Capítulo LXVIII

La condesa había notado la turbación de Charny, la solicitud de la reina y el apresuramiento de ambos para entablar conversación.

Era más de lo que necesitaba una mujer de su temperamento para adivinar muchas cosas, y consideramos inútil añadir lo que todos habrán comprendido ya.

Tras el encuentro preparado por Cagliostro entre la señora de La Motte y Olive, la comedia de las tres últimas noches puede pasar sin comentarios.

Juana, que había entrado donde estaba la reina, escuchaba, observaba; quería adivinar en el semblante de María Antonieta las pruebas de lo que ella sospechaba.

Pero la reina, desde poco tiempo atrás se había acostumbrado a desconfiar de todo el mundo. No dejó traslucir nada, y la señora de La Motte quedó reducida al terreno de las conjeturas.

Había ordenado ya a uno de sus lacayos que siguiese al señor de Charny. El criado volvió para anunciarle que el señor conde acababa de entrar en una casa que estaba al final del parque, cerca de los setos.

«No hay duda», —pensó Juana—, «este hombre es un enamorado que lo ha visto todo».

Oyó que la reina decía a la señora de Misery:

—Me siento muy débil, querida Misery y esta noche me acostaré a las ocho.

Como la dama de honor insistía, añadió la reina:

—No recibiré a nadie. «Está bastante claro», —siguió meditando Juana—; «sería una loca si no lo comprendiese».

La reina emocionada aún por la entrevista que había tenido con Charny, no tardó en despedir a todo el séquito. Juana lo celebró por primera vez desde su entrada en la corte.

«El juego está enredado», —pensó—. «¡A París! Llegó la hora de deshacer lo hecho».

Y partió en seguida de Versalles. Conducida a su casa, en la calle de Saint-Claude, encontró una soberbia vajilla de plata que el cardenal había mandado aquella misma mañana.

Luego de dirigir a este regalo una mirada indiferente, aunque era de precio, miró tras las cortinas a la casa de Olive, cuyas ventanas no estaban abiertas aún. Olive dormía, fatigada sin duda; hacía mucho calor.

Juana se hizo llevar a casa del cardenal, al que halló radiante, henchido, insolente de alegría, y de orgullo. Sentado ante su rica mesa de escribir, obra maestra de Boule, el príncipe rompía y volvía a escribir una carta que empezaba siempre del mismo modo y no acababa nunca.

Al anunciar el criado a Juana, el cardenal exclamó:

—¡Querida condesa!

Y corrió a su encuentro.

Juana recibió los besos que el cardenal le daba en las manos y en los brazos. Sentóse cómodamente para sostener mejor la conversación.

Monseñor empezó renovando sus protestas de agradecimiento, a las que no faltaba una sincera elocuencia.

Juana le interrumpió.

—¿Sabéis que sois un amante muy fino, monseñor, y os lo agradezco mucho?

—¿Por qué?

—No es por el encantador regalo que me enviasteis esta mañana, sino por la atención tenida al no enviarlo a la casita de descanso. Verdaderamente es una delicadeza. Vuestro corazón no se prostituye, se entrega.

—¿Quién osaría hablar de delicadeza ante vos, condesa?

—No sois un hombre feliz, sino un dios triunfante —dijo Juana.

—Lo confieso, y la felicidad me asusta y me entorpece; me hace imposible la vista de otros hombres. Me estoy acordando de aquella fábula pagana de Júpiter fatigado de sus propios rayos.

Juana sonrió.

—¿Venís de Versalles? —preguntó él ávidamente.

—Sí.

—¿La… habéis visto?

—Acabo de dejarla.

—¿No… ha dicho nada?

—¿Qué queríais que dijese?

—Perdonad. No es curiosidad, es frenesí.

—No me preguntéis nada.

—¡Oh! ¡Condesa!…

—Os repito que no me preguntéis.

—¡En qué forma me decís esto! Se creería al oíros que me traéis una mala noticia.

—No me hagáis hablar, monseñor.

—¡Condesa!… ¡Condesa!…

Y el cardenal palideció.

—Una dicha excesiva se parece al punto culminante de la rueda de la fortuna —dijo—. Tras el apogeo comienza el descenso. No disimuléis si hay alguna contrariedad: ¿la hay, verdad?

—Por el contrario, monseñor, yo llamaría a esto una gran suerte —replicó Juana.

—¿Esto?… ¿Qué es esto?… ¿Qué queréis decir?… ¿Qué es una suerte?

—No haber sido descubierto —contestó secamente Juana.

—¡Oh! —exclamó sonriendo el príncipe—. Con precaución, inteligencia, dos corazones y un espíritu predilecto…

—Un espíritu y dos corazones, monseñor, no impiden nunca a los ojos ver entre el follaje.

—¿Nos han visto? —interrogó espantado el señor de Rohan.

—Todo me induce a creerlo.

—En ese caso… nos habrán conocido también…

—Si os hubiesen reconocido, este secreto estaría en poder de alguien, Juana de Valois en el fin del mundo, y vos muerto.

—Ciertamente. Mas ved que esas reticencias, condesa, me queman a fuego lento. Nos han visto; bien. Pero se ve a mucha gente pasear por el parque. ¿Acaso no está permitido?

—Preguntádselo al rey.

—¿El rey lo sabe?

—Estáis como nunca, monseñor. Si el rey lo supiese, vos estaríais en la Bastilla y yo en el hospital. Pero como un contratiempo evitado vale por dos felicidades prometidas, os vengo a decir que no tentéis de nuevo a Dios.

—¡Cómo! —exclamó el cardenal—. ¿Qué significan vuestras palabras, querida condesa?

—¿Acaso no las comprendéis?

—Tengo miedo de ello.

—En cambio yo tendré miedo si no me tranquilizáis.

—¿De qué modo?

—No yendo más a Versalles.

El cardenal tuvo un sobresalto.

—¿De día? —dijo sonriendo.

—Ni de día ni de noche.

El señor de Rohan se estremeció y dejó la mano de la condesa.

—Imposible —dijo.

—Ahora me toca a mí miraros cara a cara; creo que habéis dicho que era imposible. ¿Por qué imposible?

—Porque tengo en el corazón un amor que no acabará sino con mi vida.

—Me doy cuenta —interrumpió Juana irónicamente— y para llegar más pronto a ello persistís en volver al parque. Si lo hacéis, vuestro amor acabará con vuestra vida y ambos serán segados con el mismo golpe.

—¡Qué miedo tenéis, condesa! ¡Vos que erais tan valiente ayer!

—Tengo la valentía de los animales. Nada temo mientras no hay peligro.

—Yo en cambio tengo el valor de mi casta. No soy feliz sino en presencia del peligro.

—Muy bien, pero en tal caso, permitidme que os diga…

—Nada, condesa, nada —exclamó el enamorado cardenal—; el sacrificio está hecho y la suerte echada. Vendrá tal vez la muerte, pero también el amor ¡Volveré a Versalles!

—¿Solo? —dijo la condesa.

—¿Seríais capaz de abandonarme? —interrogó el señor de Rohan en tono de reproche.

—Desde luego.

—Pero ella irá.

—Os equivocáis.

—¿Vinisteis tal vez a anunciarme esto de su parte? —dijo temblando el cardenal.

—Era el golpe que estaba tratando de atenuar desde hace media hora.

—¿No quiere verme?

—Nunca más y he sido yo quien se lo ha aconsejado.

—Señora —se dolió el prelado—, es una crueldad hundir el puñal en un corazón que sabéis que ama.

—Sería peor para mí, monseñor, que se perdiesen dos locos por falta de un buen consejo. Lo doy y que lo aproveche quien quiera.

—Condesa, es preferible morir.

—Eso es cosa vuestra y no difícil.

—Morir por morir —murmuró el cardenal con voz sombría—, prefiero el fin del réprobo. Bendito sea el infierno, en donde encontraré a mi cómplice.

—¡Santo prelado, estáis blasfemando! —escandalizóse la condesa—. ¡Súbdito, destronáis a vuestra reina! ¡Hombre, perdéis a una mujer!

El cardenal cogió a la condesa por la mano y arrastrado por el delirio, exclamó:

—Confesad que ella no os ha dicho esto y que no me abandonará así.

—Os hablo en su nombre.

—Es un aplazamiento lo que ella pide.

—Consideradlo como queráis, mas cumplid su orden.

—El parque no es el único lugar donde las personas pueden verse…, hay lugares más seguros… La reina estuvo una vez en vuestra casa, Condesa…

—Monseñor, no añadáis una palabra más; llevo conmigo un peso mortal: el de vuestro secreto. No me siento animada a llevarlo durante mucho tiempo. Lo que vuestras indiscreciones, el azar o la malevolencia de un enemigo no podrán conseguir, lo harán los remordimientos. Mirad, la creo capaz, en un momento de desesperación, de confesárselo todo al rey.

—¡Dios, mío! ¿Es posible eso? —exclamó él señor de Rohan—. ¿Ella haría eso?

—Si la vieseis, sentiríais compasión.

El cardenal se levantó rápidamente.

—¿Qué hacer? —inquirió.

—Concederle el consuelo del silencio.

—Creerá que la he olvidado.

Juana levantó los hombros.

—Me acusará de ser un cobarde.

—Cobarde por salvarla, nunca.

—¿Una mujer perdona que no se la vea?

—No la juzguéis como me juzgaríais a mí.

—La considero valiente y fuerte. La amo por su valentía y por su noble corazón. Puede, pues, contar conmigo como con ella misma. La veré por última vez; conocerá todo mi pensamiento y lo que ella decida después de haberme oído, lo cumpliré como si fuese un voto sagrado.

Juana se levantó y dijo:

—Como queráis. Pero iréis solo. Yo he echado la llave del parque al Sena hoy, cuando volvía, y ahora saldré para Suiza o para Holanda. Cuanto más lejos esté de la bomba, menos temeré el estallido.

—¡Condesa! ¿Me dejáis? ¡Dios mío! ¿Con quién hablaré de ella, entonces?

Juana recordó las escenas de Moliere; jamás un insensato Valerio había dado a la astuta Dorina respuestas más cómodas.

—¿No tenéis el parque y sus ecos? —comentó—. Enseñadles el nombre de vuestra Amarilis.

—Condesa, tened compasión. Estoy desesperado —musitó el prelado con un acento que le salía del corazón.

—Pues bien —replicó Juana con la energía brutal del cirujano que decide la amputación de un miembro—, si estáis desesperado, señor de Rohan, no os abandonéis a chiquilladas más peligrosas que la pólvora, que la peste y que la muerte. Si os sentís tan inclinado hacia esa mujer, conservadla en lugar de perderla, y si no os falta por completo corazón y memoria, no arrastréis en vuestra ruina a aquellos que os han servido por amistad. Yo no juego con fuego. ¿Me juráis no dar un paso en quince días para ver a la reina? Ni siquiera verla ¿me oís bien? Si lo juráis me quedaré y aún podré serviros. ¿Estáis decidido por el contrario a afrontarlo todo para quebrantar su prohibición y la mía? En cuanto lo sepa, partiré a los diez minutos. Y vos saldréis del apuro como podáis.

—Es espantoso —murmuró el cardenal—; la caída es terrible. Perder la felicidad. ¡Oh! ¡Moriré de dolor!

—¡Vamos! —dijo Juana al oído—. En otro tiempo amabais por amor propio.

—Hoy amo con frenesí —repuso el cardenal.

—Sufrid entonces hoy. Es una consecuencia de la situación. Vamos, monseñor, ¿qué decidís? ¿Me quedo o me pongo en camino?

—Quedaos, condesa, pero, buscadme un calmante. La herida es demasiado dolorosa.

—¿Juráis obedecerme?

—¡Palabra de Rohan!

—¡Bien! Ya he hallado vuestro calmante. Os he prohibido verla y hablarle, más no escribirle.

—¿De veras? —exclamó el insensato, reanimado por esa esperanza—. ¿Podré escribirle?

—Probadlo.

—Y… ¿me responderá ella?

—Lo probaré.

El cardenal besó entusiasmado la mano de Juana llamándola su ángel tutelar.

Mucho debió reírse el demonio que tenía su residencia en el corazón de la condesa…