Capítulo LXI

El resultado de esta visita nocturna hecha al panfletista Reteau de Villette apareció al día siguiente, y he aquí de qué manera:

A las siete de la mañana, la señora de La Motte hizo llegar a la reina una carta, que contenía el recibo de los joyeros. Este importante documento estaba concebido en los siguientes términos:

Los suscritos, reconocemos habernos hecho cargo nuevamente del collar de diamantes vendido al principio a la reina, en la suma de un millón seiscientas mil libras. No habiendo agradado los diamantes a Su Majestad, nos ha indemnizado, por la renuncia, con la cantidad de doscientas cincuenta mil libras que nos había entregado.

Firmado: Boehmer y Bossange.

La reina, tranquila ya sobre el asunto que la había atormentado durante tanto tiempo, guardó el recibo en su velador y no pensó más en ello.

Pero en abierta oposición con este documento, los joyeros Boehmer y Bossange recibieron dos días después la visita del cardenal de Rohan, que conservaba algunas inquietudes acerca del pago del primer plazo convenido entre los vendedores y la reina.

El señor de Rohan halló a Boehmer en su casa del muelle de la Ecole. Esa mañana, vencimiento del primer plazo, si había retraso o negativa, debía haberse producido la alarma en el campo de los joyeros.

Pero, por el contrario, en la casa de Boehmer se respiraba calma y el señor de Rohan tuvo la dicha de notar una cara agradable en los criados y el lomo robusto y la cola agitada en el perro del alojamiento. Boehmer recibió a su ilustre cliente con actitud satisfecha.

—Hoy vencía el primer plazo del pago —dijo—. ¿Ha pagado la reina?

—No, monseñor —respondió Boehmer—. Su Majestad no ha podido entregar ningún dinero. Ya sabéis que el rey negó el crédito al señor de Calonne. Todo el mundo habla de esto.

—Sí, todos hablan, Boehmer, y precisamente esta negativa es lo que me trae aquí.

—Pero Su Majestad es una persona excelente y demuestra muy buena voluntad. No habiendo podido pagar ha garantizado la deuda, y nosotros no pedimos más.

—¡Ah! Tanto mejor —exclamó el cardenal—. ¿Ha garantizado la deuda, decís? Está muy bien. Pero ¿en qué forma?

—En la más sencilla y delicada —contestó el joyero—, en una forma principesca.

—¿Por intervención de esa espiritual condesa, tal vez?

—No, monseñor, no. La condesa de La Motte no ha venido siquiera y esto nos halaga mucho, tanto a Bossange como a mí.

—¡No ha venido! ¿No ha venido la condesa?… Tened la seguridad, sin embargo, de que ella interviene en esto, Boehmer. Toda inspiración buena debe emanar de la condesa. Esto sin quitar nada a Su Majestad, como comprenderéis.

—Monseñor va a juzgar si Su Majestad se ha portado con nosotros de una manera delicada. Se había difundido el rumor de que el rey había negado su conformidad para el crédito de quinientas mil libras; y nosotros escribimos a la señora de La Motte.

—¿Cuándo?

—Ayer, monseñor.

—¿Qué os respondió?

—¿No sabe nada Vuestra Eminencia? —preguntó Boehmer con un imperceptible matiz de respetuosa familiaridad.

—No; hace ya tres días que no tengo el honor de ver a la señora condesa —repuso el príncipe, con acento en el que se traslucía su condición de tal.

—Pues bien, monseñor, la señora de La Motte nos contestó una sola palabra: «Esperad».

—¿Por escrito?

—No, monseñor, de viva voz. En nuestra carta rogábamos a la señora de La Motte que nos pidiese una audiencia para avisar a la reina que el pago se acercaba.

—La palabra esperad era muy natural —comentó el cardenal.

—Esperamos, monseñor, y ayer recibimos de la reina una carta por medio de un correo misterioso.

—¿Una carta? ¿Para vos, Boehmer?

—O mejor dicho, un reconocimiento de deuda en debida forma, monseñor.

—¡Veamos! —dijo el cardenal.

—¡Oh! Os la enseñaría si mi asociado y yo no hubiésemos jurado no enseñársela a nadie.

—¿Y por qué?

—Porque esta reserva nos ha sido impuesta por la propia reina, monseñor. Juzgad vos mismo; Su Majestad nos recomienda el secreto…

—¡Ah! Eso es distinto; vosotros los joyeros tenéis la felicidad de poseer cartas de una reina.

—Por un millón trescientas cincuenta mil libras —dijo el joyero bromeando— se pueden poseer…

—Ni diez ni cien millones pagan determinadas cosas, caballero, —respondió severamente el prelado—. En fin, ¿tenéis una garantía completa?

—Ciertamente, monseñor.

—¿La reina reconoce la deuda?

—Bien y debidamente.

—¿Y se compromete a pagar?…

—Dentro de tres meses quinientas mil libras, y el resto en el semestre.

—¿Y… los intereses?

—Una palabra de Su Majestad los garantiza, monseñor. Nos dice gentilmente: «Tratemos este asunto entre nosotros». Vuestra Excelencia comprenderá bien la importancia de esta recomendación. Después agrega: «No tendréis por qué arrepentiros». Y firma. Desde este momento, monseñor, tanto para mi asociado como para mí, es una cuestión de honor.

—Estamos, pues, en paz, señor Boehmer. Hasta que tengamos ocasión de tratar otro negocio.

—Cuando Vuestra Eminencia guste honrarnos con su confianza.

—Pero notad en esto la mano de esa amable condesa…

—Quedamos muy agradecidos a la señora de La Motte, monseñor, y tanto Bossange como yo estamos de acuerdo en hacerle patente nuestra gratitud cuando hayamos percibido el importe del collar en efectivo.

—¡Chist! —dijo el cardenal—. No me habéis comprendido.

Y volvió de nuevo a la carroza, seguido respetuosamente por toda la casa.

Podemos ahora levantar la máscara. Para nadie ha quedado el velo sobre la estatua. Lo que ha fraguado Juana de La Motte contra su protectora todos lo han comprendido al ver que requería el auxilio del panfletista Reteau de Villette. Los joyeros no abrigan inquietud alguna, la reina ningún temor, y el cardenal está sin la menor duda. Tres meses han sido fijados para la perpetración del robo y del crimen; durante estos tres meses el fruto siniestro habrá madurado lo suficiente para que la mano perversa lo pueda recoger.

Juana volvió a casa del señor de Rohan, que le preguntó cómo se las había arreglado la reina para acallar en aquella forma las exigencias de los joyeros.

La señora de La Motte contestó que la reina había hecho una confidencia a los joyeros; que les había recomendado el secreto; que si una reina que paga tiene que ocultarse, con tanta más razón lo hará cuando tiene que solicitar crédito.

El cardenal convino en que tenía razón y al propio tiempo le preguntó si recordaba aún sus buenas intenciones.

Juana le hizo un retrato tal del agradecimiento de la reina, que el señor de Rohan quedó entusiasmado, más como caballero que como súbdito, más en su orgullo que en su devoción.

Juana, dando término a la conversación, había resuelto entrar de nuevo tranquilamente en su casa, ponerse de acuerdo con un comerciante en pedrerías, venderle cien mil escudos de diamantes y alcanzar Inglaterra o Rusia, países libres en los que podría vivir ricamente con esta cantidad durante cinco o seis años sin ser objeto de la menor molestia, después de lo cual empezaría a vender ventajosamente y por separado el resto de los diamantes.

Pero las cosas no sucedieron de acuerdo a sus deseos. A los primeros diamantes que hizo ver a dos expertos, la sorpresa de los Argos y sus reservas espantaron a la vendedora. Uno le ofrecía cantidades despreciables y el otro se extasiaba ante las piedras, diciéndole que no las había visto semejantes sino en el collar de Boehmer.

Juana no prosiguió. Un paso más y se haría traición. Comprendió que la imprudencia en tal caso era la ruina, y esta suponía la picota y la prisión perpetua. Ocultando los diamantes en el más ignorado de los escondrijos, resolvió proveerse de armas defensivas tan sólidas, y armas ofensivas tan aceradas que, en caso de guerra, sus enemigos quedasen vencidos de antemano, es decir, antes de ir al combate.

Eludir las preguntas del cardenal, que en toda ocasión trataría de saber de la reina, y las indiscreciones de esta, que se jactaría siempre de haber rehusado la adquisición del collar, era tarea difícil. Bastaría una palabra cambiada entre la reina y el cardenal para que todo quedase descubierto.

Juana se tranquilizó al pensar que el cardenal estaba enamorado de la reina y que, como todos los enamorados, que tienen una venda sobre los ojos, caería en las trampas que le tendiese la astucia bajo la apariencia de amor.

Pero esta trampa tenía que estar preparada en forma tal que atrapase a los dos interesados. Era necesario que, si la reina descubría el robo, no se atreviese a quejarse, y si el cardenal se daba cuenta de la superchería, tuviese la sensación de hallarse perdido. Era un golpe maestro a ejecutar contra dos adversarios que tenían de antemano en su favor todo el apoyo de la opinión pública.

Juana no retrocedió. Era un temperamento intrépido, que llevaba el mal hasta el heroísmo y el bien hasta el mal. En aquel instante sólo un pensamiento la preocupaba: el de impedir una entrevista entre la reina y el cardenal.

En tanto que ella pudiese interponerse entre ambos, no había nada perdido; si a sus espaldas hablaban, el porvenir de la condesa tornaríase incierto.

«No se verán más», —sé dijo—. «¡Jamás! No obstante —se objetaba a sí misma—, el cardenal pretenderá ver a la reina y lo intentará… No esperemos a que suceda. Tratemos de influir en su pensamiento. Hagamos que desee verla, que se lo pida y que se comprometa al pedírselo».

«Sí, pero ¿y si sólo se compromete él?».

Este pensamiento la sumía en una perplejidad dolorosa.

Si solo él quedaba comprometido, la reina tendría recursos, porque las reinas hablan en voz muy alta. Y sabía arrancar tan bien María Antonieta las máscaras a los pícaros…

¿Qué hacer? Para que la reina no acusara, era necesario que no pudiese abrir la boca. Para cerrar esta noble y valiente boca había que oprimir los resortes tomando la iniciativa de una acusación.

No se acusa ante un tribunal a un criado de haber robado, cuando este puede demostrar la comisión de un delito tan deshonroso como el robo. Que el señor de Rohan estuviera comprometido ante la reina, y es casi seguro que la reina quedaría comprometida ante el señor de Rohan.

Pero que la casualidad no fuera a aproximar a los interesados para poder descubrir el secreto.

Juana retrocedió al principio ante la inmensidad del peligro que la amenazaba.

«¡Vivir así, jadeante, espantada, ante la amenaza de una cara parecida! ¡Horrible situación! Mas ¿cómo liberarme de ella? ¿Mediante la huída? ¿Por el destierro, escapándome a un país extranjero con los diamantes del collar de la reina? ¡Huir! ¡Cosa cómoda! Un buen carruaje se logra en diez horas, el tiempo de uno de los sueños de María Antonieta; el intervalo que media entre una cena del cardenal con sus amigos y el levantarse del día siguiente. Que la carretera aparezca ante mí y que pueda ofrecer el camino interminable a los ardientes cascos de los caballos, he aquí lo que basta. Pronto estaría libre, sana y salva. Pero ¡qué escándalo! ¡Qué vergüenza! Libre, pero desaparecida; en seguridad, pero proscrita. No seré ya una gran dama, sino una simple ladrona, una contumaz a la que no espera la justicia, pero que es señalada, vituperada; una delincuente a la que no marca el hierro del verdugo, porque está demasiado lejos, pero que la opinión devora y tritura».

No. Juana no huyó. El colmo de la audacia y la habilidad son como las dos cúspides del Atlas, que se parecen a dos gemelos. Uno dirige al otro y vale lo que el otro. Cuando se ve a uno, sé ve también al otro.

Juana decidió ser audaz y quedarse. Y resolvió esto, especialmente cuando entrevió la posibilidad de crear entre la reina y el cardenal una sensación común de terror, para el día en que el uno o el otro se diesen cuenta de que se había cometido un robo en el círculo de su intimidad.

Se había preguntado la infernal mujer cuánto podría proporcionarle el favor de la reina y el amor del cardenal durante dos años, calculando la renta de esta doble fortuna en quinientas o seiscientas mil libras, después de las cuales el hastío, la desgracia, el abandono serían la expiación del favor, la boga y el capricho.

«Con mi plan, gano de setecientas a ochocientas mil libras», —se dijo la condesa.

Vamos a ver cómo esta alma tortuosa penetraba por el camino que debía conducirla a la vergüenza a ella, y a los demás a la desesperación.

«Quedarme en París», —resumió la condesa—, «sostenerme firmemente asistiendo al juego de los dos actores; dejarles sólo representar el papel que convenga a mis intereses, escoger entre los momentos favorables el más propicio para la huida y conseguir que esta sea con motivo de una comisión encargada por la reina, que aparezca como una desgracia surgida al vuelo. Impedir al cardenal que se comunique con María Antonieta».

Esta era precisamente la dificultad, puesto que el señor de Rohan estaba enamorado y tenía el derecho a entrar en la residencia de la reina muchas veces durante el año, y la reina, coqueta, ávida de homenajes, agradecida por otra parte al cardenal, no se apartaría si trataban de verla.

«Los acontecimientos proporcionarían el medio de separar a estos dos personajes. Yo ayudaré a los acontecimientos», pensó Juana.

«Para ello, nada tan adecuado y diestro como excitar en la reina el orgullo que corona la castidad. Que una mujer tan fina y susceptible como la reina se sienta herida por la insinuación más leve del cardenal. Los temperamentos como los de la reina gustan de los homenajes, pero temen y, rechazan los ataques».

«Sí, el medio es infalible. Al aconsejar al señor de Rohan que se declare abiertamente, se producirá en el espíritu de María Antonieta la reacción de disgusto, de antipatía, que alejará, no al príncipe de la princesa, sino al hombre de la mujer. Por este medio, se desarmará al cardenal, cuyas maniobras quedarán paralizadas el día que comiencen las hostilidades. Conforme. Pero si se hace al cardenal antipático a la reina, no se consigue el efecto perseguido más que con respecto a él, pues se deja brillar la virtud de la reina, es decir, se favorece a esta princesa y se le facilita la libertad de lenguaje que permite lanzar una acusación y apoyar sobre la misma todo el peso de su autoridad».

«Lo que hace falta es una prueba contra el señor de Rohan y contra la reina; una especie de espada de doble filo que hiera a derecha e izquierda, que hiera al salir de la vaina e inclusive que corte la propia vaina».

«Lo necesario es una acusación que haga palidecer a la reina, y sonrojar al cardenal dejándome limpia de toda sospecha a mí, que soy confidente de los dos principales culpables. Lo que hace falta es una combinación tras la cual, resguardada en el momento y tiempo oportuno, yo pueda decir: “Si me acusáis acuso, si me perdéis, os pierdo. Dejadme a mí la fortuna, que yo os dejaré el honor”».

«Vale la pena buscar esto —se dijo la pérfida condesa—, y lo haré. A partir de hoy tengo el tiempo bien pagado».

En efecto, la señora de La Motte hundióse en los hermosos almohadones, se acercó a la ventana, iluminada por el brillante sol, y en presencia de Dios y ante su magnífica antorcha, comenzó a discurrir.