Capítulo XLIX

Esa fortuna, real y figurada, que Juana de la Motte llevaba consigo la sufrieron los caballos que la habían llevado a Versalles. Si hubo caballos que tras un premio pareció que volasen, fueron los dos desdichados matalones del coche que había alquilado. El auriga, estimulado por la condesa, los convenció de que eran los veloces cuadrúpedos del país de Elida, y que el premio eran dos talentos de oro para él y triple pienso para ellos.

El cardenal no había salido todavía cuando madame de la Motte llegó, sorprendiéndole en el interior de su palacio y de su mundo, y se hizo anunciar más ceremoniosamente que cuando trató de acercarse a la reina.

—¿Venís de Ver salles?

—Sí, monseñor.

El cardenal demostró su inquietud viéndola fríamente impenetrable, lo que ella notó en el acto, como advirtió su tristeza, su desasosiego, pero no sintió la menor piedad.

—¿Y…? —preguntó él.

—Monseñor, ¿qué es lo que deseabais? Hablad un poco, para que no tenga yo que hacerme demasiados reproches.

—Condesa, me decís eso en un tono…

—Triste, ¿verdad?

—Más que triste.

—¿Vos queríais que yo viese a la reina?

—Sí.

—Pues la he visto. ¿No queríais que ella me dejara hablar de vos, ella, que varias veces ha demostrado su alejamiento y su descontento en cuanto oía vuestro nombre?

—Ya veo, si tuve ese deseo, que hay que renunciar a él.

—Todavía no. La reina me ha hablado de vos.

—O vos habéis sido lo bastante buena para hablarle de mí.

—Es cierto.

—¿Y Su Majestad ha escuchado?

—Eso merece una explicación.

—No me digáis una palabra más, condesa; sé la repugnancia que siente hacia mí Su Majestad.

—No demasiada. Me he atrevido a hablarle del collar.

—¿Os habéis atrevido a decirle que yo he pensado…?

—¿En comprarlo para ella? Sí.

—¡Oh, condesa, eso es maravilloso! ¿Y os ha escuchado?

—Me ha escuchado.

—¿Le habéis dicho que le ofrezco el collar?

—Lo ha rechazado terminantemente.

—Estoy perdido.

—Ha rechazado el regalo, sí, pero el préstamo…

—¿El préstamo? ¿Os habéis atrevido…?

—Me he atrevido y ha aceptado.

—¡Yo haciendo un préstamo a la reina! Condesa… ¿Es posible?

—Es más que si vos se lo hubierais dado, ¿no os parece?

—Mil veces.

—Así lo he creído. En resumen: Su Majestad ha aceptado.

El cardenal se levantó, volvió a sentarse, y luego se acercó a Juana y, tomándole las manos, le dijo:

—No me engañéis. Pensad que con una palabra podéis hacer de mí el más infeliz de los hombres.

—Yo no juego con las pasiones, monseñor; si acaso, con las ridiculeces, y los hombres de vuestro rango y vuestro mérito no pueden nunca ser ridículos.

—Entonces, lo que vos me decís…

—Es la verdad.

—Así… ¿tengo un secreto con la reina?

—Un secreto… mortal.

El cardenal le estrechó las manos nuevamente.

—Me satisface vuestro apretón de manos —dijo la condesa—. Es como de un hombre a otro hombre.

—Es de un hombre feliz a un ángel protector.

—Monseñor, no exageréis.

—Es mi alegría, mi reconocimiento. Jamás…

—Exageráis lo uno y lo otro. Prestar un millón y medio a la reina, ¿no era lo que vos deseabais? Buckingham pidió otra cosa a Ana de Austria, monseñor, después de sus perlas derramadas por el suelo de la cámara real.

—Lo que Buckingham ha sido, condesa, no quiero desearlo; sería un sueño.

—Vos os explicaréis acerca de todo esto con la reina, porque ella me ha encargado que os diga que os recibirá en Versalles con el mejor afecto.

La imprudente había dejado escapar estas palabras cuando el cardenal palideció como cuando un adolescente llega al primer beso amoroso. El cardenal, como si la emoción le venciera, se dejó caer en el sillón que tenía más cerca. Mientras le observaba, Juana se dijo:

«Esto es todavía más serio de lo que yo creía; yo había soñado el ducado, la más alta nobleza de Francia, cien mil libras de renta, y alcanzaré hasta el principado, hasta el medio millón, porque el príncipe de Rohan no trabaja por ambición ni por avaricia; le mueve el amor».

El cardenal se repuso en seguida. La alegría no es una enfermedad que dure demasiado, y como era un hombre curtido, entendió conveniente hablar de negocios con Juana, como si quisiera hacerle olvidar que acababa de hablarse a sí misma de amor.

—Amiga mía —dijo, estrechando a Juana entre sus brazos—, ¿qué pretende hacer la reina con ese préstamo que vos le habéis ofrecido?

—¿Me lo preguntáis porque la reina no tiene bastante dinero?

—Justo.

—Pretende pagaros como si ella pagase a Boehmer, con la diferencia de que si ella se lo hubiese comprado a Boehmer, todo París lo sabría, lo que sería inadmisible después de la famosa palabra del barco, y si ella burlase al rey, toda Francia la miraría con disgusto. La reina quiere tener por entregas los diamantes y pagarlos por entregas. Vos le proporcionaréis la ocasión, y seréis un cajero discreto y solvente si ella tuviese dificultades. Esto es todo. Es feliz, paga, y vos no pidáis más que eso.

—¿Paga? ¿Y cómo?

—La reina, una mujer que lo comprende todo, sabe que vos tendréis deudas, monseñor, y por otra parte es orgullosa; no es una amiga que reciba obsequios. Cuando yo le he dicho que habíais anticipado doscientas cincuenta mil libras…

—¿Se lo habéis dicho?

—¿Por qué no?

—Ha sido exponer el negocio al fracaso.

—Era procurarle el medio, la razón para aceptar. Nada por nada; esa es la divisa de la reina.

—Dios mío…

Juana sacó tranquilamente del bolso la cartera de Su Majestad.

—¿Qué es eso?

—Una cartera con billetes de caja por doscientas cincuenta mil libras.

—Pero…

—Que la reina os envía con toda su gratitud.

—Oh…

—¿Qué es lo que miráis?

—Miro esta cartera.

—¿Os gusta? Tampoco es de la mejor calidad.

—Me agrada, no sé por qué.

—Tenéis buen gusto.

—¿Os burláis de mí? ¿Por qué decís que tengo buen gusto?

—Cuando tenéis el mismo gusto de la reina…

—Esta cartera…

—Era de la reina, monseñor…

—¿La tenéis en mucha estima?

—En mucha.

—Se comprende.

—Sin embargo, si a vos os agrada… —dijo la condesa, con una de esas sonrisas que hasta a los santos hacen vacilar.

—No lo dudéis, condesa, pero no quiero privaros de ella.

—Tomadla.

—Condesa… —murmuró, sonriendo, el cardenal—. Sois la amiga más preciosa, la más espiritual, la más…

—Sí, sí.

—Y entre nosotros…

—«En la vida y en la muerte», se dice siempre. No, no tengo más que un mérito.

—¿Cuál?

—El de haber solucionado vuestros asuntos con mucha suerte.

—Si no hubierais tenido más que esa suerte, diría que valéis poco. Mientras vos habéis ido a Versalles, yo también he trabajado por vos.

Juana miró al cardenal con sorpresa.

—Sí, poca cosa, pero… Ha venido mi banquero a proponerme acciones sobre no sé qué asunto de unos pantanos que hay que desecar o explotar.

—Ya.

—Y con un provecho seguro; he aceptado.

—Habéis hecho bien.

—Vais a verlo, porque yo os tengo siempre en mi pensamiento y en primera línea.

—Creo que esto último es más de lo que yo merezco.

—Mi banquero me ha dado doscientas acciones, y he tomado la cuarta parte para vos.

—¡Oh, monseñor…!

—Permitidme. Dos horas después mi banquero había regresado. El solo hecho de haber colocado las acciones en este día había determinado un alza de un ciento por ciento. Y me dio cien mil libras.

—Magnífica especulación.

—He aquí, pues, vuestra parte, querida condesa; quiero decir, querida amiga.

Y del paquete de las doscientas cincuenta mil libras dadas por la reina, puso veinticinco mil en la mano de Juana.

—Muy bien, monseñor; esto es dar por dar. Lo que me halaga más es que habéis pensado en mí.

—Será siempre así —repuso el cardenal, besando su mano.

—Creed en mi correspondencia. Monseñor, hasta pronto en Versalles.

Y salió después de dar al cardenal la lista de los vencimientos elegidos por la reina, el primero de los cuales, con un plazo de treinta días, era de seiscientas mil libras.