Capítulo LIX

Faltaban dos días para el primer pago indicado por la reina. El señor de Calonne no había cumplido todavía su promesa. Las cuentas no habían sido aún firmadas por el rey.

Era que el ministro, demasiado atareado, parecía haber echado algo en olvido a la reina. Ella, por su parte, creía improcedente refrescar su memoria temiendo que con ello se menoscabara su dignidad real. Tenía su promesa, y esperaba.

No obstante, comenzaba ya a inquietarse y a adquirir informes, tratando de hallar un medio de hablar con el señor de Calonne sin comprometerse, cuando recibió la siguiente nota:

Esta noche será firmado, en el consejo, el asunto que Vuestra Majestad me hizo el honor de encargarme. Los fondos estarán en vuestro poder mañana por la mañana.

María Antonieta recuperó toda su confianza. No pensó en nada más, ni siquiera en aquel mañana que tardaba tanto en llegar.

Se la vio buscar en sus paseos las avenidas más escondidas, para aislar sus pensamientos de todo contacto material y mundano.

Paseaba con la princesa de Lamballe y con el conde de Artois, que se habían unido a ella, cuando el rey entró en el consejo, después del almuerzo.

El monarca estaba de muy mal humor. Las noticias de Rusia eran malas. En el golfo de León se había perdido un buque. Algunas provincias se negaban a pagar los impuestos. Un hermoso mapamundi, terminado y barnizado por el propio monarca, se había abierto por la acción del calor y la Europa se hallaba cortada en dos partes, en la intersección del grado 30 de latitud con el 55 de longitud. Su Majestad le ponía mala cara a todo el mundo, inclusive al señor de Calonne.

En vano este último le presentó con semblante sonriente su hermosa cartera perfumada. El rey, silencioso y taciturno, se puso a trazar en un papel blanco líneas cruzadas, lo que significaba tormenta, de la misma manera que los caballos y muñecos denotaban buen humor. Porque la manía del rey era la de dibujar durante el consejo. Luis XVI no miraba de frente: era tímido. Una pluma en la mano le daba aplomo y seguridad. Mientras él estaba ocupado en esta forma, el orador podía ir desarrollando sus argumentos; el rey levantaba sólo de tanto en tanto la vista, aunque lo suficiente para no olvidar al hombre, y al mismo tiempo, penetrándose de la expresión de sus ojos, juzgar las ideas que vertía.

Cuando hablaba él mismo, y lo hacía bien, esa costumbre de dibujar quitaba todo aire de pretensión a su discurso; no tenía que hacer ningún gesto; podía interrumpirse o animarse a voluntad, y los trazos en el papel suplían los ornamentos de la palabra.

El rey tomó la pluma, según su costumbre, y los ministros comenzaron la lectura de sus proyectos y notas diplomáticas.

Luis XVI no movió los labios; dejó pasar el despacho extranjero como si no comprendiese una palabra de este trabajo.

Pero cuando se llegó al detalle de las cuentas del mes, levantó la cabeza.

El señor de Calonne había empezado la memoria relativa al empréstito proyectado para el año próximo.

El rey púsose a borronear el papel con verdadero furor.

—¡Siempre pidiendo prestado —dijo— sin saber cómo podrá pagarse! Esto es un problema, señor de Calonne, y un problema difícil.

—Sire, un empréstito es una sangría hecha a un manantial; el agua desaparece de un punto para resurgir en otro. Es más, se ve doblada por las aspiraciones subterráneas. Y antes que nada, en lugar de decir cómo pagaremos, sería necesario preguntar: ¿cómo y dónde pediremos prestado? Porque el problema de que hablaba Vuestra Majestad no consiste en saber cómo se pagará, sino en averiguar dónde se hallará quién dé crédito.

El rey convirtió el papel en un gran borrón, tal era su malhumor, pero no añadió una palabra; los rasgos de su semblante hablaban con harta elocuencia.

Habiendo expuesto su plan el señor de Calonne, con la aprobación de sus colegas, el rey lo firmó, aunque suspirando.

—Ahora que tenemos dinero —dijo riendo el señor de Calonne—, gastemos.

El rey miró a su ministro haciendo un gesto severo; ya, con los borrones, había hecho enormes manchas en el papel.

El señor de Calonne le pasó un estado en el que constaban las pensiones, gratificaciones, donativos y sueldos.

El trabajo era corto y bien detallado. El rey fue dando vuelta a las páginas y buscó el total.

—¡Un millón cien mil libras en tan poco tiempo! ¿Cómo se explica esto?

Y dejó reposar la pluma.

—Leed, leed, sire, y notad que del millón cien mil libras, un solo artículo asciende a quinientas mil.

—¿A qué artículo os referís?

—Un adelanto hecho a Su Majestad la reina, sire.

—¡A la reina!… —exclamó Luis XVI—. ¡Quinientas mil libras a la reina! ¡No es posible, caballero!

—Perdón, sire, pero la cifra es exacta.

—¡Quinientas mil libras a la reina! —repitió el rey—. En esto hay error. La semana pasada…, no…, la quincena pasada, hice pagar el trimestre a Su Majestad.

—Sire, la reina ha tenido necesidad de dinero, y sabiendo en qué forma lo gasta…, no es extraordinario…

—¡No, no! —exclamó el rey, que sintió la necesidad de hablar de su economía y conquistar algunos aplausos para la reina cuando se presentase en la Ópera—, la reina no quiere esta suma, señor de Calonne. La reina me ha dicho que un buque vale más que las joyas. La reina piensa que si Francia negocia empréstitos para alimentar a sus pobres, nosotros los ricos debemos prestar a Francia. Por lo tanto, si la reina necesita dinero, su mayor mérito consistirá en esperar, y yo os garantizo que esperará.

Los ministros aplaudieron mucho este rasgo patriótico del rey, rasgo que el divino Horacio no habría llamado uxorio, es decir, demasiado complaciente, en aquel momento.

Sólo el señor de Calonne, que conocía el apuro de la reina, insistió a su favor.

—Verdaderamente —dijo el rey—, mostráis más interés que yo mismo. Tranquilizaos, señor de Calonne.

—La reina me acusará de haber puesto poco celo a su servicio, sire.

—Yo os defenderé ante ella.

—La reina no pide nunca, sire, más que obligada por la necesidad.

—Si la reina tiene necesidades, supongo que deben ser menos imperiosas que las de los pobres, y en esto será la primera en estar de acuerdo.

—Señor…

—Asunto terminado —dijo el rey decidido.

Y tomó la pluma para continuar haciendo figuras.

—¿Suprimís este artículo, sire? —dijo consternado el señor de Calonne.

—Lo suprimo —respondió majestuosamente Luis XVI—; y al hacerlo, me parece oír la voz generosa de la reina que me da las gracias por haber comprendido tan bien sus sentimientos.

El señor de Calonne se mordió los labios. El rey, contento por aquel sacrificio personal heroico, firmó ciegamente el resto de las partidas.

Y dibujó una hermosa cebra rodeada de ceros, al tiempo que repetía:

—Esta noche he ganado quinientas mil libras; es una hermosa jornada de rey, Calonne; id a dar esta buena noticia a la reina; ya veréis, ya veréis.

—¡Dios mío, Majestad! —murmuró el ministro—, nunca me perdonaría el privaros de la alegría de esta comunicación. A cada uno su mérito.

—Sea —replicó el rey—. Levantemos la sesión. Basta de tarea, que esta ha sido buena. ¡Ah! He aquí a la reina que vuelve. Adelantémonos hacia ella, señor de Calonne.

—Sire, pido perdón a Vuestra Majestad, pero aún tengo que firmar.

Y el señor de Calonne se fue lo más prontamente posible por el corredor.

El rey se dirigió gallardamente y con gran satisfacción hacia María Antonieta, que cantaba en el vestíbulo, apoyando el brazo en el del conde de Artois.

—Señora —dijo el rey—, habéis dado un buen paseo, ¿verdad?

—Excelente, sire; y vos, ¿habéis realizado mucho trabajo?

—Podéis juzgar vos misma: os he ganado quinientas mil libras.

«Calonne ha mantenido su palabra», pensó la reina.

—Imaginaos —añadió Luis XVI— que Calonne os asignaba un crédito nada menos que de medio millón.

—¡Oh! —dijo María Antonieta sonriendo.

—Y yo… naturalmente, lo he tachado. He ahí quinientas mil libras ganadas de un plumazo.

—¡Cómo! ¿Lo habéis tachado? —dijo la reina palideciendo.

—En efecto. Y os dará una enorme popularidad. Buenas noches, señora, buenas noches.

—¡Sire! ¡Sire!

—Tengo un gran apetito. Me vuelvo. ¿No es verdad que me he ganado la cena?

—Sire, escuchadme.

Pero Luis XVI desapareció, radiante de satisfacción por la broma, dejando a la reina atónita, silenciosa y consternada.

—Hermano mío, haced que busquen al señor de Calonne —pudo decir por fin al conde de Artois—; tras esto se oculta una mala acción.

Precisamente en aquel momento, entregaban a la reina la siguiente esquela del ministro:

Vuestra Majestad debe saber ya que el rey ha rehusado el crédito. Es incomprensible, señora, y he tenido que retirarme del consejo enfermo y dolorido.

—Leed —dijo la reina entregando la esquela al conde de Artois.

—¡Y hay quien dice que dilapidamos las finanzas, hermana! —exclamó el príncipe—. Vaya unas maneras… de esposo —murmuró la reina—. Adiós, hermano mío.

—Recibid la expresión de mi condolencia. Me doy por avisado…, ¡porque yo quería pedir dinero mañana!

—Que vayan a buscar a la señora de La Motte —ordenó la reina a la señora de Misery tras una larga meditación—; dondequiera que esté, que venga inmediatamente.