El cardenal de Rohan recibió, dos días después de su visita a Boehmer, un billete que decía: «Su Eminencia, señor cardenal de Rohan, sabe sin duda dónde cenará esta noche».
«De la condesita —se dijo, quemando el papel—. Iré».
He aquí por qué Juana de la Motte solicitaba esta entrevista del cardenal: de los cinco criados puestos a su servicio por Su Eminencia, había distinguido uno de cabellos negros, ojos oscuros, tez morena y sanguínea[76]. Para esta gran observadora eran los síntomas de un organismo activo, inteligente y tenaz. Hizo que le llamaran, y en un cuarto de hora obtuvo de su docilidad y de su perspicacia lo que ella deseaba, que fue hacerle seguir al cardenal, informándola de que había visto a Su Eminencia ir dos veces en dos días al establecimiento Boehmer y Bossange. Juana sacó sus deducciones. Un hombre como el cardenal no regatea. Hábiles comerciantes como Boehmer no dejan irse a un comprador. Por lo tanto, el collar, se había vendido. Vendido por Boehmer y comprado por el príncipe de Rohan, pero él no había dicho una palabra a su confidente, a su dueña. El síntoma era grave. Juana arrugó la frente, se pellizcó los labios y dirigió al cardenal el billete de llamada.
Su Eminencia llegó de noche, haciéndose preceder por un cestillo de Tokay y algunas exquisiteces, igual que si fuese a cenar en casa de madame Guimard o en casa de mademoiselle Dangeville.
El matiz no pasó desapercibido para Juana, como tantos otros que tampoco se le habían escapado; aceptó el no servir nada de lo que el cardenal había enviado, y después, iniciando la conversación con cierta ternura, cuando quedaron solos, le dijo:
—De verdad, monseñor, hay algo que me aflige mucho.
—¿Qué es, condesa? —preguntó el cardenal, afectando esa contrariedad que no siempre es señal de que se esté realmente contrariado.
—Monseñor, la causa de mi disgusto no es porque hayáis dejado de amarme, sino comprobar que no me habéis amado nunca…
—Pero, condesa, ¿qué estáis diciendo?
—No os excuséis, monseñor, porque sería tiempo perdido.
—Para mí —dijo galantemente el cardenal.
—No, para mí —respondió claramente Juana de la Motte—. Además…
—Condesa…
—No os lamentéis, monseñor, porque ya me es indiferente.
—¿Qué os ame o que os haya dejado de amar?
—Sí.
—¿Y por qué os es indiferente?
—Porque yo no os amo.
—Condesa, ¿sabéis que no estáis obligada a hacerme el honor de decirme eso?
—En efecto, pero es verdad que nuestras relaciones no se iniciaron con una entrega efectiva; es un hecho, reconozcámoslo.
—¿Qué hecho?
—Que yo no os he querido nunca, monseñor, y que tampoco vos me habéis querido.
—Respecto a mí, no podéis decir eso —repuso el príncipe con un acento casi sincero—. Yo he sentido por vos mucho afecto, condesa. No me alistéis bajo vuestra bandera.
—Monseñor, creo que nos estimamos lo suficiente para decirnos la verdad.
—¿Y cuál es la verdad?
—Existe entre nosotros otro lazo mucho más fuerte que el amor.
—¿Cuál?
—El interés.
—¿El interés? Caramba, condesa.
—Monseñor, yo os diría, como el campesino normando decía de la horca a su hijo: «Si ella te disgusta, no disgustes a los demás». Vaya con el interés, monseñor. ¡Cómo os dejáis ganar por él!
—Veamos, condesa, supongamos que efectivamente nos guía el interés. ¿En qué puedo yo servir vuestros intereses y vos los míos?
—Primero, y antes de nada, deseo querellarme con vos.
—Hacedlo, condesa.
—Vos habéis tenido poca confianza en mí, es decir, poca estimación.
—¿Yo? ¿Cuándo os he dado motivos? Os ruego que me lo digáis.
—¿Cuándo? ¿Negaréis que después de haberme arrancado hábilmente todos los detalles que yo deseaba daros…?
—¿Sobre qué, condesa?
—Sobre el gusto de cierta gran dama acerca de cierta cosa; vos habéis hecho todo lo posible para satisfacer ese gusto sin hablarme de ello.
—¿Arrancar detalles, adivinar el gusto de cierta dama por cierta cosa, satisfacer ese gusto? Condesa, sois un enigma, una esfinge. Yo había visto la cabeza y el cuello de la mujer, pero no había visto todavía las garras de león. Parece que vais a enseñármelas. Pues, sea.
—No, yo no os enseñaré nada, monseñor, puesto que no deseáis ver nada. Yo os daré simplemente la solución del enigma: los detalles son los que han ocurrido en Versalles; el gusto de cierta dama, es el de la reina, y la satisfacción que se ha dado a ese gusto de la reina es la compra que hicisteis ayer a Boehmer y Bossange de su famoso collar.
—Condesa… —murmuró el cardenal, en tono indeciso y palideciendo.
Juana le miró fijamente, diciéndole:
—¿Por qué me miráis con ese miedo? ¿No negociasteis ayer con los joyeros del distrito de l’Ecole?
—Un De Rohan no miente, ni a una mujer.
El cardenal calló. Pero como iba a enrojecer, por ese disgusto que un hombre no perdona jamás a la mujer que se lo causa, Juana se apresuró a tomarle una mano.
—Perdón, príncipe mío. Tengo que deciros en qué os habéis engañado respecto a mí. ¿Me habéis creído tonta y malvada?
—¡Oh, condesa!
—Entonces…
—Ni una palabra más; dejadme hablar ahora. Yo os persuadiré quizá, porque desde hoy veo claramente que debo tratar mis intereses con vos. Yo esperaba encontrar en vos a una mujer bonita, una mujer espiritual, una dueña encantadora, pero sois algo mejor que eso. Escuchad.
Juana se acercó al cardenal, dejando su mano entre las de él.
—Vos habéis querido ser mi dueña, mi amiga, sin amarme. Me lo acabáis de decir vos misma.
—Y os lo repito una vez más.
—¿Teníais entonces un motivo?
—Seguro.
—¿Y ese motivo, condesa?
—¿Tenéis necesidad de que yo os lo explique?
—No, lo palpo con la mano. Vos queréis hacer mi fortuna. ¿No es bastante claro que, una vez que mi fortuna esté hecha, mi primer cuidado será asegurar la vuestra? ¿Es esto lo que ocurre o me he engañado?
—No os habéis engañado, monseñor. Solamente, y creedme, que ese fin no he tratado de alcanzarlo en medio de antipatías o repugnancias; el camino ha sido agradable.
—Sois una amable mujer, condesa, y da gusto hablar de negocios con vos. Os decía, pues, que habéis acertado. ¿Sabéis que tengo en alguna parte un amor platónico?
—Lo vi en el baile de la Ópera, príncipe mío.
—Este amor no será jamás compartido. Dios me libre de creerlo.
—Una mujer no es siempre reina, y vos valéis tanto, creo yo, como el cardenal Mazarino.
—Era un hombre muy gentil también —dijo riendo el cardenal.
—Y un excelente primer ministro —contestó Juana.
—Condesa, con vos es trabajo perdido pensar mil veces e innecesario decir. Vos pensáis y habláis por vuestros amigos. Sí, yo aspiro a ser primer ministro. Todo me conduce a ello: el nacimiento, el hábito de los negocios, la benevolencia que me testimonian las cortes extranjeras, la simpatía con que me considera el pueblo francés.
—Todo —dijo Juana—, excepto una cosa.
—¿Excepto una repugnancia, queréis decir?
—Sí, de la reina, y esa repugnancia es el verdadero obstáculo. Lo que la reina quiere termina siempre por ser querido por el rey, y lo que ella odia, él lo desprecia.
—¿Y ella me odia?
—¡Oh…!
—Seamos francos. No creo que nos sea permitido continuar en tan hermoso camino, condesa.
—Sabedlo, monseñor, la reina no os quiere.
—Entonces, estoy perdido. No hay collar que la conquiste.
—He aquí en qué os engañáis, príncipe.
—El collar está comprado.
—Al menos la reina verá que si ella no os quiere, vos sí la queréis.
—Ah, condesa…
—Sabéis, monseñor, que hemos convenido en llamar las cosas por su nombre.
—Sea. ¿Decís que no desesperáis de verme un día primer ministro?
—Estoy segura.
—Quisiera preguntaros cuáles son vuestras ambiciones.
—Ya os las diré, príncipe, cuando estéis en situación de satisfacerlas.
—Eso es hablar; esperemos hasta ese día.
—Gracias; ahora supongamos.
El cardenal tomó la mano de Juana y la estrechó entre las suyas, como Juana había deseado fervientemente que su mano fuese oprimida unos días antes, pero ahora esta sensación se había desvanecido.
—Y bien, condesa.
—Cenemos, monseñor…
—No tengo apetito.
—Entonces sigamos hablando.
—No tengo nada que decir.
—Pues separémonos.
—He aquí —dijo él— lo que vos llamáis nuestra alianza. ¿Me despedís?
—Para ser verdaderamente el uno del otro —dijo la condesa—, monseñor, seamos primero uno y otro de nosotros mismos.
—Tenéis razón, condesa; perdón por haberme engañado una vez más. Os aseguro que será la última.
Y volviendo a tomar su mano la besó tan respetuosamente que no vio la diabólica sonrisa de la condesa cuando ella le oyó estas palabras: «Esta será la última vez que me engañaré acerca de vos». Juana se levantó, llevó al príncipe hasta la antecámara, donde él se detuvo y en voz baja le preguntó:
—¿Qué ocurrirá después, condesa?
—Algo muy sencillo.
—¿Qué haré?
—Nada. Esperadme.
—¿Vos iréis…?
—A Versalles.
—¿Cuándo?
—Mañana.
—¿Y tendré respuesta?
—Inmediatamente.
—Mi protectora, confío en vos.
—Dejadme a mí.
Poco después, Juana de la Motte se acostaba, y mirando vagamente el bello Endimión de mármol que esperaba a Diana, murmuró:
—Decididamente la libertad vale más.