Capítulo LXIV

A partir de este momento en que las dos mujeres se habían visto, Olive, fascinada por la gracia de su vecina, no trató ya de continuar su desdén y volviéndose con precaución en medio de sus flores, respondió sonriendo a las sonrisas que se le dirigían.

Cagliostro, al visitarla, no había dejado de recomendarle que guardase la mayor circunspección.

—Sobre todo —le había dicho—, no mantengáis relaciones con los vecinos.

Esta frase había caído como un jarro de agua fría sobre la cabeza de Olive, que hallaba un gran placer en los gestos y saludos de la vecina.

No tratarse con los vecinos era tener que dar la espalda a esta mujer encantadora cuya mirada era tan brillante y dulce y cada uno de cuyos gestos encerraba una seducción; era renunciar a distraerse en una conversación telegráfica acerca de la lluvia y del buen tiempo y era romper con una amiga. Porque la imaginación de Olive corría hasta el punto de hacer ya de Juana, un objeto curioso y caro.

Solapadamente contestó a su protector que se guardaría muy bien de desobedecerle y que no mantendría la menor relación con la vecina.

Juana, puede creerse, no podía más que esto, porque ante las primeras demostraciones que se le hicieron respondió con saludos y besos enviados con la punta de los dedos.

Olive correspondía en la mejor forma a estas pruebas de afecto; notó que la desconocida no dejaba la ventana y que siempre tenía buen cuidado en saludarla cuando salía y cuando volvía, pareciendo haber concentrado todas sus facultades afectivas en el balcón de Olive.

Semejante estado de cosas debía traer como inmediata consecuencia una tentativa de acercamiento.

He aquí lo que ocurrió:

Cagliostro, al visitar a Olive, dos días después, se quejó de que una persona desconocida hubiese estado en el palacio.

—¿Una persona desconocida? —preguntó Olive sonrojada.

—Sí —respondió el conde—; una dama muy bonita, joven, elegante, se presentó, habló con el criado atraído por su insistencia en el llamar y le preguntó quién podía ser una mujer que habitaba en el pabellón del tercer piso, que es vuestro departamento, querida. Esta señora se refería sin duda a vos. Os quería ver. Por lo tanto os conoce, os ha visto y ello significa que habéis sido descubierta. Tened cuidado; la policía tiene agentes femeninos de la misma manera que dispone de hombres y os advierto que no podría negarme a entregaros en el caso de que el señor de Crosne os reclamase.

Olive, en lugar de asustarse, reconoció en seguida a su vecina en el retrato que le hacían; le agradeció infinitamente su cortesía y resolvió en su fuero interno recompensar su atención, por todos los medios a su alcance, aun cuando disimulaba ante el conde.

—¿No estáis asustada? —preguntó Cagliostro.

—No me ha visto nadie —replicó Nicolasa.

—No obstante, para haber adivinado que hay una mujer en el pabellón… Tened cuidado, pues.

—¡Señor conde! —dijo Olive—. ¿Por qué tengo que temer? Si me han visto, lo que no creo, no me verán más y si me volviesen a ver, sería de lejos, porque en la casa no se puede entrar, ¿verdad?

—Esta casa es impenetrable —respondió el conde—, porque a menos que escalen la muralla, lo que no es muy cómodo o que abran la puerta de entrada con una llave como la mía, lo que no es fácil, teniendo en cuenta que jamás la abandono…

Y al decir estas palabras mostraba la llave que le servía para entrar por la puerta pequeña.

—Además, como no tengo el menor interés en ser causa de vuestra perdición, no le dejo la llave a nadie; y como vos no obtendríais la menor ventaja en caer en manos del señor de Crosne, no dejaréis que escalen la muralla. De manera, hija mía, que ya quedáis avisada, por lo que podéis arreglar vuestros asuntos como queráis.

Olive se deshizo en protestas de toda clase y se apresuró a acompañar al conde, que no insistió mucho en quedarse.

Al día siguiente, a las seis de la mañana, estaba ya en su balcón, aspirando el aire puro de las colinas cercanas y dirigiendo miradas curiosas hacia las ventanas cerradas de su cortés amiga.

Por su parte, esta, que se despertaba ordinariamente a las once de la mañana, apareció en cuanto se asomó Olive, como si hubiera estado esperando tras las cortinas el momento oportuno para presentarse.

Saludáronse las dos mujeres, y Juana, sacando medio cuerpo fuera del balcón, miró a su alrededor. No había nadie. Tanto la calle, como las ventanas de las casas estaban desiertas.

Colocó entonces sus manos a guisa de bocina en la boca y con entonación vibrante y sostenida que no era un grito, pero que se dejaba oír bien, dijo a Olive:

—Os he querido visitar, señora.

—¡Chist! —rogó Olive retrocediendo con espanto.

Y puso el dedo sobre los labios.

Juana, a su vez, se echó hacia atrás para esconderse tras las cortinas, pensando que había algún indiscreto, pero casi en seguida reapareció, tranquilizada por la sonrisa de Nicolasa.

—¿No se os puede ver? —preguntó.

—¡Ay! —se dolió Olive—. Es imposible.

—¿Ni podéis recibir cartas?

—¡Tampoco!

Juana reflexionó algunos momentos.

Olive, para agradecerle su tierna solicitud, le envió un beso encantador, que Juana le devolvió por partida doble; después de esto, cerró la ventana.

En la mirada de la condesa adivinó la protegida de Cagliostro que había hallado algún medio de hacer algo más efectiva aquella comunicación.

Y, en efecto, Juana reapareció dos horas después; el sol daba con toda su fuerza. El pavimento de la calle ardía bajo sus rayos.

Olive vio aparecer a su vecina en la ventana con una ballesta. Juana, riendo, hizo un signo para que se apartase.

Obedeció la joven, riendo como su compañera y buscó refugio tras el postigo.

Juana, apuntando con cuidado, lanzó una pequeña bala de plomo, que, desgraciadamente, en lugar de atravesar el balcón, vino a chocar con uno de los barrotes de hierro y cayó a la calle.

Olive lanzó un grito de disgusto. Juana, después de haber levantado los hombros, colérica, buscó con los ojos el proyectil en la calle y desapareció durante algunos minutos.

Olive, inclinándose, miraba desde el balcón hacia abajo; pasó un trapero buscando a derecha e izquierda. ¿Vio o no vio la bala en el arroyo? Olive no lo supo, porque se ocultó para no ser vista.

El segundo esfuerzo de Juana tuvo más éxito.

Su ballesta lanzó con fortuna en la habitación de Nicolasa, más allá del balcón, una segunda bala alrededor de la cual estaba enrollada una esquela concebida en los siguientes términos:

Me interesáis mucho, hermosa señora. Sois encantadora y el haberos visto me basta para quereros. ¿Estáis, pues, encerrada? Sabed que traté en vano de visitaros. ¿El encantador que os tiene guardada, me dejará en alguna ocasión acercarme a vos para poderos decir que siento simpatía hacia una pobre víctima de la tiranía de los hombres?

Como veis, tengo imaginación para servir a mis amigos. ¿Queréis ser amiga mía? Parece que no podéis salir, pero sin duda podréis escribir y como yo salgo cuando quiero, esperad a que pase bajo vuestro balcón para echar la respuesta.

Por si el procedimiento de la ballesta resultara peligroso y fuese descubierto, adoptemos un medio para hablarnos más fácilmente. Dejad que cuelgue desde lo alto de vuestro balcón un hilo, cuando esté oscuro; atad a él vuestra esquela y yo ataré la mía, que subiréis sin ser vista.

Pensad que, si vuestros ojos no me engañan, cuento con algo de la simpatía que me habéis inspirado y que entre las dos venceremos el universo.

Vuestra amiga.

P. D. ¿Recogió alguien mi primera esquela?

Juana no firmaba e inclusive había disfrazado por completo su letra.

Olive, al recibir la esquela, se estremeció de alegría.

Respondió en la siguiente forma:

Os quiero como me queréis. Soy en efecto una víctima de la maldad de los hombres. Pero el que me retiene aquí es un protector y no un tirano. Me visita secretamente una vez por día. Ya os explicaré esto más tarde. Creo mejor utilizar el hilo que la ballesta para seguir esta correspondencia.

¡Ay! No, no puedo salir; carezco de llave, pero esto es por mi bien. ¡Cuántas cosas os diría si tuviese la dicha de hablar con vos! ¡Hay tantos detalles que no se pueden escribir!

Vuestra primera esquela, de haber sido recogida, lo sería por un miserable trapero que pasaba, pero estas gentes no saben leer; para ellos el plomo no es más que plomo. Vuestra amiga,

Olive Legay.

La infeliz firmaba con todo su nombre.

Hizo a la condesa el ademán de devanar un hilo y esperando que llegase la noche, dejó rodar el ovillo a la calle.

Juana, que estaba bajo el balcón, recogió la hebra y sacó la esquela, movimientos que su corresponsal percibió a través del hilo conductor; luego entró en su casa para leer.

Media hora después ataba al dichoso cordón un billete conteniendo estas palabras:

Se hace lo que se quiere. No tenéis guardias de vista que os vigilen, porque yo siempre os he visto sola. Por lo tanto, gozáis de libertad para recibir a la gente o mejor aun, para poder salir vos misma. ¿En qué forma se cierra vuestra casa? ¿Con llave? ¿Quién la tiene? El hombre que os visita, ¿verdad? ¿Esta llave, la guarda tan tenazmente que no podáis sacarle un molde? No se trata de obrar mal, sino de procuraros unas horas de libertad, de dulces paseos del brazo de una amiga que os consolará de vuestras desgracias y os devolverá más de lo que habéis perdido. Se trata, además, si lo deseáis, de recuperar por completo vuestra libertad. Ya trataremos este asunto con todos sus detalles en la primera entrevista que tengamos.

Olive devoró esta esquela. Sintió asomar a su espíritu la esperanza de la independencia y a su corazón la voluptuosidad de la fruta prohibida.

Había notado que el conde, cada vez que entraba en sus habitaciones, le traía un libro o un regalo y dejaba la linterna sorda encima de un velador y sobre ella la llave.

Olive preparó de antemano un trozo de cera amasada con la que tomó el molde de su llave en la primera visita que le hizo Cagliostro.

Este no volvió la vista una sola vez, mientras ella realizaba la operación; miraba en el balcón unas nuevas flores abiertas. Olive pudo, pues, sin inquietud, llevar a cabo su proyecto.

El conde partió, Olive hizo bajar en una caja el molde de la llave que Juana recibió con una pequeña esquela.

Y al día siguiente, hacia las doce, la ballesta, medio extraordinario y expeditivo, que era, comparado con el hilo, lo que el telégrafo es en relación con el correo a caballo, lanzó la siguiente esquela:

Querida mía: Esta noche, hacia las once, cuando vuestro celoso haya partido, bajad, abrid los cerrojos y os hallaréis en los brazos de la que se cree vuestra más tierna amiga.

Sintió Olive al recibir la misiva una alegría como jamás había sentido al recibir los tiernos mensajes de Gilberto, en la primavera de sus amores y de las primeras citas.

Bajó a las once de la noche, sin haber notado la menor sospecha en el conde. Al llegar abajo se encontró con Juana, que la estrechó tiernamente, haciéndola subir en una carroza que estaba detenida en el bulevar. Aturdida, palpitante, enervada, dio con su amiga un paseo de dos horas, durante las cuales, secretos, besos, proyectos para el porvenir, fueron cambiados sin tasa entre las dos compañeras.

Juana aconsejó a Olive que entrase la primera. Acababa de saber que el desconocido protector era Cagliostro. Temía el temperamento de aquel hombre y no veía seguridad para sus planes si no guardaba el más profundo secreto.

Olive se había entregado sin reservas: sus amores con Beausire, el asunto de la policía, todo lo había contado.

Juana había dicho que era una señorita de buena casa que vivía con un amante lejos de su familia.

Una de ellas lo sabía todo, la otra todo lo ignoraba: sobre tales bases se juraron amistad las dos mujeres.

A partir de este día, no tuvieron necesidad de la ballesta ni del hilo. Juana poseía su llave, y hacía bajar a Olive cuantas veces se le antojaba.

Una buena cena, un paseo furtivo, eran los cebos en los que Olive se dejaba siempre prender.

—¿No habrá descubierto nada el señor de Cagliostro? —preguntaba Juana, inquieta, algunas veces.

—¡Él! Si se lo dijera, no me creería —contestó Olive.

Bastaron ocho días de estas escapadas nocturnas para que las mismas se trocaran en una necesidad y un placer. Al cabo de ese tiempo el nombre de Juana ocupaba en el pensamiento de Olive un lugar más grande que el que ocuparon nunca el de Gilberto y el de Beausire.