Don Manoel, De Souza para el caso, estaba menos amarillo que de costumbre, es decir, estaba más colorado. Acababa de tener con el señor comendador, su ayuda de cámara, una penosa explicación, y no había terminado todavía. Cuando llegó Beausire, los dos gallos se arrancaban las últimas plumas.
—Veamos, monsieur Beausire —dijo el comendador—, ponednos de acuerdo.
—¿En qué? —preguntó el secretario, adoptando una actitud de arbitro después de cambiar una mirada con el embajador, su aliado natural.
—Vos sabéis —dijo el ayuda de cámara— que Boehmer debe venir hoy a concluir el asunto del collar.
—Lo sé.
—Y que debe contar con sus cien mil libras.
—También lo sé.
—Estas cien mil libras son propiedad de la asociación, ¿no es así?
—¿Quién lo duda?
—Beausire me da la razón —dijo el comendador, volviéndose hacia el embajador.
—Esperemos, esperemos —dijo el portugués, con un ademán apaciguador.
—Yo no doy la razón más que sobre este punto —dijo Beausire—: Que las cien mil libras pertenecen a los asociados.
—Justo; yo no pido más.
—Entonces, la caja fuerte no debe estar en la única oficina que está contigua a la cámara del señor embajador.
—¿Por qué? —dijo Beausire.
—Y el señor embajador —prosiguió el comendador— debe darnos a cada uno una llave de la caja.
—No —dijo el portugués.
—¿Vuestras razones?
—Sí, vuestras razones —pidió Beausire.
—Si se desconfía de mí —dijo el portugués acariciándose la barba—, ¿por qué no he de desconfiar yo de los demás? Me parece que si puedo ser sospechoso de robar a la asociación, puedo sospechar que la asociación quiera robarme.
—De acuerdo —dijo el ayuda de cámara—, pero justamente por eso tenemos iguales derechos.
—Entonces, mi querido monsieur, si queréis implantar la igualdad, debisteis decidir que desempeñase cada uno el papel de embajador. Quizá habría sido menos verosímil a los ojos del público, pero los asociados se hubieran sentido seguros. ¿No es así?
—Y primero —interrumpió Beausire—, señor comendador, vos no obráis como buen camarada. ¿Es que monsieur don Manuel no tiene un privilegio irrefutable, el de la invención?
—Eso, eso —dijo el embajador—. Y Beausire lo comparte conmigo.
—Bah, bah, bah… —repuso el comendador—. Una vez que un negocio está en marcha, se dejan de lado los privilegios.
—De acuerdo, pero se continúa prestando atención a los procedimientos —dijo Beausire.
—Yo no vengo por mí solo a hacer esta reclamación —murmuró el comendador, un poco turbado—. Nuestros camaradas piensan como yo.
—Están equivocados —aseguró el portugués.
—Están equivocados —repitió Beausire.
—Yo sí que estoy equivocado —replicó el comendador— al pretender que Beausire me dé la razón. El secretario tiene que estar de acuerdo con el embajador.
—Señor comendador —repuso Beausire con una frialdad asombrosa—, vos sois un granuja a quien cortaría las orejas si tuvierais todavía orejas, pero os las han recortado demasiadas veces.
—¿Qué es lo que queréis? —preguntó el comendador irguiéndose.
—Nosotros estamos en el gabinete del señor embajador, y podemos tratar el asunto pacíficamente. ¿Por qué venís a insultarme diciendo que yo me entiendo con Su Excelencia?
—Y también me habéis insultado a mí —dijo desdeñosamente el portugués, acudiendo en ayuda de Beausire.
—Tenéis que darnos razón de ello, señor comendador.
—Yo no soy un Fierabrás —gruñó el ayuda de cámara.
—Ya lo veo —confirmó Beausire—. Y el resultado serán unos cuantos guantazos, comendador.
—¡Socorro! —gritó el comendador al verse sujeto por el amante de Olive y casi estrangulado por el portugués.
Pero en el momento en que los dos jefes iban a tomarse la justicia por su mano, la campanilla de abajo advirtió que había visita.
—Dejémosle —dijo el embajador.
—Y que atienda su trabajo —dijo el primer secretario.
—Los camaradas sabrán esto —replicó el comendador componiéndose el vestido.
—Decidles lo que queráis; nosotros sabemos lo que responderemos.
—¡Monsieur Boehmer! —gritó desde abajo el suizo.
—Todo se va a arreglar, querido comendador —dijo Beausire, soplando cordialmente el cogote de su adversario.
—Ya no tendremos más disputas sobre las cien mil libras, puesto que van a desaparecer con Boehmer. Vamos, desempeñad vuestro papel, señor ayuda de cámara.
El comendador salió gruñendo, y recobró su aire humilde para introducir convenientemente al joyero de la corona.
En este intervalo, antes de que entrase Boehmer, Beausire y el portugués cambiaron una segunda mirada tan significativa como la primera.
Boehmer entró seguido de Bossange. Los dos tenían una apariencia humilde y recelosa, respecto a la cual los finos observadores de la embajada no se engañaron.
Mientras se acomodaban en los sillones ofrecidos por Beausire, este continuaba estudiándolos y acechaba la mirada del embajador, para dirigir convenientemente la conversación.
El portugués conservaba su postura digna y oficial.
Boehmer, el hombre de las iniciativas, tomó la palabra en esta difícil circunstancia, explicando que razones políticas de alta importancia le impedían proseguir la negociación comenzada.
El embajador emitió un gruñido de protesta y el primer secretario roncó un «¡uf!», que coreó Su Excelencia.
Boehmer estaba cada vez más confuso, pero no cedió, ni cuando el embajador, traducido por Beausire, le recordó que la venta se había convenido y que el dinero del anticipo estaba a su disposición. Y agregó que su Gobierno debía tener conocimiento de la conclusión de la venta y que romperla era exponer a Su Majestad portuguesa a una afrenta.
Boehmer arguyó que había pensado en las consecuencias, pero que volver al acuerdo inicial era imposible.
Beausire no transigía con la ruptura, y advirtió a Boehmer con un lenguaje inequívoco que romper el convenio era de mal negociante y de hombre sin palabra.
Bossange tomó entonces la palabra para defender la seriedad, nunca en entredicho, de la casa Boehmer y Bossange. Pero no fue elocuente.
Beausire le cerró la boca con una sola pregunta.
—¿Vos habéis encontrado un mejor postor?
Los joyeros, que no estaban muy fuertes en política y que tenían de la diplomacia en general y de los diplomáticos portugueses en particular una idea excesivamente alta, enrojecieron, creyéndose adivinados.
Beausire vio que había dado en el clavo, y como le importaba terminar un asunto que significaba una fortuna, fingió consultar en portugués al embajador.
—Señores —dijo entonces a los joyeros—, os ofrecen un beneficio, y nada más natural; esto prueba que los diamantes tienen un precio muy elevado. Pues bien, Su Majestad portuguesa no quiere hacer sino una buena compra que beneficie a los comerciantes honrados. ¿Hay que ofrecer cincuenta mil libras?
Boehmer hizo un gesto negativo.
—¿Cien mil, ciento cincuenta mil libras? —continuó Beausire, decidido a ofrecer un millón con tal de ganar la parte que le correspondía de seiscientas mil libras.
Los joyeros se quedaron durante un momento abrumados, después de haberse consultado entre sí.
—No, señor secretario. No os toméis el trabajo de tentarnos; la venta se ha efectuado. Una voluntad más poderosa que la nuestra nos ha ordenado vender el collar en el país. Sin duda comprenderéis de qué se trata. Excusadnos; no es que nosotros rehusemos, no hubiéramos hecho semejante cosa; es de alguien más grande que nosotros, más grande que vos, de quien nace la oposición.
Beausire y el portugués no supieron qué contestar. Hicieron un ademán de cumplido a los joyeros y trataron de mostrarse indiferentes, sin darse cuenta de que en la antecámara el comendador ayuda de cámara escuchaba detrás de una puerta, para saber cómo iba el negocio del cual se le quería excluir. Pero el digno asociado fue tan torpe que al inclinarse sobre la puerta resbaló y cayó, haciendo un ruido que alarmó a Beausire, quien corrió a la antecámara y encontró al desgraciado tratando de levantarse.
—¿Qué haces aquí, desdichado? —gritó Beausire.
—Monsieur —respondió el comendador—, traía el correo de esta mañana.
—Dádmelo todo y salid de aquí.
Era la correspondencia de la cancillería: letras de Portugal o de España, insignificantes la mayor parte para el normal quehacer de Ducorneau, pero que al pasar por las manos de Beausire o de su jefe antes de pasar a la cancillería les habían informado de una serie de datos sobre los asuntos de la embajada.
Poco después los joyeros se levantaron, conteniendo el impulso de salir corriendo tras una entrevista tan desagradable. El ayuda de cámara recibió la orden de acompañarles hasta el patio, y al quedar solos el embajador y el secretario se miraron significativamente.
—El golpe —dijo monsieur de Souza— ha fracasado.
—Totalmente —reconoció Beausire.
—Sobre cien mil libras, tocamos cada uno a ocho mil cuatrocientas libras.
—Una miseria —precisó Beausire.
—Pero ahí, en la caja fuerte…
—Sí, hay ciento ocho mil libras.
—Cincuenta y cuatro mil cada uno.
—Sí, pero el comendador no nos va a dejar un momento solos desde que sabe que el asunto ha fracasado.
—Voy a buscar un medio.
—Yo ya tengo uno —dijo Beausire.
—¿Cuál?
—¿El comendador va a volver?
—Sí.
—¿Va a pedir su parte y la de sus asociados?
—Sí.
—¿Nosotros vamos a tener la caja en nuestras manos?
—Claro.
—Llamemos al comendador y finjamos decirle un secreto; luego, dejémosle hacer.
—Me parece que adivino —dijo el portugués—. Id por él.
—Os iba a decir que fuerais vos.
Ni el uno ni el otro querían dejar a su amigo solo con la caja. La confianza brillaba por su ausencia. El embajador respondió que su cargo le impedía dar órdenes a un ínfimo subordinado.
—Vos no sois un embajador para él —dijo Beausire—. Pero no importa.
—¿Vais a buscarle?
—No, le llamaré por la ventana.
En efecto, Beausire llamó por la ventana al comendador en el momento que se disponía a tener una conversación con el suizo, pero al oír que le llamaban subió, encontrando a los dos cabecillas en el departamento contiguo al de la caja.
Beausire se dirigió a él con gesto risueño, diciéndole:
—Apuesto a que sé lo que decíais al suizo.
—¿Yo?
—Sí, le contabais que el asunto con Boehmer ha fracasado.
—Os aseguro que no.
—Estáis mintiendo.
—Os lo juro.
—Mejor, porque si le hubieseis dicho nada, habríais hecho una solemne tontería y perdido una bonita cantidad.
—¿Cómo? —exclamo el comendador sorprendido—. ¿Qué cantidad?
—No sois tan cándido para no comprender que sólo nosotros tres conocemos el secreto.
—Es verdad.
—Y que nosotros tres tenemos las ciento ocho mil libras, pues todos creen que Boehmer y Bossange se las han llevado.
—Justo —dijo alborozado el comendador—. ¡Es verdad!
—Unas treinta y tres mil trescientas treinta y tres libras cada uno —dijo el portugués.
—¡Más, más! —exclamó el comendador—. Hay una fracción de ocho mil libras.
—Es verdad —confirmó Beausire—. ¿Aceptáis?
—¿Que si acepto? —dijo el ayuda de cámara frotándose las manos—. Ya lo creo. Esto es hablar bien.
—Esto es hablar como un granuja —replicó Beausire—. Cuando yo decía que vos no sois más que un bribón… Embajador, vos que sois robusto, cogedme a este tipo y entreguémoslo a nuestros asociados, diciéndoles lo que pretendía.
—Por favor, por favor —suplicó el incauto—. Yo bromeaba.
—Pronto —continuó Beausire—. Encerrémosle en la cámara negra, hasta que decidamos la justicia que merece.
—¡Por favor! —seguía suplicando el comendador.
—Evitad —dijo Beausire al portugués mientras encerraba al pérfido comendador—, tened cuidado de que Ducorneau nos oiga.
—Si no me dejáis —dijo el comendador—, os denunciaré a todos.
—Y yo te estrangularé —replicó encolerizado monsieur de Souza, empujando al ayuda de cámara al gabinete vecino—. Traedme a monsieur Ducorneau —dijo al oído de Beausire.
Este no se hizo rogar. Pasó rápidamente al gabinete contiguo del embajador mientras el jefe encerraba al comendador desleal.
Pasó un minuto y Beausire no volvía. Y entonces el embajador tuvo una idea: se había quedado solo, y la caja fuerte estaba a diez pasos; para abrirla y coger las ciento ocho mil libras en billetes, descolgarse por una ventana y cruzar el jardín, un ladrón que merezca ese título no necesita más de dos minutos.
El portugués calculó que Beausire, para traer a Ducorneau, perdería por lo menos cinco minutos. En el acto fue a la puerta de la cámara donde estaba la caja fuerte, y vio que la puerta tenía el cerrojo puesto, pero él era fuerte y hábil; habría abierto la puerta de una ciudad con una llave de reloj.
«Beausire desconfía de mí —pensó— porque yo tengo la llave, y ha corrido el cerrojo; eso es lógico».
Con la espada hizo saltar el cerrojo, corrió a la caja y soltó una maldición. La caja era como una enorme boca vacía. Nada, nada, nada…
Beausire, que tenía una segunda llave, había entrado por la otra puerta apoderándose del dinero. El portugués corrió como un insensato hasta donde estaba el suizo, al que encontró cantando.
Beausire le llevaba cinco minutos de ventaja.
Cuando el portugués, con sus gritos y sus juramentos, hubo puesto al corriente a todos de lo ocurrido, y para apoyarse en un testimonio devolvió al comendador la libertad, no encontró más que incrédulos enfurecidos.
Se le acusaba de haber urdido la estafa con Beausire, el cual había salido con tiempo, llevándose la mitad del robo.
Ya no hubo más fingimientos ni más misterios. El honrado Ducorneau no comprendía a aquellas gentes entre las cuales se veía envuelto.
Estaba a punto de desvanecerse cuando vio que aquellos diplomáticos se disponían a colgar al embajador, quien ya no podía defenderse.
—¡Colgar a monsieur de Souza! —gritaba el canciller—. Eso es un crimen de lesa majestad. ¿No comprenden lo que van a hacer?
Y decidieron encerrarle en el sótano, pues gritaba demasiado. Pero en el mismo momento tres golpes dados solemnemente en la puerta hicieron estremecer a los asociados, quienes enmudecieron.
Y los tres golpes se repitieron.
Después una voz aguda ordenó en portugués:
—Abrid en nombre del señor embajador de Portugal.
—¡El embajador! —exclamaron aquellos granujas, dispersándose por el palacio. Y durante algunos minutos, por los jardines, por los muros vecinos, por los tejados… Fue un sálvese quien pueda, el poner los pies en polvorosa.
El verdadero embajador, que acababa efectivamente de llegar, no pudo entrar en su casa más que por medio de los arqueros de la policía, quienes derribaron la puerta a la vista del gentío, atraído por un inesperado espectáculo.
Desde aquel instante ya no se dio cuartel a nadie, y detuvieron a Ducorneau, llevándoselo al Chátelet, donde pasó la noche.
Este fue el final de la aventura de la falsa embajada de Portugal.