, pero reflexionando un poco, al observar el aire sombrío y el profundo disimulo de ese hombre extraño, el riesgo debía ser extraordinario.
Juana estuvo a punto de perder la cabeza, retrocedió y sintió el deseo de echarse desde lo alto de la escalera.
Cagliostro le tendió cortésmente la mano, invitándola a sentarse.
_—¿A qué debo el honor de vuestra visita, señora?— dijo con voz firme.
—Caballero… —balbuceó la intrigante, que no podía apartar sus ojos de los del conde—, yo venía…, yo buscaba…
—Permitid, señora, que llame para castigar a mis criados, suficientemente groseros para no acompañar a una dama de vuestra alcurnia.
Juana tembló. Detuvo la mano del conde.
—Forzosamente —dijo este último— debéis haber caído en manos de ese bribón suizo que es mi portero y que se embriaga. No os conocería. Habrá abierto la puerta sin decir nada y sin moverse; tal vez se durmió después de abriros.
—No le riñáis, caballero —articuló Juana, que no sospechaba el lazo que le tendían—, os lo ruego.
—¿Es él quien os ha abierto?
—Me parece que sí… Pero me prometisteis no reñirle.
—Y cumpliré mi palabra, condesa —dijo sonriendo—. Os ruego que habléis ahora.
Una vez hallada esta salida, Juana, que no se creía objeto de sospecha alguna, podía mentir acerca del móvil de su visita. No desaprovechó la ocasión.
—Venía a consultaros, conde —dijo muy de prisa—, sobre ciertos rumores que corren.
—¿Qué rumores, condesa?
—Os ruego que no me apuréis —suplicó con melindroso acento—; el paso que doy es tan delicado…
«¡Busca! ¡Busca! —pensaba Cagliostro—; yo ya he encontrado».
—¿Sois amigo de Su Eminencia el cardenal de Rohan? —interrogó Juana.
«No está mal», —se dijo Cagliostro—. «Quiere llegar hasta el fin del hilo que tengo, pero no irá más lejos».
—Estoy, ciertamente, en buena relación Su Eminencia, señora —contestó.
—Venía a pediros me informarais sobre…
—¿Sobre qué? —apremió Cagliostro con un cierto matiz de ironía.
—Ya os he dicho que mi posición es delicada, caballero, y por ello no debéis abusar. Sabréis que el señor de Rohan me manifiesta algún aprecio y yo quisiera saber hasta qué punto puedo contar… En fin, caballero, se dice que vos leéis hasta lo más profundo de los corazones y del espíritu.
—Ilustradme algo más, señora —respondió el conde—, para que yo pueda leer en las tinieblas de vuestro corazón y vuestra inteligencia.
—Circulan rumores, caballero, de que Su Eminencia tiene amores con muy encumbrada dama. Hay quien afirma…
Al llegar a este punto Cagliostro dirigió a Juana una mirada centelleante que la hizo enmudecer.
—Señora —dijo—, yo leo, efectivamente, en las tinieblas, pero para leer bien, necesito ser ayudado. Respondedme a las siguientes preguntas: «¿Cómo vinisteis a buscarme aquí si no vivo en esta casa?».
Juana se estremeció.
—¿En qué forma llegasteis hasta aquí? Porque no hay ni suizo ebrio, ni criados en esta parte del palacio.
«Y si no era a mí, ¿a quién veníais a buscar?».
«No me respondéis, ¿verdad? Voy a hacerlo por vos: Entrasteis aquí con una llave que veo en vuestro bolsillo. Ahí está».
«Veníais a buscar a una joven, que, por pura bondad, yo escondía en mi casa».
Juana se estremeció aterrada.
—Y aun cuando… fuese así —respondió en voz baja—, ¿qué crimen habría cometido? ¿No está permitido a una mujer venir a ver a otra? Llamadla y os dirá si nuestra amistad no es confesable…
—Señora —interrumpió Cagliostro—, me decís eso porque sabéis que no está aquí.
—¿Que no está aquí? —exclamó espantada—. ¿No está aquí Olive?
—¡Ah! —dijo Cagliostro—. ¿Queréis convencerme de que lo ignoráis habiendo cooperado al rapto?
—¿Al rapto? ¡Yo! —exclamó Juana abrigando cierta esperanza—. ¿Se la ha raptado y vos me acusáis?
—Hago más, os lo probaré.
—¡Probadlo! —dijo la condesa.
Cagliostro tomó un papel que estaba encima de la mesa y se lo mostró. Era una esquela dirigida al conde. Decía:
Caballero y generoso protector: Perdonadme que os deje; pero yo amo al señor de Beausire sobre todo; viene a buscarme y yo le sigo. Adiós. Recibid la expresión de mi gratitud.
—¡Beausire! —dijo Juana anonadada—. ¡Beausire!… ¡Pero él no sabía la dirección de Olive!
—Sí, señora —contestó Cagliostro mostrándole un segundo papel que sacó de su bolsillo—; mirad, he recogido este papel en la escalera; habrá caído del bolsillo del señor de Beausire.
La condesa, estremecida, leyó:
El señor de Beausire hallará a la señorita Olive en la calle de Saint-Claude, en la esquina del bulevar; la encontrará y la acompañará inmediatamente. Es una amiga sincera la que lo aconseja. Tiempo es ya de que cese la esclavitud de la infeliz.
—¡Oh! —exclamó la condesa.
—Y se la ha llevado —dijo fríamente Cagliostro.
—Pero ¿quién ha escrito esta esquela?
—Según las apariencias, vos, la sincera amiga de Olive.
—Pero ¿cómo ha podido entrar hasta aquí? —exclamó Juana mirando con rabia a su impasible interlocutor.
—¿Es que no se puede entrar con vuestra llave?
—Notad que si la tengo yo, no la puede tener Beausire.
—Cuando se dispone de una llave, se pueden tener dos —insistió Cagliostro mirándola de frente.
—Vos poseéis pruebas convincentes —respondió lentamente la condesa—, en tanto que yo sólo tengo meras sospechas.
—¡Oh! Yo también las tengo y más fundadas que las vuestras, señora.
Y después de estas palabras el conde despidió a su interlocutora con un casi imperceptible ademán.
Ella empezó a bajar; pero a lo largo de la antes desierta y sombría escalera, halló ahora veinte bujías y veinte lacayos espaciados, ante los que Cagliostro exclamó en voz alta y por dos veces: «¡La señora condesa de La Motte!».
Como un basilisco que lanza fuego y veneno, salió Juana jurando venganza.