Capítulo XLVIII

Dueña de aquel secreto, enriquecida de antemano con el porvenir que le esperaba, sostenida por dos influencias tan considerables, Juana se veía capaz de levantar el mundo. Se concedió quince días para comenzar a morder el delicioso racimo que la fortuna suspendía sobre su cabeza.

Aparecer en la corte, no ya como una solicitante, ni como la pobre mendiga retirada por madame de Boulainvilliers, sino como una descendiente de los Valois, rica, con cien mil libras de renta, con un marido duque y par, llamarse la favorita de la reina, y en un tiempo de intrigas y de tempestades gobernar el Estado gobernando al rey a través de María Antonieta, he aquí simplemente el panorama que se entreabría ante la inagotable imaginación de la condesa de la Motte.

Al llegar el día que estimó propicio, no hizo más que acercarse a Versalles. Carecía de carta de presentación, pero la fe en su fortuna era ya tal que tenía la certidumbre de que vería doblegarse la etiqueta ante su deseo. Y tenía razón.

Todos los oficiosos de la corte, tan empeñados en adivinar los gustos del dueño, habían notado ya la satisfacción con que María Antonieta acogía a la bella condesa.

Fue bastante para que a su llegada un húsar inteligente y ambicioso fuera colocarse al paso de la reina, que llegaba de la capilla, y, como por azar, pronunció delante del gentilhombre de servicio estas palabras:

Monsieur, ¿qué debo hacer con la señora condesa de la Motte-Valois, que no tiene carta de presentación?

La reina hablaba en voz baja con la princesa de Lamballe, y el nombre de Juana, hábilmente dejado caer, la detuvo, y se volvió preguntando:

—¿Decís que está en palacio madame de la Motte-Valois?

—Creo que sí, Majestad —contestó el gentilhombre.

—¿Quién la ha visto?

—Este húsar, madame.

—Recibiré a madame de la Motte-Valois —precisó la reina, que continuó su camino, y luego se detuvo para decirle al húsar—: La conduciréis a la Sala de Baños.

Juana, a quien el húsar la informó, hizo ademán de abrir su bolsa, pero el húsar la detuvo con una sonrisa.

—Señora condesa, os ruego que acumuléis las deudas; seguramente que muy pronto podréis pagármelas con intereses más altos.

—Tenéis razón, amigo mío; gracias.

«¿Por qué —se dijo— no he de proteger al húsar que me ha protegido? ¿No estoy también protegiendo a un cardenal?».

Juana estuvo pronto en presencia de su soberana, la cual apareció con expresión un poco seria, quizá precisamente por lo que favorecía a la condesa con su inesperada recepción.

«En el fondo —pensó la amiga del cardenal—, la reina cree que todavía vengo a mendigar… Antes de que yo haya pronunciado una palabra, habrá desarrugado el ceño o me habrá enseñado la puerta».

Madame —dijo la reina—, todavía no he tenido ocasión de hablarle al rey.

—Oh, madame… Vuestra Majestad ha sido ya demasiado buena para mí y no espero nada más. Yo venía…

—¿Para qué venís? —dijo la reina, hábil en coger las transiciones—. No habéis pedido audiencia. ¿Acaso se trata de algo urgente… para vos?

—Urgente, sí, madame, pero no para mí.

—¿Para mí, entonces? Habladme, condesa.

La reina condujo a Juana a la Sala de Baños, donde sus camareras la esperaban, pero al ver alrededor de la reina tantas caras desconocidas, Juana no dijo nada, y María Antonieta despidió a sus doncellas.

—Vuestra Majestad —dijo Juana— se dará cuenta de que estoy muy confusa.

—¿Cómo es eso? No he querido confundiros.

—Vuestra Majestad sabe, pues creo habéroslo dicho, todos los favores que me ha hecho el cardenal de Rohan, lo cual me obliga a él.

La reina arrugó el ceño.

—No sé.

—Yo creía…

—No importa; decid.

—Anteayer Su Eminencia me hizo el honor de visitarme.

—Ah…

—Es para una buena obra que presido.

—Muy bien, condesa. Yo también os daré algo… para vuestra buena obra.

—Vuestra Majestad se equivoca. Ya he tenido el honor de decirle que no pedía nada. El señor cardenal, como acostumbra, me habló de la bondad de la reina, de su inagotable gentileza.

—Y desea que yo proteja a sus protegidos.

—Sí, claro, Majestad.

—Lo haré, y no por el cardenal, sino por los desgraciados que acojo siempre bien, vengan de quien vengan. Sólo le diréis a Su Eminencia que estoy muy disgustada.

—¡Ay!, madame, ved lo que yo le he dicho, pues de eso viene la confusión que yo señalaba a la reina.

—Ah…

—Yo le hablaba al señor cardenal de la generosidad de Su Majestad ante cualquier infortunio, sus continuas ayudas, la causa de que la bolsa de la reina muchas veces esté como exprimida.

—Bien.

—«Ved, monseñor —le dije como ejemplo—: Su Majestad es esclava de su bondad. Se sacrifica por sus pobres, y el bien que hace se vuelve a veces contra ella». Y en este sentido tengo que acusarme.

—¿Cómo es eso, condesa? —preguntó la reina, que escuchaba con sumo interés, quizá porque Juana había sabido cogerla por su lado débil, o porque María Antonieta adivinaba bajo el largo preámbulo la preparación de algo inesperado.

—Digo que Vuestra Majestad me había dado una importante cantidad algunos días antes, donativos que son bastante frecuentes en la reina, pero si la reina hubiera sido menos sensible, menos generosa, tendría dos millones en su caja, gracias a los cuales nada le habría impedido comprar ese bello collar de diamantes tan noblemente, tan valientemente, pero tan injustamente rechazado. Perdonadme que lo diga.

La reina enrojeció y se quedó mirando a Juana. Evidentemente, la conclusión estaba en la última frase. ¿Había allí un lazo? ¿Era sólo una lisonja? Lo cierto era que la cuestión se había expuesto, y cabía el que hubiese en ella un peligro para una reina. Pero Su Majestad vio en el rostro de Juana tanta dulzura, tan limpia benevolencia y tanta lealtad que ella no podía recelar que bajo aquel rostro se escondiesen ni la perfidia ni la adulación.

Y como la reina era una mujer de alma auténticamente generosa, y en la generosidad hay siempre fuerza, y en la fuerza una firme sinceridad, María Antonieta, tras un reprimido suspiro, dijo:

—Sí, el collar era hermoso; no tendría palabras para la alabanza que merece, pero me satisface pensar que una mujer de gusto me bendecirá por haberlo rechazado.

—Si vos supierais, madame, cómo se conocen los sentimientos de las personas cuando se trata del interés de aquellos a quienes esas personas aman.

—¿Qué queréis decir?

—Quiero decir, madame, que al saber vuestro heroico sacrificio del collar, yo vi palidecer a monsieur de Rohan.

—¿Palidecer?

—Los ojos se le llenaron de lágrimas. No sé, madame, si es verdad que el cardenal es un caballero intachable como se asegura, pero sí sé que después de verle tan emocionado ante vuestro generoso desinterés y vuestra sublime abnegación, su rostro no se me olvidará jamás.

—Muy bien, condesa —dijo la reina—; puesto que el príncipe de Rohan os ha parecido tan noble y tan cumplido, no me molestará que le expreséis vuestro juicio. Es un prelado mundano, un pastor que cuida de las ovejas tanto para sí como para el Señor.

—¡Oh, madame!

—¿Qué? ¿Le calumnio? ¿No es esa su reputación? ¿No ha hecho de todo ello una especie de gloria? ¿No lo veis en los días de ceremonia, cómo agita sus bellas manos, porque, ciertamente, son hermosas, y hace centellear el anillo pastoral, en que las devotas fijan en él sus ojos, más brillantes que el zafiro del cardenal? Los trofeos del cardenal —prosiguió la reina, con calor— son numerosos. Aunque han promovido escándalo. El prelado es un hombre galante como los de la Fronda. El elogio que él merezca por sus actividades me guardaré de precisarlo.

Madame —dijo Juana, estimulada por la familiaridad con que le hablaba la reina—, yo no sé si el cardenal pensaba en sus devotas cuando me hablaba con tanto fervor de las virtudes de Vuestra Majestad, pero sé que sus bellas manos no las agitaba en el aire, sino que las tenía quietas sobre el corazón.

La reina sacudió la cabeza, riendo forzadamente y diciendo:

—Continuad.

—Vuestra Majestad me desconcierta: esa modestia que le hace rechazar toda alabanza…

—¿Del cardenal? ¡Claro que sí!

—¿Por qué, madame?

—Porque me parece sospechosa, condesa.

—Yo no puedo —repuso Juana, con el mayor respeto— defender a quien ha tenido la desdicha de no ganarse vuestro afecto, y no dudo de que sea culpable, puesto que ha desagradado a la reina.

Monsieur de Rohan no me ha desagradado; me ha ofendido. Pero como soy reina y cristiana, estoy noblemente obligada a olvidar las ofensas.

La reina dijo sus últimas palabras con aquella majestuosa bondad tan exclusivamente suya. Ante el silencio de Juana, le preguntó:

—¿No decís nada más?

—Le parecería sospechosa a Su Majestad si mi opinión fuese contraria a la suya.

—¿No pensáis como yo respecto al cardenal?

—Totalmente al revés, madame.

—No hablaríais así si supierais lo que el príncipe Louis ha hecho en contra mía.

—Sólo sé lo que le he visto hacer en servicio de Su Majestad.

—¿Galanterías, gentilezas, buenos deseos, cumplimientos? —preguntó la reina.

Juana no contestó.

—Sentís hacia monsieur de Rohan una viva amistad, condesa; no le atacaré más delante de vos —dijo, riendo, la reina.

Madame —repuso Juana—, prefiero más vuestra cólera que vuestra burla. Lo que siente el cardenal por Vuestra Majestad es un afecto tan respetuoso que estoy segura de que si viera a la reina reírse a causa de él moriría de dolor.

—Entonces, ha cambiado mucho.

—Vuestra Majestad me hizo el honor de decirme el otro día que diez años antes, el cardenal era un apasionado…

—Bromeaba, condesa —dijo severamente la reina.

Reducida al silencio Juana, le pareció a la reina que se resignaba a no luchar más, pero María Antonieta se engañaba. Para esas mujeres en cuya naturaleza forcejean el tigre y la serpiente, el momento en que se repliegan es siempre el preludio del ataque; el reposo concentrado precede al ímpetu.

—Hablabais de esos diamantes —dijo imprudentemente la reina—. Confesad que habéis pensado en ellos.

—Día y noche, madame —dijo Juana con el júbilo del general que en el campo de batalla ve hacer una falsa maniobra a su enemigo—. ¡Son tan bellos y le irán tan bien a Vuestra Majestad!

—¿Cómo es eso?

—Sí, madame; a Vuestra Majestad.

—Pero están vendidos.

—¿Al embajador de Portugal?

Juana negó suavemente con la cabeza.

—¿No? —dijo la reina, con alegría.

—No, madame.

—¿A quién, entonces?

—El príncipe de Rohan los ha comprado.

La reina se estremeció, pero se recobró en el acto, murmurando fríamente:

—Ah…

Madame —dijo Juana, con audaz elocuencia—, lo que ha hecho el cardenal de soberbio es un impulso de generosidad, de buen corazón; un alma como la de Vuestra Majestad no puede por menos de simpatizar con todo lo que es bueno y sensible.

En cuanto monsieur de Rohan supo por mí, lo confieso, el momentáneo disgusto de Vuestra Majestad… «¡Cómo! —exclamó, apesadumbrado—. ¿La reina de Francia rechaza lo que no rechazaría la mujer de un rico granjero? ¡Cómo! ¿La reina puede exponerse a ver un día a madame Necker adornada con esos diamantes?». El cardenal ignoraba todavía que el embajador de Portugal los hubiera negociado. Se lo dije. Su indignación fue mayor. «Ya no es —dijo— cuestión de complacer a la reina, sino una cuestión de dignidad real. Conozco el espíritu de las cortes extranjeras, minado por la vanidad y la ostentación, y se reirán de que la reina de Francia no haya tenido bastante dinero para satisfacer un gusto tan legítimo y yo sufriré de que se burlen de la reina de Francia. No, jamás». Y se despidió de mí bruscamente. Una hora después supe que había comprado los diamantes.

—Seiscientas mil libras. ¿Y cuál ha sido su intención al comprar el collar?

—Que si no podía ser de Vuestra Majestad, que no fuesen de ninguna otra mujer.

—¿Y estáis segura de que no es para hacer un obsequio a alguna amante por lo que el cardenal lo ha comprado?

—Estoy segura de que ha sido para impedir que lo vean en un cuello que no sea el de la reina.

María Antonieta reflexionaba, y a través de su noble fisonomía se adivinaba la inquietud en que se debatía su alma.

—Lo que ha hecho monsieur de Rohan —dijo— está bien. Es un rasgo noble, de una delicadeza única.

Juana absorbía ardientemente cada palabra.

—Le daréis mis gracias al cardenal.

—¡Oh, sí, madame!

—Le agregaréis que su amistad está demostrada y que yo, de hombre a hombre, como decía Catalina, lo acepto todo de la amistad, pero correspondiendo a ella. Así que yo acepto, no el obsequio de monsieur de Rohan…

—¿Qué entonces?

—Su anticipo. El cardenal habrá tenido que adelantar su dinero o su crédito para servirme. Yo se lo reembolsaré. Boehmer habrá pedido dinero en efectivo, supongo.

—Sí, Majestad.

—¿Cuánto, doscientas mil libras?

—Doscientas cincuenta mil libras.

—Es la pensión trimestral que me concede el rey. Esta mañana me la han enviado, no sé por qué, adelantada, pero me la han enviado. Por favor, abrid ese cajón.

—¿El primero?

—No, el segundo. ¿Hay una cartera?

—Sí, madame.

—Hay en ella doscientas cincuenta mil libras. Contadlas.

Juana contó el dinero mientras la reina decía:

—Llevádselas al cardenal. Dadle mis gracias. Decidle que cada mes me arreglaré para pagarle de esta forma. Ya ordenaremos los intereses. De esta manera tendré el collar que me agrada tanto, y si me sacrifico para pagarlo, por lo menos no sacrifico al rey, con la ganancia, además, de saber que tengo un gran amigo.

Juana esperaba todavía más.

—Y una amiga que me ha adivinado —concluyó la reina, tendiendo su mano a la condesa, quien la besó con efusión.

Después, al ir a salir, y como si todavía dudase, dijo en voz baja, igual que si tuviera miedo de lo que iba a decir:

—Diréis a monsieur de Rohan que será bien recibido en Versalles y que quiero darle las gracias personalmente.

Juana salió del gabinete real, no ebria, sino demente de alegría y de orgullo satisfecho.

Y apretaba los billetes como un buitre su presa.