A las cuatro de la tarde de aquel mismo día, un hombre a caballo se detuvo en el lindero del parque, detrás de los baños de Apolo.
El caballero daba un paseo; llevaba su cabalgadura al paso, y pensativo como Hipólito, y como él apuesto, dejaba libres las riendas sobre las crines de su corcel.
Se detuvo, como hemos dicho, en el mismo lugar en que desde hacía tres días el señor de Rohan parábase con su caballo. El suelo, en aquel sitio, estaba pisoteado por las herraduras, y los arbustos presentaban señales de haber sido mordidos en el espacio que rodeaba el tronco de roble al que había atado el caballo. El jinete echó pie a tierra.
—He aquí un lugar bien devastado —dijo.
Y se acercó a la pared.
—Aquí hay señales de un escalo y una puerta recientemente abierta. Era realmente lo que yo había pensado. No en vano hice la guerra a los indios; conozco el paso de los caballos y de los hombres. Hace quince días que el señor de Charny ha vuelto y durante este tiempo no ha aparecido. He aquí la puerta que utilizó para entrar en Versalles.
Y al decir estas palabras, el caballero suspiró dolorosamente, como si el alma se le fuera en el suspiro.
—Dejemos al prójimo su felicidad —murmuró al tiempo que contemplaba las huellas sobre el césped y en la pared. Lo que Dios concede a los unos, lo niega a los otros. No en balde creó a los felices y a los desgraciados. ¡Bendita sea, pues, su voluntad! No obstante, me haría falta una prueba. ¿A qué precio y por qué medio conseguirla? ¡Oh! Nada más sencillo. Tras los brezos, por la noche, un hombre no puede ser descubierto y desde su escondrijo, verá a los que llegan. Esta noche yo estaré tras los brezos.
El caballero recogió las riendas, montó lentamente y sin apresurar el paso de su caballo, desapareció tras el recodo que formaba la pared.
Por lo que se refiere a Charny, obediente a las órdenes de la reina, se había encerrado en sus habitaciones esperando la llegada del mensaje.
Llegó la noche y no vino nadie. El joven, en lugar de espiar tras la ventana del pabellón que daba al parque, miraba desde la habitación hacia la ventana que daba a la calle. La reina le había dicho: «En la puerta de la casa del montero». Pero ventana y puerta eran una misma cosa en el piso bajo. Lo interesante era ver todo lo que ocurría.
Aguardaba en la negra noche, esperando de un momento a otro oír el galope de un caballo o el paso apresurado de un mensajero.
Dieron las diez y media. Nada. La reina se había burlado de Charny. Había hecho una concesión ante la primera impresión de la sorpresa.
Avergonzada, había prometido lo que no podía cumplir y, lo que es peor, había hecho esa promesa sabiendo que no podía cumplirla.
Charny, con la rápida facilidad para la sospecha que caracteriza a las personas apasionadas en el amor, se reprochaba ya el haber sido tan crédulo.
—¿Cómo habiendo visto, he podido creer en los embustes y sacrificar mi convicción y mi certeza a una estúpida esperanza? —murmuró.
Y se aferraba a este funesto pensamiento, cuando el ruido de un puñado de arena, lanzado contra los cristales de la otra ventana atrajo su atención y le hizo correr hacia el lado del parque.
Bajo una ancha capa negra, vio entonces, en el soto del parque, una cabeza de mujer que levantaba hacia él su rostro pálido e inquieto.
No pudo contener un grito de alegría y pena al mismo tiempo. ¡La mujer que le esperaba y, que le llamaba, era la reina!
De un salto pasó a través de la ventana y vino a caer cerca de María Antonieta.
—¡Ah! ¿Estáis aquí ya, caballero? ¿Qué estabais haciendo?
—¡Vos! ¡Vos, señora!… ¿Es posible? —replicó Charny prosternándose.
—¿No me esperabais entonces?
—Os esperaba por el lado de la calle, señora.
—¿Podía venir por la calle siendo tan sencillo hacerlo por el parque?
—No me hubiese atrevido a creer que os vería, señora —dijo Charny con acento de apasionada gratitud.
Ella le interrumpió.
—No permanezcamos aquí. Hay luna. ¿Lleváis vuestra espada?
—Sí.
—Bien… ¿Por dónde decís que entraron las personas que visteis?
—Por esta puerta.
—¿A qué hora?
—Siempre a medianoche.
—No existe ningún motivo para que esta noche no vengan. ¿Hablasteis a alguien de esto?
—A nadie.
—Entremos en los setos y esperemos.
—¡Majestad!…
La reina pasó delante y con caminar bastante rápido recorrió un trecho en sentido diagonal.
—Ya comprenderéis —dijo de pronto adelantándose al pensamiento de Charny— que no me he divertido contando este asunto al jefe de policía. Desde que me quejé, el señor de Crosne debió aclarar el enredo. Si la mujer que usurpa mi nombre después de haber utilizado su parecido conmigo, no ha sido detenida, si este misterio no ha sido descifrado, debéis suponer que se debe a dos motivos: o a la incapacidad del señor de Crosne —que no significa nada— o a su connivencia con mis enemigos. Y me parece difícil que en mi casa, en mi parque, se permita alguien la innoble pantomima que me habéis hecho conocer, sin estar seguro de un apoyo directo o de una tácita complicidad. He aquí por qué las personas que se han hecho culpables me parecen lo suficiente peligrosas para que sea yo misma quien las desenmascare. ¿Qué pensáis sobre esto?
—Pido a Vuestra Majestad autorización para no tener que expresarme. Estoy desesperado. No tengo ya sospechas sino temores.
—Al menos vos sois una persona honrada —dijo con viveza la reina—; sabéis decir las cosas cara a cara. Es un mérito que a veces puede herir a los inocentes cuando a propósito de ellos se hacen falsas suposiciones, pero una herida se cura.
—Señora, son ya las once; estoy temblando.
—Aseguraos de que no hay nadie por aquí —rogó la reina para alejar a su compañero.
Charny obedeció. Recorrió los setos hasta los muros.
—Nadie —informó al volver.
—¿Dónde se desarrolló la escena que me contasteis?
—Señora, en el instante mismo en que volvía de mi recorrida he recibido en mi corazón una impresión terrible. Os he visto en el mismo lugar en que, las noches últimas, vi a la… falsa reina de Francia.
—¡Aquí! —exclamó la reina alejándose con desagrado del lugar en que se encontraba.
—Bajo ese castaño, sí, señora.
—Pues entonces, caballero —dijo María Antonieta—, no nos quedemos aquí, porque si han venido, volverán.
Charny siguió a la reina por otra alameda. Su corazón latía tan fuerte, que temía no poder oír el ruido de la puerta cuando se abriese.
Ella, silenciosa y altiva, esperaba que la prueba viviente de su inocencia no tardase en aparecer.
Dieron las doce. La puerta no se abrió.
Transcurrió media hora durante la cual María Antonieta preguntó diez veces a Charny si los impostores habían sido exactos en las citas anteriores.
Dio la una menos cuarto la iglesia de San Luis de Versalles.
La reina, impaciente, golpeaba el suelo con el pie.
—Ya veréis como hoy no vendrán. ¡Estos contratiempos sólo me ocurren a mí!
Al decir estas palabras miraba a Charny como para amonestarle, en el caso de que hubiese adivinado en sus ojos la menor señal de triunfo o de ironía.
Pero él, palideciendo a medida que sus sospechas iban tomando de nuevo consistencia, guardaba una actitud tan grave y melancólica, que verdaderamente su semblante reflejaba en aquel momento la serena paciencia de los mártires y de los ángeles.
La reina se apoyó en su brazo y le condujo hasta el castaño donde se habían detenido al llegar.
—¿Decís que fue aquí dónde visteis? …
—Aquí mismo, señora.
—Aquí le dio una rosa la mujer al hombre, ¿verdad?
—Sí, Majestad.
La reina estaba tan débil por su larga permanencia en el húmedo parque, que se apoyó en el tronco del árbol e inclinó la cabeza sobre el pecho.
Insensiblemente sus rodillas se doblegaron y como no estaba ya apoyada en el brazo de Charny, cayó sobre la hierba y el musgo.
Charny permanecía inmóvil y sombrío.
Ella apoyó el rostro en sus dos manos y el joven no pudo ver así una lágrima que se deslizaba por entre aquellos dedos afilados y blancos.
De pronto, levantando de nuevo la cabeza, dijo:
—Caballero, tenéis razón; estoy condenada. Os prometí demostraros que me habíais calumniado. Dios no lo permite y yo me conformo.
—Señora… —murmuró Charny.
—Hice lo que ninguna mujer hubiera hecho en mi lugar. Ya no hablo de las reinas. ¡Oh! Caballero, ¿qué es una reina cuando ni siquiera puede reinar sobre un corazón? ¿Qué es una reina cuando ni la estima de un hombre honrado puede obtener? Veamos, ayudadme al menos a levantarme; no me despreciéis hasta el punto de negarme vuestra mano.
Charny, como un enajenado, precipitóse a los pies de ella.
—Señora —dijo golpeando la tierra con su frente—, ¿verdad que me perdonaríais si no fuese un desgraciado que os ama?
—¡Vos! —exclamó la reina con risa amarga—. ¡Vos me amáis y me creéis una infame!
—¡Oh, señora!
—¡Vos!… ¡Vos, que debierais tener memoria, me acusáis de haber dado una flor aquí, allá un beso, más allá mi amor a un hombre…!, ¿a qué mentir, caballero? ¡Vos no me amáis!
—Señora, ese fantasma de reina enamorada estaba ahí. Donde yo estoy estaba el fantasma del amante. Arrancadme el corazón, puesto que esas imágenes infernales se albergan en él y lo devoran.
Ella le cogió la mano y lo atrajo hacia sí con exaltado ademán.
—¡Vos habéis visto! ¡Vos oísteis!… ¿Era realmente yo? ¡Oh! Era yo, no busquéis más. Pues bien, si en este mismo lugar, bajo este mismo castaño, sentada como creísteis verme, vos a mis pies como estaba el otro, os estrecho las manos y acercándoos a mi pecho, abrazándoos os digo: Yo, que según vos hice todo esto con el otro; yo, que di al otro iguales pruebas de amor, yo, señor de Charny, no he amado, no amo, ni amaré a ningún otro ser en el mundo que a vos… ¡Dios mío! ¿Sería suficiente esto para convenceros de que no se es infame cuando se tiene en el corazón, con la sangre de las emperatrices, el fuego divino de un amor como este?
Charny lanzó un gemido semejante al que exhala un hombre que expira. La reina al hablarle le había enervado con su aliento; sus palabras le habían enloquecido. Quemábale en los hombros el contacto de sus manos y en el corazón el roce de su pecho.
—Dejadme que dé gracias a Dios —murmuró—. Si no pensase en Dios pensaría demasiado en vos.
Levantóse ella lentamente y fijó en Olivier una mirada abrasadora, si bien empañada por las lágrimas.
—¿Queréis mi vida? —dijo él arrebatado.
La reina calló sin dejar de mirarle.
—Dadme vuestro brazo —le dijo— y conducidme a todos los sitios donde han estado los otros. Al pie de este castaño entregó la supuesta reina una rosa, ¿verdad? Pues bien, tomad.
Y sacó de su vestido una rosa tibia aún del calor de su seno.
Él aspiró el perfume de la flor y la estrechó contra sí.
—¿Fue aquí —continuó María Antonieta— dónde la otra dio su mano a besar?
—¡Las dos manos! —respondió vacilando Charny, ebrio al sentir su rostro entre las adoradas manos de la reina.
—Ya queda purificado este sitio —dijo ella con encantadora sonrisa—. Veamos ahora, ¿no fueron ellos a los baños de Apolo?
Charny, como si el cielo se desplomara sobre su cabeza, aturdido, se detuvo estupefacto.
—Es un lugar donde no entro nunca si no es de día. Vamos a ver juntos el lugar por donde huía el amante de la reina.
Alegre, ligera, prendida del brazo del hombre más feliz que Dios había bendecido hasta entonces, atravesó casi corriendo los espacios cubiertos de césped que separaban los setos de las paredes de la rotonda. Llegaron en esta forma a la puerta tras la cual se divisaban las huellas de las herraduras.
—Aquí es —dijo Charny—, mas para cerciorarse habría que abrir.
—Tengo todas las llaves —respondió la reina—. Abrid, señor de Charny, averigüemos.
La alegre pareja traspuso la puertecilla. La luna surgía entre unas nubes como para ayudarles en sus investigaciones.
Los blancos rayos iluminaron tenuemente el hermoso rostro de la reina que se apoyaba en el brazo de Charny mirando y escuchando hacia los brezos de los alrededores.
Cuando quedó bien convencida, hizo entrar de nuevo al gentilhombre, atrayéndole con una dulce presión.
Cerróse la puertecilla del parque tras ellos y ambos entraron en los baños de Apolo.
Daban las dos de la mañana cuando la reina, despidiéndose de Charny, le decía:
—Adiós. Retiraos. Hasta mañana.
Le estrechó la mano y sin decir una palabra, se alejó rápidamente bajo los setos en dirección al castillo.
Más allá de la puerta que ambos acababan de cerrar, un hombre surgió detrás de unos zarzales y desapareció entre los bosques que bordeaban el camino.
Aquel hombre llevaba consigo el secreto de la reina.