La reina salía a la mañana siguiente, alegre y hermosa, para dirigirse a la misa.
Los guardias habían recibido orden de dejar que se acercase a ella todo el mundo. Era domingo y Su Majestad, al despertarse, había dicho:
—Hermoso día. La vida me parece hoy más grata.
Parecía respirar con más deleite que ordinariamente, el perfume de sus flores favoritas. Mostróse magnánima al otorgar algún don y se apresuró además a ir a poner su alma bajo la protección de Dios.
Oyó la misa sin la menor distracción. Jamás había inclinado tan profundamente su majestuosa cabeza.
En tanto que ella rogaba con fervor, la multitud se agolpaba como otros domingos en el pasaje que conduce desde las habitaciones particulares a la capilla, e inclusive los peldaños de las escaleras estaban repletos de damas y gentileshombres.
Entre las primeras brillaba, modesta pero elegantemente vestida, la señora de La Motte.
En la doble hilera, formada por gentileshombres, se veía a la derecha, al señor de Charny, cumplimentado por numerosos amigos, que se interesaban por su curación, por su regreso y, sobre todo, por su cara radiante.
El favor es un perfume sutil; se difunde con tal facilidad en el aire, que mucho antes de abrir la redoma que lo contiene, es adivinado por los peritos. Sólo hacía seis horas que Olivier era el amigo de la reina, pero ya todo el mundo se llamaba amigo de Olivier.
Mientras él recibía todas las felicitaciones con la buena cara del hombre verdaderamente feliz, y veía que para testimoniarle mayor acatamiento y amistad, toda la hilera de la izquierda había pasado a la derecha, Olivier, obligado a recorrer con la mirada el grupo que le rodeaba, divisó frente a él una cara cuya sombría palidez e inmovilidad le conmovieron en medio de su dicha.
Reconoció a Felipe de Taverney vestido de uniforme y con la mano en la empuñadura de la espada.
Desde las visitas de cortesía hechas por este último a la antesala de su adversario después del duelo; desde el secuestro de Charny por el doctor Luis, ninguna relación había existido entre los dos rivales.
Charny, al ver a Felipe que le miraba tranquilamente, sin benevolencia ni amenaza, empezó por hacerle un saludo que aquel le devolvió desde lejos.
—Perdón, caballeros —se excusó—, he de cumplir un deber de cortesía. Y atravesando el espacio comprendido entre la hilera derecha y la izquierda, se dirigió directamente hasta donde estaba Felipe, que no se movió en lo más mínimo.
—Señor de Taverney —dijo saludándole más cortésmente que la primera vez—, os tenía que dar las gracias por el interés que demostrasteis por mi salud, pero he llegado ayer.
Felipe se sonrojó y le miró; después bajó los ojos.
—Mañana, caballero —prosiguió Charny—, tendré el honor de haceros una visita y espero que no me guardaréis rencor.
—No os lo guardo, señor —contestó Felipe.
Iba Olivier a tender a Felipe la mano, cuando el tambor anunció la llegada de la reina.
—He aquí la reina que llega, caballero —dijo lentamente Felipe sin corresponder al ademán amistoso de Charny.
Y acentuó esta frase con una reverencia más melancólica que fría.
Charny, algo sorprendido, se apresuró a reunirse con sus compañeros que se hallaban en la hilera derecha.
Felipe permaneció en su sitio como si se hubiera hallado de centinela.
Se acercaba la reina, se la vio sonreír a muchos, recoger u ordenar que se recogiesen las súplicas que se le presentaban. Había divisado a Charny y sin dejar de mirarle, con la temeraria valentía con que revelaba sus sentimientos y que sus enemigos llamaban impudor, pronunció en voz alta estas palabras:
—Pedid lo que queráis, caballeros, pedid, hoy no sabría negaros nada.
Charny se sintió conmovido hasta lo más hondo de su corazón por el acento y por el sentido de estas mágicas palabras. Estremecióse de placer, agradeciendo el gesto de la reina.
De pronto, esta se vio apartada de su dulce pero peligrosa contemplación, por el ruido de unos pasos y por el sonido de una voz extraña.
Los pasos se oían resonar en las losas, hacia la izquierda; la voz, conmovida, pero grave, decía:
—¡Señora!…
La reina divisó a Felipe; no pudo reprimir un primer gesto de sorpresa al verse colocada entre los dos hombres respecto a los cuales se reprochaba amar demasiado a uno y no bastante al otro.
—¡Vos! ¡Señor de Taverney! —exclamó reponiéndose—. ¿Tenéis algo que pedirme? Hablad.
—Solicito diez minutos de audiencia a la elección de Vuestra Majestad —respondió Felipe inclinándose sin que se alterase la palidez de su semblante.
—Al momento, caballero —concedió la reina dirigiendo una furtiva mirada a Charny, como si temiera que se hallase demasiado cerca de su antiguo adversario—. Seguidme.
Apresuró el paso María Antonieta cuando oyó el de Felipe tras el suyo y hubo dejado a Charny en su lugar.
Sin embargo, continuó recogiendo cartas, súplicas, memoriales, dio algunas órdenes y entró en sus habitaciones.
Un cuarto de hora después Felipe era introducido en la biblioteca, donde Su Majestad recibía los domingos.
—Entrad, señor de Taverney —dijo adoptando un tono alegre—, entrad y ponedme en seguida buena cara. Os tengo que confesar que siento una cierta inquietud cada vez que un Taverney desea hablarme. Vuestra familia es de mal augurio. Tranquilizadme en seguida, caballero, diciéndome que no venís a comunicarme ninguna desgracia.
Felipe, más pálido aun después de este preámbulo que cuando la escena con Charny, se limitó a contestar, al ver el poco afecto que la reina ponía en sus palabras:
—Señora, tengo el honor de afirmar a Vuestra Majestad que por esta vez le traigo una buena noticia.
—¡Ah! ¿Es una noticia?
—¡Ay! Sí, Majestad.
—¡Dios mío! —comentó ella, de nuevo con el tono alegre que hacía a Felipe tan desgraciado—. Habéis dicho ¡ay! «¡Qué pobre soy!» —diría un español. El señor de Taverney dice: ¡ay!
—Señora —dijo gravemente Felipe—: Dos palabras tranquilizarán tan plenamente a Vuestra Majestad, que no solamente su noble frente no se velará hoy porque un Taverney pida audiencia, sino que jamás se velará por culpa de un Taverney Maison-Rouge. A partir de hoy, señora, el último de esta familia a quien Vuestra Majestad se había dignado conceder algún favor, va a desaparecer de la corte de Francia para siempre.
La reina, dejando de pronto el tono alegre que había adoptado como recurso para defenderse contra las emociones que presumía surgirían de la entrevista, exclamó:
—¿Partís?
—Sí, Majestad.
—¡Vos… también!
Felipe se inclinó.
—Mi hermana, señora, tuvo ya el sentimiento de dejar el servicio de Vuestra Majestad —dijo—; yo, que resulto más inútil todavía a la reina, he decidido partir también.
María Antonieta sentóse muy turbada, recordando que Andrea había pedido permiso para despedirse, al día siguiente de su entrevista en las habitaciones del doctor Luis, donde Charny había recibido el primer indicio de la simpatía que sentía por él.
—¡Es extraño! —murmuró pensativa.
Y no añadió una sola palabra.
Felipe permanecía de pie, inmóvil, esperando que la reina hiciera el ademán de despedida.
María Antonieta, saliendo de pronto de su letargo, interrogó:
—¿A dónde vais?
—A reunirme al señor de La Perouse.
—En este momento, el señor de La Perouse está en Terranova.
—Todo lo he preparado para ir allí.
—¿Sabéis que se le ha pronosticado una muerte espantosa?
—No sé si espantosa, pero sí rápida.
—¿Y entonces…, partís?
Él sonrió con noble y bello gesto.
—Por eso quiero unirme a él —respondió.
La reina guardó silencio nuevamente.
Felipe continuaba esperando en actitud respetuosa.
El temperamento noble y valiente de María Antonieta se despertó más temerario que nunca.
Levantóse, acercóse al joven y le dijo mientras cruzaba sus blancos brazos sobre el pecho:
—¿Por qué partís?
—Porque siento gran curiosidad por los viajes —respondió dulcemente Felipe.
—¿Por curiosidad después de haber dado la vuelta al mundo? —comentó la reina, engañada un momento por la calma heroica del joven.
—Recorrí todo el Nuevo Mundo, señora. Mas no el viejo.
La reina hizo un gesto de despecho y repitió lo que ya le había dicho a Andrea.
—Casta de hierro, corazón de acero él de los Taverney. Vuestra hermana y vos sois personas terribles, amigos a los que uno termina por odiar. Vos partís, no para viajar, sino para dejarme. Vuestra hermana decía que la religión la llamaba, y ocultaba un corazón de fuego bajo fría ceniza. Ella quiso partir y se fue. ¡Que Dios le conceda la felicidad! Vos, que podríais ser feliz, os vais también. ¡Cuando yo decía hace poco que los Taverney me traen desgracia!
—Perdonadnos, señora; si Vuestra Majestad se dignase buscar mejor en nuestros corazones no hallaría sino una devoción sin límites.
—¡Oh! —exclamó la reina, colérica—. ¡Vos sois un cuáquero, ella una filósofa, criatura imposible! Andrea se imagina el mundo como un paraíso donde no puede entrarse sino a condición de ser un santo; vos lo tomáis por un infierno donde no entran sino los diablos y ambos huís de él; uno porque halla lo que no busca y él otro porque no halla lo que busca. ¿Tengo razón? Mi querido señor de Taverney, dejad a los humanos ser imperfectos, no exijáis a las familias reales que sean las menos imperfectas de las clases humanas; sed tolerante o, mejor dicho, no seáis egoísta.
María Antonieta acentuó estas palabras con demasiada pasión.
Felipe iba a tomar ventaja.
—Señora —dijo—, el egoísmo es una virtud cuando se utiliza para realzar a las personas a las que se adora.
Ella se sonrojó.
—Sólo sé deciros —respondió— que yo quería a Andrea y ella me ha dejado; que os tengo afecto y me dejáis. Es humillante para mí ver que se alejan de mi lado dos personas tan perfectas.
—Nada puede humillar a una persona augusta como vos, señora —dijo fríamente Taverney—; el baldón no llega a frentes tan elevadas como la vuestra.
—En vano busco algo que haya podido heriros.
—Nada me ha herido, señora —contestó Felipe con viveza.
—Vuestro grado ha sido confirmado; vuestra fortuna estaba bien encaminada; yo os distinguía…
—Repito a Vuestra Majestad, que nada de lo que hay en la corte me halaga.
—¿Y si os pidiera que os quedarais… si os lo ordenara?
—Me vería en el doloroso trance de tener que desobedecer a Vuestra Majestad.
La reina, por tercera vez, sumióse en esa silenciosa reserva que era para ella lo que la orden de recomenzar es para el espadachín fatigado.
Y como acostumbraba a salir de esta reserva con un golpe de efecto, dijo:
—¿Hay alguien que os disgusta aquí? Tenéis un aspecto sombrío.
—Nadie me disgusta.
—Creía… que estabais en malas relaciones con un gentilhombre…, con el señor de Charny… a quien heristeis en duelo —dijo la reina, animándose por momentos—. Y como es natural que uno se aleje de las personas a quienes no quiere, desde que habéis visto que el señor de Charny volvía, habréis deseado dejar la corte.
Felipe no respondió.
La reina, juzgando equivocadamente a este hombre tan leal y tan valiente, creyó hallarse ante un celoso como tantos otros. Lo persiguió sin contemplación:
—Fue hoy, precisamente, cuando supisteis que el señor de Charny está de regreso. Por eso me pedís licencia para retiraros.
Felipe, más lívido que pálido ante semejante ataque, reaccionó violentamente.
—Señora —dijo—, sólo esta mañana supe oficialmente el regreso del señor de Charny, pero sabía que estaba de vuelta mucho antes de lo que piensa Vuestra Majestad, pues encontré al señor de Charny a las dos de la mañana en la puerta del parque que corresponde a los baños de Apolo.
La reina palideció a su vez; y después de haber contemplado con admiración mezclada de terror, la perfecta cortesía que el gentilhombre conservaba en medio de su cólera, murmuró con voz apagada:
—¡Bien! Podéis marcharos. Tenéis mi real licencia.
Felipe saludó por última vez y partió lentamente.
La reina se dejó caer extenuada sobre su sillón, exclamando:
—¡Oh, Francia! ¡País de nobles corazones!