Capítulo LVII

Apenas Calonne atravesaba la galería para volver a su casa, con la punta de los dedos alguien llamó a la puerta del gabinete de la reina. Era Juana de la Motte, quien le dijo a la reina:

Madame, él está aquí.

—¿El cardenal? —preguntó la reina, un poco asombrada de la palabra «él», que significaba tantas cosas pronunciadas por una mujer.

Juana había introducido ya al príncipe de Rohan, y apretaba la mano del protector protegido. El cardenal se encontró a tres pasos de la reina, a la cual hizo respetuosamente los saludos obligados.

Monsieur —dijo la reina—, se me ha contado de vos un rasgo que borra muchos errores.

—Permitidme —dijo el príncipe, con una emoción que no era fingida—, madame, afirmaros que los errores de que habla Vuestra Majestad quedarían atenuados mediante una sincera explicación.

—Yo no os prohíbo que os justifiquéis —repuso la reina con dignidad—, pero lo que me diríais arrojaría una sombra sobre el amor y el respeto que tengo para mi país y mi familia. No podéis disculparos más que hiriéndome, señor cardenal. Entonces, no removamos ese fuego mal extinguido, porque podría quemar todavía vuestros dedos a los míos; voy a veros bajo la nueva luz con que os habéis revelado, solícito, respetuoso, devoto…

—Devoto hasta la muerte —interrumpió el cardenal.

—Dios os lo premie, pero —dijo María Antonieta sonriendo— hasta ahora no se trata más que de la ruina. ¿Me seríais devoto hasta la ruina, señor cardenal? Felizmente yo pondré en buen orden el asunto. Viviréis y no quedaréis arruinado, a no ser que os arruinéis vos mismo.

Madame

—Estos son vuestros negocios. De nuevo en plan de amistad, puesto que hemos llegado a ser buenos amigos, os daré un consejo: sed económico, pues es una virtud pastoral; el rey os querrá mejor económico que pródigo.

—Llegaré a ser amado al complacer a Vuestra Majestad.

—El rey —dijo la reina con intencionado acento— no ama a los avaros.

—Seré lo que Vuestra Majestad quiera —interrumpió el cardenal con un fervor sospechoso.

—Ya os he dicho —cortó bruscamente la reina— que no seréis arruinado por culpa mía. Vos habéis respondido por mí, y os lo agradezco, pero puedo hacer honor a mis obligaciones; no os ocupéis más de ese asunto, pues desde el primer pago sólo yo me ocuparé de él.

—Para que el asunto esté terminado —dijo entonces el cardenal inclinándose—, no me queda más que ofrecer el collar a Vuestra Majestad.

Al mismo tiempo se sacó de un bolsillo el estuche que presentó a la reina.

Ella no lo miró, lo que significaba un gran deseo de verlo, y temblando de alegría lo dejó sobre una mesita, al alcance de su mano.

El cardenal intentó todavía algunas palabras de cortesía, que fueron bien recibidas, y después volvió sobre lo que había dicho la reina a propósito de su reconciliación, pero como ella se había prometido no mirar el collar delante de él, y como estaba impaciente por verlo, escuchó sin prestarle casi atención, y distraídamente le tendió la mano, que él besó con devoción y gratitud. Seguidamente pidió licencia para retirarse, creyendo ser inoportuno, lo que la colmó de alegría. Un simple amigo no molesta nunca, y un indiferente todavía menos.

Así fue la entrevista que cerró las heridas del corazón del cardenal. Salió de la cámara de la reina entusiasmado, ebrio de esperanza, y dispuesto a demostrarle a Juana de la Motte un reconocimiento sin límites por la negociación que había llevado a cabo tan felizmente.

Juana le esperaba en su carroza, y le preguntó después de la primera explosión de su gratitud.

—¿Seréis Richelieu o Mazarino? ¿El labio austriaco os ha impulsado a la ambición o a la ternura? ¿Estáis lanzado para la política o para la intriga?

—No os riais, querida condesa. Estoy loco de alegría.

—Os comprendo.

—Ayudadme, y en tres semanas podré conseguir un Ministerio.

—¿En tres semanas? Es mucho tiempo. El desenlace de esos primeros acontecimientos hace que lo fijemos para dentro de quince días.

—Todas las alegrías llegan a la vez; la reina tiene dinero y me pagará; quedará el mérito de la intención solamente. Es demasiado poco, condesa, para tanto honor. Dios es testigo de que habría pagado voluntariamente esta reconciliación al precio de seiscientas mil libras.

—Estad tranquilo —le dijo la condesa sonriendo—. Tendréis ese mérito por encima de los demás. ¿No tenéis bastante con eso?

—Confieso que lo preferiría; así la reina me estaría obligada.

—Monseñor, algo me dice que gozaréis de esa satisfacción. ¿Estáis preparado para ello?

—He hecho vender mis últimos bienes y he empeñado para todo el año próximo mis entradas y mis beneficios.

—¿Tenéis las seiscientas mil libras entonces?

—Las tengo; pero después de hacer ese pago, no sabía cómo continuar.

—Ese pago nos proporciona un trimestre de tranquilidad. En tres meses, qué de acontecimientos, buen Dios.

—Es verdad, pero el rey me ha ordenado que no contraiga más deudas.

—Una estancia de dos meses en un Ministerio pondrá todas vuestras cuentas al día.

—Oh, condesa…

—No os rebeléis. Si no lo hicierais, vuestros primos lo harían.

—Tenéis siempre razón. ¿Adónde vais ahora?

—A ver a la reina y saber el efecto que le ha producido vuestro obsequio.

—Muy bien. Yo vuelvo a París.

—Es una buena táctica: no abandonar el terreno.

—Es preciso, desgraciadamente, que devuelva una visita que he recibido esta mañana antes de salir.

—¿Una visita?

—Bastante seria, si juzgo por el contenido del billete que me han enviado. Vedlo.

—Letra de hombre —dijo la condesa.

«Monseñor, alguien quiere hablar con voz sobre el cobro de una importante cantidad. Esa persona se presentará esta noche en vuestra casa de París con la esperanza de que le concedáis una audiencia».

—¿Anónimo…? Un mendigo.

—No, condesa; nadie se expone alegremente a ser apaleado por mis criados por haber jugado conmigo.

—¿Lo creéis así?

—No sé por qué, pero me parece que conozco esta letra.

—Id, pues, monseñor; tampoco arriesga uno mucho con la gente que promete dinero. Lo peor sería que no pagasen. Adiós, monseñor.

—Condesa, hasta la vista.

—Un momento. Aún debo deciros dos cosas.

—¿Cuáles?

—Si por casualidad se os ofrece una cantidad importante…

—Decid, condesa.

—Algo perdido: un hallazgo, un tesoro, un…

—Entiendo vuestra sutileza: los dos a medias. ¿Es eso lo que queréis decir?

—Quizá sí, monseñor…

—Si me habéis traído la felicidad, ¿por qué no os he de tener en cuenta? ¿Cuál es la otra cosa que me queréis decir?

—No os dediquéis a derrochar las seiscientas mil libras.

—No lo temáis.

Y se separaron. Después, el cardenal regresó a París envuelto en un halo de felicidad celestial. La vida había cambiado por completo para él desde hacía dos horas. Si no fuera más que amante, la reina acababa de darle más de lo que se habría atrevido a esperar de ella; si era ambicioso, ella le proporcionaría todavía más.

El rey, hábilmente guiado por su mujer, sería el instrumento de una fortuna que nada podía detener. El cardenal abundaba en ideas, tenía más genio político que cualquiera de sus rivales, entendía la marcha del progreso y burlaría al clero a favor del pueblo para formar una de esas sólidas mayorías que gobiernan largo tiempo por la fuerza y por el derecho.

Poner a la cabeza de ese movimiento de reforma a la reina, a la que adoraba después de haber cambiado el desafecto siempre creciente en una estimación sin igual, era el sueño del prelado, y una sola palabra de ternura de María Antonieta podía trocarlo en realidad.

Entonces renunciaba a sus fáciles triunfos, el mundano se hacía filósofo y el ocioso se convertía en un trabajador infatigable. Es una labor sugestiva para los grandes caracteres cambiar la negación que hay en el libertinaje por la fatiga del estudio. El príncipe de Rohan iba todavía más lejos, arrastrado por ese veneno que se llama el amor y la ambición.

Se puso a la obra desde el momento de su vuelta a París, quemando inmediatamente una caja llena de billetes amorosos. Llamó a su intendente para ordenarle reformas, hizo afinar plumas por su secretario para escribir sus memorias sobre la política de Inglaterra, que él conocía muy bien, y después de una hora de trabajo, cuando empezaba a sentirse dueño de sí mismo, un campanillazo le advirtió que había llegado una visita importante.

Un húsar se detuvo en el umbral.

—¿Quién es?

—El caballero que le ha escrito esta mañana, monseñor.

—Ese caballero tendrá un nombre. Preguntádselo.

El húsar volvió poco después.

—El señor conde de Cagliostro.

—Que entre —dijo el príncipe estremeciéndose.

Luego de entrar el conde, las puertas se cerraron.

—Formidable —exclamó el cardenal—. ¿Qué es lo que veo?

—¿No es verdad, monseñor —dijo De Cagliostro, sonriendo—, que apenas he cambiado?

—Si me parece imposible. José Bálsamo vivo, cuando se le creía muerto en aquel incendio. José Bálsamo…

—Conde de Fénix vivo; sí, monseñor, y más vivo que nunca.

—Pero, monsieur, ¿con qué nombre os presentáis ahora, y por qué no habéis conservado el antiguo?

—Precisamente porque es antiguo y recuerda, a mí antes que a nadie, y a los demás luego, demasiados recuerdos tristes y fastidiosos. Me refiero incluso a vos, monseñor. Decidme, ¿no habríais negado la entrada a José Bálsamo?

—No, monsieur, no.

El cardenal, todavía estupefacto, se olvidó de ofrecer asiento a De Cagliostro.

—Entonces, Vuestra Eminencia tiene más memoria y honradez que todos los hombres juntos.

Monsieur, en otra época me rendisteis tan gran servicio…

—¿No es verdad, monseñor —interrumpió Bálsamo—, que no he cambiado y que soy una muestra de los resultados de mi elixir de vida?

—Cierto, sí, pero vos que estáis por encima de la humanidad y dispensáis liberalmente el oro y la salud a todos…

—La salud, no digo que no, pero el oro… no, eso no.

—¿Ya no hacéis oro?

—No, monseñor.

—¿Por qué?

—Porque perdí la más indispensable de las combinaciones que mi maestro, el sabio Althotas, me dio cuando salió de Egipto. No tuve la precaución de sacar una copia en previsión de un posible extravío. Y la memoria ya no me ha valido.

—¿Él se la guardó?

—No…, es decir, sí, guardada o llevada a la tumba, como vos queráis.

—¿Murió?

—Le he perdido.

—¿Cómo, pues, no habéis prolongado la vida de ese hombre, único poseedor del portentoso secreto, vos que os habéis conservado vivo y joven durante siglos?

—Yo lo puedo todo contra la enfermedad y contra las heridas, pero no puedo nada contra el accidente que mata sin que se me llame.

—Y fue un accidente lo que terminó con la vida de Althotas.

—Vos habéis debido saberlo, puesto que sabíais mi muerte.

—Ese incendio de la calle Saint-Claude, en el que vos desaparecisteis.

—Ese incendio mató a Althotas, o el sabio, cansado de la vida, quiso morir.

—Es extraño.

—No, es natural. Yo mismo he pensado cien veces en terminar con mi vida.

—Sin embargo, habéis seguido viviendo.

—Porque he elegido un estado de juventud en el cual la salud, las pasiones, los placeres carnales me procuran todavía alguna distracción, y Althotas, por el contrario, había elegido el estado de la vejez.

—Althotas debía hacer lo mismo que vos.

—No, él era un hombre profundo y superior; de todas las cosas de este mundo no quería más que la ciencia, y la juventud, con la sangre ardiente, con sus pasiones y sus excesos, le habrían apartado de la eterna contemplación, monseñor, es necesario estar libre siempre de flaquezas; para pensar bien, importa ante todo el conocimiento de sí mismo. El anciano medita mejor que el joven, pero cuando la tristeza se apodera de él, ya no halla remedio. Althotas murió víctima de su devoción por la ciencia. Yo vivo como un mundano, pierdo mi tiempo y no hago absolutamente nada. Soy una planta…; no me atrevo a decir una flor; yo no vivo, respiro.

—Oh… —murmuró el cardenal—. Con el hombre resucitado, se repiten mis asombros. Me devolvéis a aquel tiempo en que la magia de vuestras palabras y la maravilla de vuestras acciones aguzaban doblemente mis facultades y realzaban ante mis ojos el valor de la criatura humana. Me recordáis los dulces sueños de mi juventud. Han transcurrido diez años desde que os conocí.

—Lo sé, y uno y otro hemos descendido desde entonces. Yo ya no soy una fuerza, sino los despojos de lo que fui. Vos ya no sois un arrogante joven, sino un respetable príncipe. ¿Os acordáis, monseñor, del día que en mi gabinete os prometí el amor de una mujer de la cual mi vidente había consultado sus rubios cabellos?

El cardenal palideció, después enrojeció. El espanto y la alegría regían alternativamente los latidos de su corazón.

—Me acuerdo, pero de un modo confuso…

—Veamos —dijo De Cagliostro sonriendo— si consigo que todavía veáis en mí al mago que conocisteis. Esperad que me concentre.

Luego de un silencio, prosiguió De Cagliostro:

—Esa rubia niña de vuestros sueños amorosos, ¿dónde está?, ¿qué hace? Ah, sí… y vos la habéis visto hoy. Más todavía: habéis estado cerca de ella.

El cardenal se llevó una mano al corazón, como si quisiera sujetárselo.

Monsieur… —dijo en voz tan baja que De Cagliostro casi no le oyó—, por favor…

—¿Queréis que hablemos de otra cosa? —le preguntó sonriendo el sibilino—. Me parece muy bien. Estoy a vuestras órdenes, monseñor.

Tras sus últimas palabras el conde de Cagliostro se sentó en un sillón, sin recordar que el cardenal se había olvidado de ofrecerle asiento al empezar tan interesante conversación.