Capítulo LIII

Es seguro que Dios había oído la oración de Andrea, porque De Charny superó aquellas horas en que su fiebre había alarmado al médico. Al día siguiente, mientras Andrea se enteraba, con esperanza y miedo, de las noticias que le llegaban del herido, este, gracias a los cuidados del buen doctor Louis, había pasado de la muerte a la vida. A la crisis la habían vencido su fortaleza y el tratamiento.

Una vez salvado De Charny, el doctor se ocupó muy poco de él, pues el enfermo, como caso, dejaba de ser interesante. Para el médico, el paciente redivivo ya no cuenta, sobre todo cuando la convalecencia es el augurio de un restablecimiento absoluto. Sólo después de ocho días, durante los cuales Andrea fue viendo cómo se alejaba el peligro, el doctor, que no olvidaba las manifestaciones de su enfermo cuando deliraba, decidió que había que trasladar a De Charny a un sitio más distante, pero bastó que lo insinuase para que De Charny se rebelase. Iracundo, mirando fijamente al doctor, le dijo que estaba en el palacio del rey y que nadie tenía el derecho de alejar a un hombre al cual Su Majestad ofrecía su hospitalidad, pero el doctor, que no admitía imposiciones de los convalecientes, llamó a cuatro servidores y les ordenó que se llevasen al herido, quien se resistió, aferrándose a los barrotes de la cama y golpeando rabiosamente a uno de los ayudantes y amenazando a los demás, como Carlos XII a Bender[79].

El doctor Louis le razonó el porqué de sus medidas, que oyó con cierta mansedumbre, pero al ver que insistían en llevárselo, hizo tal esfuerzo que la herida volvió a abrirse, sangrándole otra vez. Inmediatamente se le repitió el delirio con más violencia que la primera vez. Y comenzó a gritar que se le quería alejar de allí para privarlo de las visiones que había tenido en sus sueños, pero que era en vano, que las visiones le sonreirían siempre, que él las esperaba y que volverían, a pesar del doctor, pues aquella a quien él amaba era de un rango que no admitía la intervención de nadie.

Al oír estas palabras, el doctor se alarmó y en el acto despidió a los criados, vendó de nuevo la herida y decidió cuidar tanto la mente como el cuerpo, pero no pudo detener el delirio, el cual le asustó más que antes, temiendo un principio de locura. De Charny empeoró tanto en un día que el doctor Louis pensó en remedios heroicos, pues el enfermo no solamente se perdía, sino que también perdía a la reina. En vez de hablar, gritaba; en vez de recordar, inventaba, y en sus escasos momentos lúcidos no había síntomas de que mejorase. De Charny estaba más loco que su propia locura.

Extremadamente molesto, Louis, no pudiendo ampararse en la autoridad del rey porque el enfermo la invocaba también, resolvió informar a la reina, y aprovechó para ir a verla un momento en que De Charny dormía, exhausto de tanto gritar y tanto agitarse.

Encontró a María Antonieta pensativa y radiante a la vez, porque suponía que el doctor le llevaba buenas noticias de su enfermo, pero se quedó anonadada al oír que el enfermo había empeorado.

—¿Cómo? —exclamó la reina—. Ayer iba bien.

—No, madame; iba muy mal.

—He enviado a madame de Misery y le habéis dado muy buenas noticias.

—Me engañaba y os engañaba.

—Pero entonces… Si no mejora, ¿por qué se me tiene que ocultar?

Madame

—Y si mejora, ¿por qué se me deja en mi inquietud cuando se trata de un buen servidor del rey? ¿Qué ocurre con el enfermo? ¿Hay peligro?

—Para él menos quizá que para los demás, madame.

—Ya empezamos con los enigmas, doctor —exclamó la reina, con impaciencia—. Explicaos.

—Es difícil, Majestad. Quizá os baste saber que la enfermedad del conde de Charny es más bien moral. La herida es la causa de su sufrimiento y del sufrimiento proviene el delirio.

—¿De Charny sufre un mal moral?

—Moral, madame. No me permitáis decir más a Vuestra Majestad.

—Queréis decir que el conde…

—¿La reina le profesa afecto?

—Naturalmente, porque lo merece.

—Debo deciros que el conde está enamorado. Vuestra Majestad pide una explicación y yo se la doy.

La reina hizo un leve movimiento de hombros, como si no acabase de comprender.

—¿Creéis que ese mal se cura como una herida? El mal empeora, y del pasajero delirio De Charny caerá en una gravísima obsesión. Entonces…

—¿Entonces, doctor?

—Vos habréis perdido a ese joven.

—Doctor, me confunde ese lenguaje. ¿Que yo habré perdido a ese joven? ¿Soy yo la causa de que él esté loco?

—Sin duda.

—¿He de ofenderme, doctor?

—Si vos no sois la causa ahora, lo seréis más tarde.

—Aconsejadme entonces —pidió la reina.

—¿O sea, que yo ordene un tratamiento? Sólo veo este: que De Charny sea curado por el bálsamo o por el hierro, que la mujer que él invoca a cada instante le mate o le cure.

—Veo que recurrís a los extremos —interrumpió la reina, reprimiendo su impaciencia—. Matar…, curar… Solemnes palabras. ¿Se mata a un hombre con la dureza? ¿Se cura a un loco con la sonrisa?

—Si vos también sois incrédula —dijo el doctor—, sólo puedo presentarle su humilde respeto a Vuestra Majestad.

—¿Pero es que se trata de mí?

—Yo no sé nada, ni quiero saber nada; repito solamente que monsieur de Charny es un loco razonable, que la razón puede enloquecerle y matarle, y que la locura puede devolverle el juicio y curarle. Entonces, si queréis librar este palacio de gritos, de sueños y de escándalos, tomad partido.

—¿Cuál?

—¿Cuál? Yo no doy más órdenes ni aconsejo. ¿Me he vuelto sordo oyendo lo que he oído, o ciego habiendo visto lo que he visto?

—Suponed que os comprendo. ¿Qué resultará de todo ello?

—Hay dos perspectivas: una, la mejor para vos y para los demás, es que el enfermo, herido el corazón por ese puñal que se llama la pasión, pierda la noción del mundo en que vive. La otra… Madame, no hay más que una para María Antonieta, para la reina de Francia.

—Habéis hablado con franqueza, doctor. Queréis decir que la mujer, por la cual monsieur de Charny ha perdido la razón, se la devuelva, sea cruel o benigno el procedimiento.

—Eso es.

—Debo tener el valor de triturar sus sueños, de extirpar ese sentimiento que le roe el corazón.

—Sí, Majestad.

—Llamad a mademoiselle de Taverney, pero… es tan expuesto ese paso, del que depende la vida o la muerte de un hombre.

—Es lo que expongo cada vez que me enfrento con una enfermedad cuya raíz ignoro. ¿La atacaré con el remedio que mata el mal o con el remedio que mata al enfermo?

—Vos estáis seguro de matar al enfermo, ¿no es eso? —dijo la reina, estremeciéndose.

—Ah… —dijo el doctor, con gesto sombrío—. Aunque muriese un hombre por el honor de una reina, ¿cuántos mueren todos los días por el capricho de un rey?

La reina suspiró y siguió al viejo doctor, sin encontrar a Andrea. Eran las once de la mañana. De Charny, vestido, dormía en un sillón después de pasar una noche terriblemente agitada. Cerrados los postigos, escasamente se advertía la claridad diurna.

Nada de ruido, ninguna presencia, nada ante los ojos. El doctor Louis atacaba hábilmente todo lo que pudiera provocar una recaída. Sin embargo, no retrocedía ante una crisis que podía matar a su enfermo. Sabía que también podía salvarlo.

La reina, vestida con sencillez y peinada con cierto abandono, entró bruscamente en el corredor donde estaba la habitación de De Charny. El doctor le había recomendado que no dudase, que no vacilase, que se presentara con resolución, para que el efecto fuese violento.

La reina abrió con decisión la puerta de la antecámara, encontrándose con una mujer velando en la puerta del dormitorio de De Charny, en la cual se veía el agotamiento y la angustia.

—¡Andrea! —exclamó la reina—. ¿Vos aquí?

—Sí, Majestad —repuso Andrea, pálida y turbada—. También está aquí Vuestra Majestad.

—Qué complicación —murmuró el doctor.

—Os he buscado por todas partes —dijo la reina—. ¿Dónde estabais?

No había en el tono de la reina su habitual amabilidad, como si la asaltase una sospecha.

Andrea temió que su presencia allí revelase a los demás sentimientos que eran su íntima tortura. Y no vaciló en mentir al oír que la reina le preguntaba:

—Pero… ¿cómo estáis aquí?

—Me han dicho que Vuestra Majestad me buscaba, y he venido.

—¿Cómo lo habéis hecho para adivinar dónde yo estaba?

—Estabais con el doctor Louis, y os he visto salir con él, y he comprendido que veníais a este pabellón.

—En efecto —repuso la reina, más cordial, pero recelosa aún.

Andrea hizo un último esfuerzo.

—Si Vuestra Majestad —dijo Andrea, sonriendo— no hubiese querido que la viesen, no se habría dejado ver en las galerías para venir aquí. Cuando la reina cruza la terraza, mademoiselle de Taverney la ve desde su apartamento.

—Sí, sí; tenéis razón, Andrea, Como pienso poco, creo que los demás tampoco piensan.

La reina veía que necesitaba indulgencia porque tenía necesidad de una confidente. Por otra parte, no siendo ella un compuesto de coquetería y desconfianza, como la mayoría de las mujeres vulgares, tenía fe en sus amigos, sabiendo que podía quererles. Las mujeres que desconfían de sí mismas desconfían todavía más de las otras. El infortunio de las coquetas es que nunca se creen amadas por sus amantes.

María Antonieta, pues, olvidó rápidamente la impresión que le había producido mademoiselle de Taverney delante de la puerta de De Charny, e inmediatamente entró en el dormitorio del enfermo mientras el doctor se quedaba detrás con Andrea.

Al desaparecer la reina, Andrea miró al cielo con dolor y cólera, reprimiéndose al sentir que el doctor la cogía del brazo y la hacía salir al corredor mientras le preguntaba:

—¿Creéis que triunfará?

—¿Triunfar en qué, Dios mío?

—En conseguir que quiera ir a otro sitio ese pobre loco, que se morirá aquí por poco que le dure esa fiebre.

—¿Se curará, entonces, en otro sitio? —preguntó Andrea, orillándole en los ojos el amor y el dolor.

El doctor la miró sorprendido e inquieto.

—Creo que sí.

—¡Qué triunfe, Señor, que triunfe!