Capítulo XLVI

De Cagliostro llegó solo a esta antigua casa de la calle Saint-Claude, la cual nuestros lectores no habrán olvidado. La noche caía como si se detuviera frente a la puerta, y no se veían más que algunos raros transeúntes a lo largo del bulevar.

Los cascos de un caballo que resonaban en la calle Saint-Louis, una ventana que se cerraba con un gemido de las viejas cerraduras, el chirriar de los goznes de la puerta cochera tras el retorno del dueño del palacio vecino… Estas eran a esa hora las únicas señales de vida del distrito.

Un perro ladraba, o más bien aullaba, en el pequeño cercado del convento, y una ráfaga de viento tibio llevaba hasta la calle Saint-Claude los tres melancólicos cuartos que acababan de sonar en el reloj de Saint-Paul.

Eran las nueve menos cuarto.

El conde llegó frente a la puerta cochera, se sacó del abrigo una pesada llave, y para hacerla entrar en la cerradura tuvo que extraer el polvo y la arena que la taponaba, acumulados por el viento en el transcurso de varios años. Al lograr que diese una vuelta la llave trató de abrir la puerta, pero el tiempo había hecho su obra: la madera estaba hinchada en las junturas y la herrumbre había mordido los goznes. La hierba crecía por entre los intersticios del empedrado, llenando de verdín la parte baja de la puerta, una especie de barro, parecido al de los nidos de las golondrinas, calafateaba cada grieta, y las vigorosas vegetaciones se aferraban a la madera…

De Cagliostro notaba la resistencia de la puerta y apoyó la mano, después el codo, luego el hombro…, y la hizo girar con un crujido que pareció un gemido de la madera herida. De Cagliostro vio ante sí el patio, solitario, desolado, lleno de musgo como un cementerio abandonado.

Cerró la puerta detrás suyo, y sus pisadas se grabaron en la grama áspera y rebelde que lo invadía todo, ocultando incluso el embaldosado. Nadie le había visto entrar, ni nadie le veía en el recinto, cercado por los altos muros. Se detuvo un momento, y poco a poco su pensamiento retrocedió al pasado, lo mismo que acababa de reintegrarse a su antigua casa.

Del pasado le quedaba la desolación y el vacío, y de la vivienda no veía más que sus ruinas desiertas.

La escalinata de doce peldaños no tenía más que tres escalones intactos. Los otros, minados por el agua y las lluvias, por las ortigas y las adormideras, terminaron resquebrajándose y desmoronándose. Cascotes, polvo, hierbajo… El tiempo —¿cuántos años?— testimoniaba una vez más su capacidad devastadora.

De Cagliostro consiguió subir por entre los tramos que se estremecían bajo su pie y, valiéndose de otra llave, entró en una inmensa sala, encendiendo la linterna que traía consigo, la cual en el acto apagó el viento, o el hálito siniestro que planeaba bajo el carcomido techo. El aliento de la muerte reaccionaba contra la vida; la oscuridad mataba la luz.

De Cagliostro volvió a encender su linterna y continuó su camino. En el gran comedor, los armarios, enmohecidos y destrozadas sus líneas, habían perdido casi su primitiva forma, y las baldosas resbaladizas eran un peligro. Todas las puertas interiores estaban abiertas, dejando que la mirada penetrase libremente entre aquellas fúnebres profundidades por donde había ya pasado la muerte.

El conde sintió un estremecimiento, porque en el extremo de la sala, allí donde en otro tiempo empezaba la escalera, había oído un ruido. En otro tiempo, cierto ruido anunciaba una presencia querida, y despertaba en los sentidos del dueño de esta casa la vida, la esperanza, la felicidad. Y ese ruido de ahora, que no representaba nada en la hora presente, evocaba todo un pasado.

De Cagliostro, con rostro grave, la respiración lenta, y las manos heladas, se dirigió hacia la estatua de Harpócrate, cerca de la cual había el resorte de una antigua puerta de comunicación, lazo misterioso que unía la casa conocida con la mansión secreta.

El resorte funcionó sin obstáculos, aun cuando las ensambladuras oxidadas chirriasen, pero apenas el conde puso el pie en el primer peldaño de la escalera secreta, el extraño ruido se repitió. De Cagliostro alargó su mano levantando la linterna para descubrir a qué se debía, y vio una enorme serpiente que bajaba muy despacio por la escalera y se valía de su cola como de un látigo golpeando cada escalón. El reptil fijó su negra pupila sobre De Cagliostro, y después se escurrió por el primer agujero de la ensambladura, desapareciendo ante su mirada. Sin duda era el genio de la soledad.

El conde prosiguió su marcha. Por todas partes le acompañaba un recuerdo, o una sombra, y cuando sobre las paredes la luz dibujaba una silueta móvil, el conde se estremecía, pensando que su sombra le era ya como una sombra extraña, que resucitaba para visitar también el misterioso lugar. Caminando y soñando, llegó hasta la plancha que cerraba la chimenea que servía de paso entre la cámara de armas de Bálsamo y el gabinete perfumado de Lorenza Feliciani. Los muros estaban desnudos, y las cámaras vacías. En el hogar todavía dispuesto había un gran brasero lleno de cenizas, entre las cuales centelleaban algunos mínimos medallones de oro y de plata.

Esa fina ceniza, blanca y perfumada, era la del mobiliario de Lorenza que Bálsamo había quemado hasta el último barrote; eran los armarios de ébano, el clavicordio y el canastillo de palo de rosa, el bello lecho con dosel, las porcelanas de Sévres; eran las molduras y los ornamentos de metal, fundidos en el gran fuego hermético; eran las cortinas y los tapices de brocado de seda; eran las cajas de áloe y de sándalo, cuyo penetrante olor que trepaba por las chimeneas había perfumado toda la zona de París por donde se había extendido la humareda, por lo que durante dos días los transeúntes levantaban la cabeza para respirar los raros aromas empujados por el viento, y el hortera del distrito de Halles y la modistilla del distrito Saint-Honoré se sentían como embriagados por esos átomos violentos y encendidos que la brisa robaba a las terrazas del Líbano y a las llanuras de Siria. Aquellos perfumes todavía vagaban por la cámara desierta y fría. De Cagliostro se inclinó y cogió un poco de ceniza, y aspiró su olor largo tiempo con una especie de pasión salvaje.

«También podré aspirar un resto de esta alma que en otra época fue el alma de lo que ahora es polvo».

Después volvió a examinar los barrotes de hierro, la tristeza del patio vecino, y en la escalera los largos surcos que el incendio había abierto, destruyendo todo lo que se oponía a las llamas.

¡Espectáculo bello y siniestro! La cámara de Althotas había desaparecido, y no quedaban de los muros más que siete u ocho sillares, en los cuales el fuego se había ensañado, ennegreciéndolo todo.

Quien hubiese ignorado la dolorosa historia de Bálsamo y de Lorenza, difícilmente habría deplorado estas ruinas. Todo respiraba la grandeza abatida, el esplendor extinguido, la perdida felicidad.

De Cagliostro seguía sumergido en sus sueños. El hombre había descendido de las alturas de su filosofía para reconcentrarse en este poco de humanidad tierna, los sentimientos del corazón, y que no pertenecen al razonamiento. Después de evocar los dulces fantasmas de la soledad y rehuir todo lo que le hablaba al espíritu, y creía haberse repuesto de su debilidad humana, sus ojos se detuvieron en un objeto que brillaba entre tanto desastre y tanta miseria. Se inclinó y vio en una grieta del suelo, casi enterrada en el polvo, una horquilla de plata que parecía como si hubiese caído recientemente de los cabellos de una mujer. Era uno de esos broches italianos con que las damas de aquel tiempo se sujetaban los bucles.

El filósofo, el sabio, el profeta, el que despreciaba a la humanidad, ese que quería que hasta el cielo contase con él; ese hombre que había concentrado tantos dolores en sí mismo y arrancado tantas gotas de sangre del corazón de los demás; De Cagliostro, el ateo, el charlatán, el risueño escéptico, recogió la horquilla, se la llevó a los labios, y seguro de que nadie podía verle, dejó que una lágrima brotase de sus ojos, mientras murmuraba:

—Lorenza…

Esto fue todo. Latía un demonio dentro de ese hombre. Buscaba la lucha, y para su propia felicidad, la nutría de sí mismo.

Después de besar con pasión esa reliquia sagrada, abrió la ventana, pasó su brazo a través de los barrotes y arrojó el frío trozo de metal al recinto del convento vecino, en las ramas de los árboles, en el aire, en el polvo, no se sabe dónde.

Se castigaba por haberse visto débil el corazón. «Adiós —dijo al insensible objeto que se perdía quizá para siempre—. Adiós, recuerdo enviado para enternecerme, para empequeñecerme. Desde ahora sólo pensaré en la tierra. Sí, esta casa va a ser profanada. ¿Qué es lo que digo? Lo ha sido ya. He vuelto a abrir sus puertas, he traído la luz a estos muros, he visto el interior de la tumba, he removido las cenizas de la muerte. Profanada está la casa. Que lo sea y para el bien de alguien. Otra mujer atravesará este patio, otra mujer pisará la escalera, otra mujer cantará quizá bajo esta bóveda donde vibra todavía el último suspiro de Lorenza… Sea. Pero todas estas profanaciones tenderán a un fin, servir a mi causa. Y si Dios me la hace perder, Satanás me ayudará a ganarla». Dejó la linterna sobre un peldaño.

«Esta escalera caerá, esta casa se derrumbará también. El misterio se desvanecerá, el palacio se convertirá en escondrijo y dejará de ser santuario».

Y escribió apresuradamente sobre unas tablillas las líneas siguientes:

«A monsieur Lenoir, mi arquitecto: Limpiar patio y vestíbulos, restaurar bajos y caballerizas, demoler el pabellón interior, reducir el palacio a dos pisos… en ocho días».

«Veamos ahora si se ve bien desde aquí la ventana de la condesita».

Se acercó a una ventana del segundo piso del palacio, desde donde se dominaba parte de la calle Saint-Claude por encima de la puerta cochera. Poco más allá, se veía el alojamiento de Juana de la Motte.

«No puede fallar. Las dos mujeres tienen que verse».

Volvió a tomar su linterna, bajó la escalera y salió. Una hora después llegaba a su casa y enviaba su proyecto al arquitecto.

En efecto, desde el día siguiente, cincuenta obreros invadieron el palacio; el martillo, la sierra y los picos resonaban por todas partes, los montones de hierba humeaban en un rincón del patio, y, al llegar la noche, los transeúntes vieron una gran rata colgada de una pata, pendiendo de un travesaño en el patio, en medio de un grupo de trabajadores que se regodeaban contemplando su gordura y su mostacho gris. Al silencioso habitante del palacio lo había tapiado en su agujero la caída de una gran piedra. Medio muerto cuando la grúa levantó la piedra, fue cogido por la cola y sacrificado para diversión de los jóvenes auverneses que amasaban el yeso, y sea por vergüenza o sea por asfixia, no sobrevivió. El transeúnte le dedicó esta fúnebre oración: «Uno que ha sido feliz durante diez años».

Sic transit gloria mundi[75].

En ocho días la casa fue restaurada según las instrucciones que De Cagliostro había enviado al arquitecto.