Reprodujéronse al día siguiente las mismas peripecias. La puerta se abrió a las doce de la noche en punto. Aparecieron las dos mujeres.
Era, como en el cuento árabe, la asiduidad de los genios obedientes a los talismanes, a horas fijas. Charny había adoptado todas las resoluciones; quería conocer aquella noche al feliz personaje a quien favorecía la reina.
Fiel a sus costumbres, aunque no fuesen inveteradas, caminó escondiéndose en los setos; pero cuando llegó al sitio donde dos días antes había tenido lugar el encuentro entré los dos amantes, no encontró a nadie.
La compañera de la reina arrastraba a Su Majestad hacia los baños de Apolo.
Una horrible ansiedad, un nuevo sufrimiento abrumó a Charny. En su inocente probidad, no se había imaginado que el crimen pudiera llegar hasta allí.
La reina, sonriente y cuchicheando, se dirigía hacia el sombrío asilo en el umbral del cual esperaba con los brazos abiertos el gentilhombre desconocido.
Ella entró, tendiendo también sus brazos, y la reja de hierro cerróse tras ambos.
La cómplice se quedó fuera, apoyada en un ciprés tronchado, rodeado de follaje.
Charny no había calculado sus fuerzas, que no podían resistir un choque parecido. En el momento en que la rabia iba a hacer que se precipitase sobre la confidente de la reina para desenmascararla, para reconocerla, injuriarla, ahogarla tal vez, la sangre se agolpó como un torrente atropellado en las sienes y le abatió.
Cayó sobre el musgo dejando escapar un débil suspiro, que turbó un segundo la tranquilidad de la centinela colocada en las puertas de los baños de Apolo.
Una hemorragia interna, causada por su herida que se había vuelto a abrir, le ahogaba.
Recobró el conocimiento por el frío del rocío, por la humedad de la tierra, por la viva impresión de su propio dolor.
Se levantó dando traspiés, reconoció el lugar, recordó y buscó.
La centinela había desaparecido y no se oía el menor ruido. Un reloj que daba las dos en Versalles le demostró que su desmayo había sido muy largo.
Sin duda alguna la espantosa visión se había esfumado: reina, amante, acompañante, habían tenido tiempo de desaparecer. Charny pudo convencerse de ello mirando por encima de las paredes las huellas recientes de la partida de un caballero.
Estos vestigios y algunas ramas rotas cerca de la reja de los baños de Apolo formaban la convicción del pobre joven.
La noche fue un largo delirio. A la mañana siguiente no se había calmado todavía.
Pálido cual un muerto, como si le hubieran puesto diez años encima, llamó a su ayuda de cámara y se hizo vestir de terciopelo negro, como un rico del Tercer Estado.
Sombrío, silencioso, consumiendo todo su dolor, se encaminó hacia el palacio del Trianón en el momento en que la guardia acababa de ser relevada, es decir, hacia las diez.
La reina salía de la capilla donde había oído misa.
A su paso se inclinaban respetuosamente las cabezas y las espadas.
Charny notó que algunas mujeres enrojecían de despecho al ver que la reina era muy hermosa.
Bella era, en efecto, con sus hermosos cabellos peinados encima de las sienes. Su rostro, de trazos finos, su boca sonriente, sus ojos fatigados pero iluminados por una dulce claridad…
De pronto divisó a Charny en el extremo de la fila. Se sonrojó y dio un grito de sorpresa. Charny no bajó la cabeza. Continuó mirando a la reina, que leyó en su mirada una nueva desgracia. Ella fue hacia él.
—Os creía en vuestras posesiones, señor de Charny —dijo severamente.
—He vuelto, señora —respondió el joven en tono breve y casi descortés.
Ella, a quien jamás se le escapaba un matiz, quedó estupefacta.
Después de aquel cambio de miradas y de palabras casi hostiles, María Antonieta se volvió hacia donde estaban las damas.
—Buen día, condesa —saludó amistosamente a la señora de La Motte.
Esta hizo un guiño familiar con los ojos.
Charny, estremecido, miró más atentamente.
Juana, inquieta por esta atención, volvió la cabeza.
Olivier la siguió mirando como hubiera hecho un loco, hasta que ella volvió de nuevo el rostro.
Después la examinó estudiando su modo de caminar.
La reina saludaba a derecha e izquierda, pero seguía sin embargo los gestos de los dos observadores; se dijo:
«¿Habrá perdido la cabeza? ¡Pobre muchacho!».
Y volvió de nuevo hacia él.
—¿Cómo os encontráis, señor de Charny?
—¡Muy bien, señora, pero gracias a Dios, menos bien que Vuestra Majestad!
Y saludó a la reina en una forma que la asustó, como antes la había sorprendido.
«Algo ocurre», pensó Juana siempre atenta.
—¿Dónde os alojáis ahora?
—En Versalles, señora.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace tres noches —contestó el joven apoyando las palabras con la mirada, el gesto y la voz.
La reina no manifestó la menor emoción; Juana se estremeció.
—¿No tenéis acaso nada que decirme? —preguntó la reina a Charny con voz angelical.
—¡Oh, señora, tendría demasiadas cosas que decir a Vuestra Majestad!
—¡Venid, entonces! —ordenó ella bruscamente.
«Observemos», pensó Juana.
La reina, a grandes pasos, se dirigió hacia sus habitaciones. Todos la seguían, pero con menos viveza que ella. Lo que le pareció providencial a la señora de La Motte fue que María Antonieta, para evitar que pareciese que buscaba una entrevista a solas, dijo a algunas personas que la siguiesen.
Entre ellas se deslizó Juana.
María Antonieta llegó a sus habitaciones y despidió a la señora de Misery y a toda la servidumbre.
Hacía un tiempo dulce y velado, el sol no penetraba a través de las nubes, pero hacía filtrar su calor a través de las espesas masas algodonadas y azules.
La reina abrió la ventana que daba a una pequeña terraza y se colocó delante de un velador lleno de cartas. Esperaba.
Poco a poco, las personas que le habían seguido, comprendieron su deseo de estar sola y se alejaron.
Charny, impaciente, devorado por la cólera, estrujaba el sombrero entre sus manos.
—¡Hablad, hablad! —dijo la reina—. Me parece que estáis muy turbado.
—¿Por dónde podría empezar? —murmuró el joven, que pensaba en voz alta—. ¿Cómo puedo atreverme a acusar el honor, la fe y la majestad?
—¿Qué decís? —exclamó María Antonieta volviéndose con viveza y lanzándole una mirada centelleante.
—¡Y no obstante no diré sino lo que he visto! —prosiguió Charny.
La reina se levantó.
—Caballero —dijo fríamente—, muy temprano es para suponer que estéis ebrio; sin embargo, observáis una conducta impropia de un gentilhombre en ayunas.
Creía haberle abatido con este apostrofe despreciativo, pero él, inmóvil, dijo:
—En realidad, ¿qué es una reina? Una mujer. ¿Y qué soy yo? Un hombre y un súbdito.
—¡Caballero!
—Señora, no turbemos lo que os tengo que decir con una cólera que me llevaría a la locura. Creo haber demostrado que respeto a la majestad real; temo haber probado que sentía un amor insensato hacia la persona de la reina. Así, pues, elegid a cuál de las dos, reina o mujer, queréis que este adorador lance una acusación de oprobio y de deslealtad.
—Señor de Charny —exclamó la reina palideciendo y dirigiéndose hacia el joven—, si no salís de aquí, os haré echar por mis guardias.
—¡Voy a deciros, antes de ser echado, el por qué sois una reina indigna y una mujer sin honor! —replicó Charny ebrio de furor—. ¡Desde hace tres noches he permanecido en vuestro parque!
En lugar de verla saltar, como esperaba, ante este terrible golpe, Charny comprobó que la reina levantaba la cabeza y que se acercaba.
—Señor de Charny, —dijo ella tomándole la mano— os halláis en un estado que me inspira piedad; tened cuidado; vuestros ojos despiden brasas, vuestras manos tiemblan, estáis pálido, toda vuestra sangre afluye al corazón. Sufrís. Voy a llamar.
—¡Os he visto! ¡Os he visto! —repitió fríamente el joven—; os he visto con aquel hombre cuando le dabais la rosa; cuando os besó las manos y cuando entrasteis con él en los baños de Apolo.
La reina se pasó la mano por la frente para asegurarse de que no soñaba.
—Vamos, sentaos —insistió—, porque vais a caeros si no os sostengo.
Dejóse caer Charny en un sillón; la reina se sentó cerca de él en un taburete; después, con sus manos entre las suyas y mirándole hasta el fondo del alma, le habló:
—Quedaos tranquilo, serenad el corazón y la cabeza y repetidme lo que acabáis de decirme.
—¡Oh! ¿Me queréis matar? —gimió el desgraciado.
—Dejad que os pregunte. ¿Cuándo volvisteis de vuestras posesiones?
—Hace quince días.
—¿Dónde residís?
—En la casa del montero, que arrendé ex profeso.
—¿La casa del suicida, en los límites del parque?
Charny hizo con la cabeza un movimiento afirmativo.
—¿Decís que visteis conmigo a una persona?
—Digo, en primer término, que os vi a vos.
—¿Dónde?
—En el parque.
—¿A qué hora? ¿Qué día?
—A medianoche, la primera vez el martes.
—¿Vos me visteis?
—Tal como os estoy viendo. Y también a la que os acompañaba.
—¿Alguien me acompañaba? ¿Reconoceríais a esa persona?
—Hace poco me ha parecido verla aquí, pero no me atrevería a afirmarlo, pues sólo puedo juzgar por el porte. El rostro se oculta a la hora de cometer faltas.
—¡Bien! —dijo la reina con calma—; ¿no habéis reconocido a mi compañera, pero sí a mí…?
—¡Oh! A vos, señora…, ¿dudáis de que os veo ahora?
La reina hizo un ademán de impaciencia.
—Y…, ese compañero —dijo— a quien yo he dado una rosa…, ¿porque decís que me visteis dar una rosa…?
—Sí; a ese caballero no he podido alcanzarlo nunca.
—Sin embargo, le conocéis…
—Se le llama monseñor; esto es todo lo que sé.
La reina se golpeó la frente con furor concentrado.
—Proseguid —dijo—, el martes he dado una rosa…, ¿y el miércoles?
—El miércoles disteis vuestras dos manos a besar.
—¡Oh!… —murmuró ella retorciendo sus manos—. En fin, ¿y el jueves?, ¿qué hice ayer?
—Ayer pasasteis una hora y medía en la gruta de Apolo con ese hombre, donde vuestra compañera os había dejado solos.
La reina se levantó impetuosamente.
—Y…, vos…, ¿me habéis visto?
Charny levantó una mano al cielo para jurar.
—¡Oh!… —exclamó la reina arrebatada por el furor—. ¡Y jura!
Charny repitió solemnemente su ademán acusador.
—¿A mí? ¿A mí? —murmuraba María Antonieta—. ¿Me visteis a mí?
—Sí, a vos; el martes llevabais un vestido verde con rayas doradas de muaré; el miércoles el vestido de grandes flores. Ayer el de color de hoja marchita con el que ibais vestida el día en que os besé la mano por primera vez. ¡Erais vos, erais vos! Muero de dolor y de vergüenza cuando os lo digo: os lo juro por mi Dios, por mi vida y por mi honor. ¡Erais vos, señora, erais vos!
La reina empezó a dar vueltas a grandes pasos por la terraza, sin preocuparse de los espectadores que, desde abajo, la devoraban con la mirada.
—Si os hiciese un juramento —dijo—; ¡si jurase por mi hijo, por mi Dios!… ¡Oh, no me creéis! ¡No me creéis!
Charny bajó la cabeza.
—¡Insensato! —gritó la reina sacudiéndole la mano con energía y le arrastró desde la terraza a la habitación—. ¿Es, pues, rara voluptuosidad acusar a una mujer inocente, irreprochable? ¿Es un gran honor deshonrar a una reina?… ¿Me creerás si te digo que no era yo la que has visto? ¿Me creerás si te juro por Cristo que, desde hace tres días, no he salido después de las cuatro de la tarde? ¿Quieres que te demuestre por mis damas, por el propio rey, que me ha visto aquí, que no podía estar en otra parte? ¡No… no… no me cree, no me cree!
—¡Os he visto! —replicó fríamente Charny.
—¡Ah! ¡Ya sé! —exclamó de pronto la reina—. ¿Acaso no se me calumnió ya en modo semejante? ¿No me vieron quizás en la Ópera escandalizando a la corte y en casa de Mesmer en actitud de éxtasis, escandalizando a los curiosos y alegrando a las jóvenes? ¡Vos lo sabéis bien, puesto que os batisteis por mí!
—Señora, en aquel tiempo me batí porque no lo creía. Hoy me batiría porque lo creo.
La reina levantó al cielo sus brazos rígidos por la desesperación; dos lágrimas ardientes rodaron por sus mejillas hasta su pecho.
—¡Dios mío! —exclamó— enviadme una idea que me salve. Yo no quiero que él me desprecie. ¡Oh Dios mío!
Charny sintió conmoverse hasta el fondo de su corazón por esta sencilla y suprema súplica y ocultó el rostro entre sus manos.
La reina guardó silencio un instante y después de haber reflexionado, dijo:
—Caballero, me debéis una reparación y vais a saber lo que exijo de vos. Decís que durante tres noches seguidas me visteis en el parque con un hombre. Sin embargo ya sabíais que alguien abusaba de su semejanza conmigo; una mujer a quien no conozco. Puesto que preferís creer que era yo quien trasnochaba fuera de palacio, puesto que sostendríais en todo momento que era yo, volved al parque a la misma hora, volved conmigo. Si he sido yo a quien visteis ayer, forzosamente no me veréis hoy, puesto que estaré al lado vuestro. Y si es otra, ¿por qué no la hemos de ver? Y si la vemos…, ¡ah!, caballero, ¿no sentiréis todo lo que me hicisteis sufrir?
Charny, llevando ambas manos al corazón, murmuró:
—Hacéis demasiado en mi favor, señora; yo merezco la muerte; no me aniquiléis con vuestra bondad.
—Os aniquilaré con pruebas —dijo la reina—. No digáis una palabra a nadie. Esta noche a las diez esperad en la puerta de la casa del montero y sabréis qué he dispuesto para convenceros.
Charny se arrodilló sin decir una palabra y salió.
Al final del segundo salón, paso involuntariamente rozando el vestido de Juana, que le seguía con los ojos y que, a la primera llamada de la reina estaba dispuesta a entrar en sus habitaciones con todos los demás.