Mientras la condesa vivía tan agitada y durante su ensimismamiento, otra escena de diferente orden desarrollábase en la calle de Saint-Claude, frente a la casa habitada por Juana.
El señor de Cagliostro, como se recordará, había alojado en el antiguo palacio de Bálsamo a la fugitiva Olive, perseguida por la policía del señor de Crosne.
La joven, muy inquieta, había aceptado con alegría la ocasión de poder huir al mismo tiempo de la policía y de Beausire; vivía, pues, retraída, oculta, temblorosa, en esta vivienda misteriosa que había abrigado dramas tan horribles, mucho más horribles que la aventura tragicómica de la señorita Nicolasa Legay.
Cagliostro la había colmado de cuidados y obsequios; le parecía algo muy dulce a la joven ser protegida por este gran señor que nada pedía, aunque parecía esperar mucho.
Pero ¿qué era lo que esperaba? He aquí lo que se preguntaba inútilmente la reclusa.
Para la señorita Olive, el señor de Cagliostro, el hombre que había vencido a Beausire y triunfado de los agentes de policía, era un dios salvador y un amante muy delicado, puesto que la respetaba.
Porque el amor propio de Olive no le permitía creer otra cosa sino que Cagliostro pensaba hacerla algún día su querida.
Es una virtud, para las mujeres que no la poseen, pensar que se las pueda amar respetuosamente. Su corazón está tan marchito, tan seco, tan insensible, que prescinde ya del amor y del respeto que este engendra.
Olive se puso, pues, a levantar castillos en el aire desde el fondo de su casa de la calle de Saint-Claude, castillos quiméricos en los que el pobre Beausire, necesario es confesarlo, hallaba raramente algún lugar.
Cuando a la mañana, ataviada con todos los adornos de que Cagliostro había provisto su tocador, se hacía la gran dama y repasaba todos los matices del papel de Celimena[80], no vivía más que pendiente de la hora en que, dos veces a la semana, su protector venía a informarse si soportaba fácilmente la vida.
Entonces, en el hermoso salón, en medio de un lujo real e inteligente, la joven, enervada, se confesaba a sí misma que todo en su pasado había sido decepción, error, que contra lo que sostenía el moralista: «la virtud produce la felicidad», era la felicidad lo que conducía indefectiblemente a la virtud.
Por desgracia faltaba en esta felicidad un elemento indispensable para que realmente durase. Olive era feliz, pero se aburría.
Libros, cuadros, instrumentos de música, no podían distraerla suficientemente. Los libros no eran lo bastante libres, o los que lo eran habían sido leídos muy aprisa. Los cuadros siempre son la misma cosa cuando se les ha mirado una vez —es Olive quien juzga— y los instrumentos de música no tienen más que un ruido y nunca una armonía para la mano inexperta que acude a ellos.
Es preciso confesar que Olive no tardó en aburrirse soberanamente de su felicidad, y a menudo añoraba, con los ojos inundados de lágrimas, sus agradables mañanas pasadas en la ventana de la calle de la Delfina, cuando sugestionándolos con sus miradas, hacía levantar la cabeza a todos los transeúntes.
Y aquellos alegres paseos por el barrio de Saint-Germain, cuando sus coquetones zapatos, que dejaban ver un pie de perfil voluptuoso, proporcionaban a la linda doncella un triunfo en cada paso y arrancaban exclamaciones, a los paseantes cuando un vientecillo indiscreto, levantando ligeramente su vestido, hacía entrever las bien torneadas piernas.
Esto era lo que Nicolasa pensaba mientras estaba encerrada. Bien es verdad que los agentes del señor de Crosne eran temibles; que el hospital, en el que las mujeres se agostaban en una cautividad sórdida no podía compararse al encierro efímero y espléndido de la calle de Saint-Claude. ¿Pero de qué le serviría ser mujer y tener el derecho a los caprichos, si algunas veces no pudiese sublevarse contra el bien para trocarlo por el mal, aunque sólo fuese en sueños?
Y además, todo se le oscurece pronto a quien se aburre. Nicolasa comenzó a echar de menos a Beausire, después de añorar la libertad. Confesamos que nada ha cambiado en el mundo de las mujeres, desde el tiempo en que las hijas de Judea, la víspera de su casamiento de amor, iban a una montaña a llorar la pérdida de su virginidad.
Hemos llegado a un día de duelo y de exasperación para Olive, que privada de toda compañía, de toda visita, desde hacía dos semanas, entraba en el más triste período del mal del hastío.
Habiéndolo agotado todo, y no atreviéndose a salir ni asomarse a las ventanas, empezaba a perder su apetito, aunque no su imaginación, que aumentaba a medida que aquel iba disminuyendo. Fue en este momento de agitación moral cuando recibió la inesperada visita de Cagliostro.
Como siempre, entró este por la puerta baja del palacio y llegó, a través del pequeño jardín recién trazado en los patios, a golpear en la puerta de la habitación ocupada por Olive.
Cuatro golpes, dados a intervalos, eran la señal fijada de antemano para que la joven abriese la cerradura que había creído conveniente pedir, como medida de seguridad entre ella y algún visitante provisto de llaves.
Olive no creía que las precauciones resultasen inútiles para conservar una virtud que, en ciertas ocasiones, le resultaba ya pesada.
Al oír la señal dada por Cagliostro, abrió con una rapidez que demostraba claramente lo ansiosa que se hallaba de tener una conversación.
Lista como una modistilla parisiense, adelantóse al noble carcelero para recibirle, y con voz irritada, ronca, entrecortada, exclamó:
—Caballero, tenéis que saber que me aburro de verdad.
Cagliostro la miró, al tiempo que movía ligeramente la cabeza.
—¿Os aburrís? —dijo cerrando la puerta—. ¡Ay, hija mía, es una lástima!
—Me disgusta estar aquí. Me muero de hastío.
—¿De veras?
—Sí, y se me ocurren tan malos pensamientos…
—¡Bah! ¡Bah! —dijo el conde, calmándola como hubiera hecho con un perro de caza—, si no os encontráis bien en mi casa, es que no me queréis bien. Guardad todo vuestro enojo para el jefe de policía, que es vuestro enemigo.
—Me exasperáis con vuestra sangre fría, caballero —gritó Olive—. Prefiero la cólera a esta dulzura; halláis el medio de calmarme y esto me pone loca de rabia.
—Confesad, señorita, que sois injusta —respondió Cagliostro sentándose lejos de ella, con la afectación de respeto y de indiferencia que tanto éxito le proporcionaba con Olive.
—Os parece muy cómodo hablar así —dijo ella—; vos vais y venís, respiráis; vuestra vida está formada por una cantidad de placeres que escogéis. En cambio, yo lo paso vegetando en el espacio que me habéis limitado; yo no respiro, tiemblo. Yo os advierto que vuestra ayuda me es inútil si no me impide morir.
—¡Morir vos! —repitió sonriendo el conde—. ¡Vamos!
—Os aseguro que os portáis muy mal conmigo; olvidáis que amo profundamente, apasionadamente…
—¿Al señor Beausire?
—Sí, a Beausire. Os aseguro que le quiero. Creo que no os lo he ocultado nunca. ¿Habéis llegado a figuraros que me olvidaría de mi querido Beausire?
—Tan poco lo he creído, señorita, que me he puesto en movimiento para saber noticias suyas y os las traigo.
—¡Ah! —exclamó Olive.
—El señor de Beausire —continuó diciendo Cagliostro— es un joven encantador.
—¡Pardiez! —dijo Olive, que no veía hacia dónde la quería llevar.
—Joven y buen mozo.
—¿No es cierto?
—Pletórico de imaginación.
—De fuego…, algo brutal para mí. Pero…, que sabe querer e imponerse.
—Tenéis un pico de oro, y tan buenos sentimientos como talento. Tanto talento, por último, como belleza. Yo, que sé esto y a quien todo amor interesa —es una manía—, he pensado en acercaros al señor de Beausire.
—No teníais hace un mes esas intenciones —dijo Olive con sonrisa forzada.
—Escuchadme, hija mía; todo caballero que ve a una linda personita, trata de complacerla, cuando es libre como yo. No obstante, habréis de confesar que si os he hecho la corte, esta no ha durado mucho, ¿no es así?
—Es verdad —replicó Olive en el mismo tono—; cuando más un cuarto de hora.
—Era natural que yo desistiese al ver cómo queríais al señor de Beausire.
—¡Oh! ¡No os burléis de mí!
—¡No, palabra! Vos me habéis resistido muy bien.
—¡Oh! ¿No es verdad que sí? —exclamó Olive, encantada de haber sido sorprendida en pleno delito de resistencia.
—Era consecuencia de vuestro amor —dijo con flema Cagliostro.
—Pero en tal caso, el vuestro no era muy perseverante —respondió Olive.
—Yo no soy lo suficientemente viejo, ni lo bastante feo, ni pobre en tal grado como para soportar una negativa o los riesgos de una derrota, señorita. Vos hubierais preferido siempre al señor de Beausire; lo he comprendido y he tomado mi decisión.
—¡Oh, no! —dijo la coqueta—. No. Esta famosa asociación que vos me propusisteis, como sabéis, el derecho de darme el brazo, de visitarme, de cortejarme honorablemente, ¿no era acaso una pequeña esperanza?
Y al decir estas palabras, la pérfida devoraba con sus ojos demasiado tiempo ociosos, al visitante, que había venido a caer en el lazo.
—Lo confieso —respondió Cagliostro—, sois de una penetración a la que nada resiste.
Y simuló bajar los ojos, como temiendo ser devorado por las llamas que surgían de las miradas de Olive.
—Volvamos a hablar de Beausire —dijo ella, molesta por la inmovilidad del conde—. ¿Qué hace?, ¿dónde está ese querido amigo?
Entonces, Cagliostro, mirándola con cierta timidez todavía, continuó diciendo:
—Os decía que hubiese querido reuniros con él.
—No, no decíais esto —murmuró ella con desdén—; pero puesto que lo decís, lo tengo por dicho. Continuad. ¿Por qué no lo traíais? Esto hubiera sido lo caritativo. Él es libre…
—Porque el señor de Beausire, que como vos, posee mucho talento, tiene también un asunto con la policía —dijo el señor de Cagliostro sin darse por enterado de aquella ironía.
—¿También? —exclamó Olive palideciendo, pues sentía esta vez el soplo de la verdad.
—También —repitió cortésmente Cagliostro.
—¿Qué ha hecho?… —balbuceó la pobre joven.
—Una encantadora travesura, una treta muy ingeniosa; yo llamo a esto una tunantería, pero las gentes taciturnas, el señor de Crosne, por ejemplo, que ya sabéis que es muy cerrado, lo llama un robo.
—¡Un robo! —exclamó Olive espantada—. ¡Dios mío!
—Un hermoso robo. Lo que demuestra que ese pobre Beausire se siente inclinado hacia las cosas lindas.
—Caballero…, caballero… ¿Está detenido?
—No, pero ha sido denunciado.
—¿Me aseguráis que no ha sido arrestado y que no corre riesgo alguno?
—Os aseguro que no ha sido arrestado, pero no os puedo dar mi palabra por lo que se refiere al segundo punto. Ya comprenderéis, querida mía, que cuando un hombre está denunciado, se le sigue, se le busca, al menos; y cuando ese hombre tiene el rostro y el aspecto tan conocido del señor de Beausire, si aparece por ahí, en seguida es alcanzado por los sabuesos de la policía. Pensad, pues, en la redada que haría el señor de Crosne. Os arrestaría a vos por medio de Beausire, y a Beausire por medio de vos.
—¡Oh! ¡Sí, sí, es necesario que se oculte! ¡Pobre muchacho! Yo también me esconderé. Mas hacedme salir de Francia, porque aquí encerrada, ahogada, no podría evitar el deseo de cometer algún día una imprudencia…
—¿A qué llamáis imprudencia, mi querida señorita?
—Pues a… mostrarme, a tomar un poco de aire.
—No exageréis, amiga mía; ya estáis pálida y acabaríais por perder vuestra hermosa salud. El señor de Beausire dejaría de amaros. No, tomad el aire que queráis y divertíos viendo pasar algunas personas.
—¡Vamos! Ya estáis despechado contra mí y también vais a abandonarme. ¿Os molesto tal vez?
—¿A mí? ¿Estáis loca? ¿Por qué habíais de molestarme?
—Porque…, un hombre tan respetable como vos, que se siente inclinado hacia una mujer, tiene el derecho de irritarse, inclusive de revolverse, si una loca como yo lo rechaza. ¡Oh! No me dejéis, ni me guardéis odio alguno, caballero…
Y la joven, tan asustada ahora como coqueta antes, fue a rodear con su brazo el cuello de Cagliostro.
—¡Pobre pequeña! —dijo él dándole un casto beso en la frente—; ¡qué miedo tiene! No guardéis de mí tan mala opinión, hija mía. Corríais un peligro y os he hecho un favor; abrigaba alguna intención respecto de vos y he desistido; a esto se reduce todo. No os tengo odio, como vos no tenéis que guardarme gratitud. Yo he obrado en favor mío, vos lo habéis hecho en beneficio propio. Estamos en paz.
—¡Oh! Caballejo, ¡cuánta bondad y qué generoso sois!
Y Olive lo enlazó ahora con los dos brazos.
Cagliostro, mirándola con su tranquilidad habitual, le dijo:
—Ya veis, Olive, ahora, aunque me ofrecierais vuestro amor, yo…
—¿Qué? —interrogó ella sonrojándose.
—Si me ofrecieseis vuestra adorable persona, yo rehusaría; hasta tal punto me gusta inspirar sentimientos verdaderos, puros y desprovistos de todo interés. Habíais pensado que obraba interesadamente y me estáis obligada. Creíais estar comprometida, pero me parecéis más agradecida que sensible, más asustada que enamorada; quedemos, pues, como estamos. Me ajusto así a vuestro deseo y considero todas vuestras reservas.
Olive dejó caer sus hermosos brazos y se alejó avergonzada, humillada por esa generosidad de Cagliostro, con la que no había contado.
—Así, pues, mi querida Olive —dijo el conde—, queda entendido que me consideraréis como un amigo, y pondréis toda la confianza en mí. Disponed de mi casa, mi bolsa, mi crédito y…
—Y podré decir —interrumpió Olive— que hay hombres en este mundo superiores a todos los que he conocido.
Pronunció estas palabras con un encanto y una dignidad que dejaron su huella en esta alma de bronce cuyo cuerpo se había llamado en otro tiempo Bálsamo.
«Toda mujer es buena» —pensó— «cuando se toca en ella la cuerda que corresponde al corazón». Después, acercándose a Nicolasa, le dijo:
—A partir de esta noche, habitaréis el último piso del palacio. Es un departamento compuesto de tres habitaciones situadas como un observatorio encima del bulevar y de la calle de Saint-Claude. Las ventanas dan sobre Ménilmontant y Belleville. Algunos vecinos podrán veros. Pero no temáis, porque son gentes apacibles, personas sin relaciones, que no sospecharán nada. Dejaos ver por ellos, pero sin exponeros y sobre todo sin mostraros a los transeúntes, porque la calle de Saint-Claude a veces es explorada por los agentes del señor de Crosne. Al menos así tendréis sol.
Olive palmoteo alegremente.
—¿Queréis que yo os acompañe? —interrogó Cagliostro.
—¿Esta noche?
—Esta noche; naturalmente. ¿Es que acaso os molesto?
Olive miró fijamente a Cagliostro. Una vaga esperanza penetró en su corazón, o, mejor dicho, en su cabeza vana y pervertida.
—Vamos —dijo ella.
El conde cogió una linterna de la antesala, abrió numerosas puertas y subiendo por una escalera llegó, seguido de Olive, al tercer piso, a las habitaciones que le había asignado.
Ella halló el alojamiento amueblado, lleno de flores y habitable por completo.
—Casi podría decirse que me esperaban aquí —exclamó.
—No a vos, sino a mí, porque me gusta estar en este pabellón, en el que a menudo duermo.
Los ojos de Olive tomaron el color amarillento y fulgurante que irisa a veces las pupilas de los gatos.
Una palabra asomaba a sus labios; Cagliostro la detuvo diciéndole:
—Aquí nada os faltará; una doncella estará a vuestra disposición dentro de un cuarto de hora. Buenas noches, señorita.
Y desapareció después de haber hecho una gran reverencia que complementó con una graciosa sonrisa.
La pobre prisionera cayó abatida sobre el lecho, que estaba preparado en una elegante alcoba.
—No me explico nada de lo que me está ocurriendo —murmuró siguiendo con la mirada a aquel hombre realmente incomprensible para ella.