Las largas charlas son el privilegio feliz de las gentes que no tienen nada que decirse. Después, la felicidad de callarse u omitir un deseo con una palabra aislada y sin respuesta es un momento inefable.
Dos horas después de despedir su carroza, el cardenal y la condesa se encontraban en el punto que describimos. La condesa había cedido y el cardenal había vencido; sin embargo, el cardenal era el esclavo y la condesa la triunfadora.
Dos hombres se engañan el uno al otro dándose la mano. Un hombre y una mujer se traicionan en un beso. Pero aquí el uno no engañaba al otro más que lo que el otro quería ser engañado.
Cada uno tenía su fin particular, y para ese fin la intimidad era necesaria. Cada uno, pues, había atendido a su propio fin.
Tampoco el cardenal se concedió el lujo de disimular su impaciencia. Se contentó con dar un pequeño rodeo, y volviendo a llevar la conversación hacia Versalles y hacia los honores que esperaban allí a la nueva favorita de la reina, dijo:
—Ella es generosa. Nada le parece bastante caro para las personas a quienes quiere. Tiene el raro espíritu de dar un poco a todo el mundo y de dar mucho a muy pocos.
—¿Creéis, pues, que es rica? —preguntó Juana.
—Ella sabe tener recursos con una palabra, un gesto, una sonrisa. Nunca un ministro, excepto Turgot[69], ha tenido el valor de negar a la reina lo que ella ha pedido.
—Pues yo la encuentro menos rica de lo que vos suponéis. ¡Pobre reina, o mejor, pobre mujer!
—¿Cómo es eso?
—¿Acaso se es rico cuando uno se ve obligado a imponerse privaciones?
—¿Privaciones? Explicaos, querida Juana.
—Dios mío, os diré lo que he visto, nada más y nada menos.
—Os escucho.
—Figuraos dos suplicios que esa desgraciada reina ha sufrido.
—¿Dos suplicios? ¿Cuáles?
—¿Sabéis lo que es el deseo de una mujer, querido príncipe?
—No, pero pienso que vos podéis informarme, condesa.
—La reina tiene un deseo que no puede satisfacer.
—¿De quién?
—No es de quién, sino de qué.
—¿De qué?
—De un collar de diamantes.
—No sigáis; ya sé. ¿Os referís a los diamantes de Boehmer y Bossange?
—Precisamente.
—Esa es una vieja historia, condesa.
—Vieja o nueva, ¿no es una verdadera desesperación para una reina el que no pueda poseer lo que podría tener una simple favorita? Quince días que hubiera vivido más el rey Luis XV y Juana Vaubernier habría tenido lo que no puede poseer María Antonieta.
—Querida condesa, estáis en un error; la reina ha podido tener mil veces esos diamantes, y se ha negado siempre a aceptarlos.
—Lo pongo en duda.
—Cuando yo os lo digo, es cierto. El rey se los ha ofrecido, y ella los ha rechazado.
Y el cardenal contó la historia del barco, que Juana escuchó con vivo interés.
—¿Y qué? —preguntó después.
—¿Cómo y qué?
—¿Qué es lo que prueba eso?
—Que ella no ha querido esa joya.
Juana se encogió de hombros, preguntando:
—¿Y vos, que conocéis a las mujeres, que conocéis la corte y a los reyes, contestáis eso?
—Confirmo una negativa.
—Mi querido príncipe, eso únicamente confirma una cosa: que la reina tuvo necesidad de decir una palabra brillante, una palabra que la hiciese popular, y la dijo.
—¿Es así como creéis en las virtudes reales? Ah, criatura escéptica… Santo Tomás era un creyente comparado a vos.
—Escéptica o creyente, os afirmo una cosa.
—¿Cuál?
—Que la reina tan pronto como ha rehusado el collar, ha sufrido un deseo loco de poseerlo.
—Os forjáis esas ideas, querida mía, y os diré que a pesar de todos sus defectos, la reina tiene una cualidad extraordinaria.
—¿Cuál?
—Su desinterés. No ama el oro, no la ciegan las piedras preciosas; concede a los minerales su valor, pero para ella una flor en su vestido vale más que un diamante en su oreja.
—No digo que no. Sólo que en este momento sostengo que tiene verdaderos deseos de rodear con varios diamantes su cuello.
—Os sería imposible probármelo.
—Nada más fácil, porque yo también he visto el collar.
—¿Vos?
—Yo, y no sólo lo he visto, sino que lo he tocado.
—¿Dónde?
—En Versalles.
—¿En Versalles?
—Sí, adonde lo llevaron los joyeros para tentar por última vez a la reina.
—¿Y es magnífico?
—Es maravilloso.
—Entonces vos, que sois tan femenina, comprendéis que se piense en este collar.
—Comprendo que por él se pierda el sueño.
—Ay, y que no tenga yo un barco que dárselo al rey.
—¿Un barco?
—Sí, y él me daría el collar, y en cuanto lo tuviera, vos podríais dormir.
—¿Os reís de mí?
—Nunca.
—Entonces os diré algo que seguramente os asombrará.
—¿Qué es?
—Que yo no aceptaría ese collar.
—Mejor así, condesa, porque yo no os lo podría ofrecer.
—Ni vos ni nadie. Eso es lo que la reina sabe, y por esa razón lo desea tanto.
—Pero os repito que el rey se lo ha ofrecido.
Juana hizo un movimiento casi involuntario, diciendo:
—Y yo os digo que las mujeres amamos esos tesoros cuando nos los ofrecen personas que nos obligan a aceptarlos.
El cardenal miró a Juana con más atención.
—No comprendo lo que queréis decir.
—Es mejor que no me entendáis, pero…
—Si yo fuera el rey y vos fuerais la reina, os obligaría a aceptarlo.
—Sin ser el rey, obligad a la reina a que lo acepte y veréis si ella sigue rechazándolo.
—¿Pero estáis segura de que no os engañáis? ¿La reina tiene ese deseo?
—No vive. Escuchad, querido príncipe; ¿no dijisteis un día, o yo os entendí mal, que no os molestaría ser ministro?
—Es posible que lo haya dicho, condesa.
—Hagamos una apuesta.
—¿Cuál?
—Que la reina hará ministro al hombre que consiga que ese collar esté en su tocador antes de ocho días.
—Condesa…
—Mantengo lo que digo. ¿Os gustaría más que pensara sin exteriorizaros lo que pienso?
—Oh, no.
—Además, lo que digo no os concierne. Naturalmente que vos no vais a emplear un millón y medio en un capricho real; sería pagar demasiado cara una cartera que conseguiréis sin abonar nada porque se os debe dar. Tomad, pues, lo que os he dicho por una habladuría. Soy como los loros; me he emborrachado de sol y sólo sé repetir que hace calor. Monseñor, es una prueba muy dura un día de favor real para una humilde provinciana. Para soportar esos rayos hay que ser águila como vos, y poderlos mirar de frente.
El cardenal la miraba con estupor.
—Ahora me juzgáis tan mal, me encontráis tan vulgar y tan insignificante, que ni siquiera me contestáis.
—¿Sobre qué?
—La reina juzgada por mí, soy yo.
—Condesa…
—¿Qué queréis? He creído que deseaba los diamantes por lo que ha suspirado viéndolos, y lo he creído porque yo en su lugar también los habría deseado; perdonad mi flaqueza.
—Sois una mujer adorable, condesa; poseéis, gracias a una alianza increíble, la debilidad del corazón, como vos decís, y la fuerza del espíritu, y sois tan poco mujer en ciertos momentos, que casi me asustáis. Pero sois tan adorablemente femenina en otros, que bendigo al cielo lo mismo que os bendigo a vos.
Y el galante cardenal selló su galantería con un beso, diciendo después:
—Y no hablemos más de eso.
—Conforme —murmuró Juana, y se dijo para sí: «Me parece que ha mordido el anzuelo».
En efecto, aunque había dicho: «No hablemos más de eso», el cardenal preguntó:
—¿Y vos creéis que es Boehmer el que ha vuelto a presionar?
—Con Bossange, sí —repuso inocentemente Juana de la Motte.
—Bossange… Esperad —dijo el cardenal, como si tratara de recordar—. ¿Bossange es su socio?
—Sí, un sujeto flacucho.
—Es ese, sí… ¿sabéis dónde vive?
—Quizá por el distrito de la Ferraille, de l’Ecole; no sé, pero seguro que por los alrededores del Pont-Neuf.
—Del Pont-Neuf, tenéis razón. Me parece haber leído esos nombres en una puerta al pasar en mi carroza.
«El pez sigue mordiendo el anzuelo».
Juana tenía razón: el anzuelo se había clavado en el gaznate de la presa.
A la mañana siguiente, al salir del nido del arrabal Saint-Antoine, el cardenal se hizo llevar a casa de Boehmer. Fiaba en guardar el incógnito, pero Boehmer y Bossange eran los joyeros de la corte, y a las primeras palabras que pronunció le llamaron monseñor.
—Sí, soy monseñor —dijo el cardenal—, pero puesto que me habéis reconocido, sed discretos para que los demás no me reconozcan.
—Monseñor puede estar tranquilo. Nosotros atenderemos las instrucciones de monseñor.
—Vengo para comprar el collar de diamantes que habéis enseñado a la reina.
—Estamos desesperados, pues monseñor llega tarde.
—¿Cómo es eso?
—Está vendido.
—Es imposible, puesto que ayer lo ofrecisteis de nuevo a Su Majestad.
—Que volvió a rechazarlo, monseñor, y de ahí que respetamos un anterior compromiso.
—¿Y con quién se ha concluido esa venta? —preguntó el cardenal.
—Es un secreto, monseñor.
—Demasiados secretos, monsieur Boehmer.
—Pero, monseñor…
—Yo creía, monsieur —continuó el cardenal—, que un joyero de la corona de Francia se enorgullecía de que quedase en Francia esa bella pedrería, pero vos preferís Portugal.
—Monseñor lo sabe todo —gruñó el joyero.
—¿Por qué os extraña?
—Si monseñor lo sabe todo, no puede ser más que por confidencia de la reina.
—¿Y cuándo se cumple ese trato? —preguntó el cardenal sin recoger la halagadora suposición.
—Esto cambiaría las cosas, monseñor.
—Explicaos, pues no os comprendo.
—¿Monseñor me permite que hable con toda libertad?
—Hablad.
—La reina desea nuestro collar.
—¿Lo creéis así?
—Estamos seguros.
—Y entonces, ¿por qué no lo ha comprado?
—Porque se lo rechazó al rey, y volverse atrás de una decisión que le ha valido tantos elogios a Su Majestad, sería demostrar que es caprichosa.
—La reina está por encima del qué dirán.
—Sí, cuando es el pueblo, o cuando son los cortesanos los que hablan, pero no cuando se trata del rey.
—¿No sabéis que el rey quiso regalar el collar a la reina?
—Sí, pero también le agradeció que no lo quisiera.
—¿Y cuál es vuestra conclusión?
—Que a la reina le gustaría tener el collar, sin que pareciese que era ella quien lo compraba.
—Os engañáis, monsieur Boehmer. No hay nada de eso.
—Entonces es lamentable, monseñor, porque habría sido la más poderosa razón que tendríamos para faltar a nuestra palabra con el embajador de Portugal.
El cardenal estaba pensativo. Por muy sutil que sea la diplomacia de los diplomáticos, la de los comerciantes tiene mayor solidez. La diplomacia negocia casi siempre valores que no posee, y el mercader tiene entre sus garras el objeto que excita la curiosidad.
Viendo que estaba a merced del vendedor, dijo el cardenal:
—Monsieur, suponed que la reina desea vuestro collar.
—Esto lo cambiaría todo, monseñor. Puedo romper cualquier compromiso cuando se trata de dar la preferencia a la reina.
—¿En cuánto lo vendéis?
—En seiscientas mil libras.
—¿Cómo condicionáis el pago?
—El portugués me hacía un anticipo y yo llevaría el collar a Lisboa, donde se me abonaría la totalidad.
—Este modo de pago no es viable con nosotros, monsieur Boehmer; un anticipo sí lo tendréis, si es razonable.
—Cien mil libras.
—Se pueden encontrar. ¿Y el resto?
—¿Su Eminencia necesita tiempo? Con la garantía de Su Eminencia, la operación se simplifica. Únicamente que la tardanza implica una pérdida, porque, fijaos, monseñor, que en un acuerdo comercial de esta importancia las cifras crecen, ilógicamente si se quiere. Los intereses de seiscientas mil libras, con una garantía de un cinco por ciento, se elevan a setenta y cinco mil libras, y la ganancia de un cinco es una ruina para los comerciantes. El diez por ciento es regularmente la tasa aceptable.
—Significaría ciento cincuenta mil libras, según vuestra cuenta.
—Exacto, monseñor.
—Pongamos que vos vendéis el collar en setecientas mil libras, monsieur Boehmer, y dividís el pago de ciento cincuenta mil libras que quedan en tres plazos a satisfacer en un año. ¿Estáis de acuerdo?
—Monseñor, perdemos cincuenta mil libras en la operación.
—Creo que no. Si obtuvieseis mañana las ciento cincuenta mil libras os sería algo embarazoso, pues un joyero no compra tierras de ese precio.
—Somos dos, monseñor; mi socio y yo.
—Ya lo sé, pero no importa, y quedaréis mucho más satisfechos cuando cobréis las quinientas mil libras, o sea doscientas cincuenta mil cada uno.
—Monseñor olvida que estos diamantes no nos pertenecen. Si fuesen nuestros, seríamos lo bastante ricos para no tener que inquietarnos por las condiciones de pago ni por el sitio donde estuviesen los fondos.
—¿A quién pertenecen, entonces?
—A unos diez fiadores. Hemos adquirido las piedras acudiendo a varias firmas. Conseguimos una en Hamburgo, otra en Nápoles, otra en Buenos Aires, dos en Moscú… Nuestros fiadores esperan la venta del collar para que se les pague. El beneficio que obtendremos será nuestra única ganancia, pero ¡ay!, monseñor, desde que ese desdichado collar está en venta, hace más de dos años, hemos perdido doscientas mil libras en intereses. Ved cuál ha sido nuestro beneficio.
El cardenal le interrumpió, diciéndole:
—¿Me dejáis que os diga que yo no he visto aún el famoso collar?
—Es verdad, monseñor; aquí lo tenéis.
Y Boehmer, con un cuidado y una lentitud que parecían un rito, exhibió el magnífico collar.
—¡Soberbio! —exclamó el cardenal, acariciando suavemente los broches que debían cerrarse sobre el cuello de la reina.
Luego, con la mayor sencillez, preguntó:
—¿Trato hecho?
—Sí, monseñor; iré en seguida a la embajada para anular el convenio.
—No creía que actualmente hubiese embajador de Portugal en París.
—Monsieur de Souza ha venido de incógnito.
—Para tratar este asunto —dijo el cardenal riendo.
—Sí, monseñor.
—Pobre De Souza… Le conocí mucho. Pobre De Souza.
El cardenal siguió riendo, y Boehmer creyó que debía asociarse a la alegría de su cliente, y uno y otro siguieron riendo como si acabasen de tramar una jugada contra Portugal, hasta que Boehmer, que quería pisar sobre seguro, preguntó:
—Monseñor, ¿queréis decirme cómo se formalizará el acuerdo?
—Como de costumbre.
—¿Con el intendente de monseñor?
—No, vos no negociaréis más que conmigo.
—¿Cuándo?
—A partir de mañana.
—¿Las cien mil libras?
—Las traeré mañana.
—Bien, monseñor. ¿Y los documentos?
—Los suscribiré aquí mañana.
—Me parece lo mejor, monseñor.
—Y puesto que sois un hombre que sabe guardar un secreto, monsieur Boehmer, acordaos de que tenéis en vuestras manos uno de los más importantes.
—Me doy cuenta, y mereceré vuestra confianza, lo mismo que la de Su Majestad la reina.
El cardenal casi se sonrojó, viéndosele algo turbado, pero íntimamente feliz, como quienquiera que se arruine cegado por su pasión.
Al día siguiente, Boehmer se dirigió a la embajada de Portugal. En el momento en que iba a llamar, Beausire, el primer secretario, repasaba el rendimiento de cuentas de Ducorneau, el primer canciller, y don Manoel, o De Souza, el embajador, explicaba un nuevo plan de campaña a su socio, el ayuda de cámara.
Después de la última visita de Boehmer a la calle de la Jussienne, el palacio había sufrido muchas transformaciones. El personal, trasladado, según ya hemos visto, en dos coches de posta, se había distribuido de acuerdo con lo que exigía el momento y atendiendo cada uno la función que le correspondía en la residencia del nuevo embajador.
Importa decir que los socios, repartiéndose los papeles que desempeñaban admirablemente bien, con un sigilo digno de la mejor causa, vigilaban por sí mismos sus intereses sin distraerse un instante, sin olvidar las consecuencias que podía traer un error.
Ducorneau, encantado de la inteligencia de todos los servidores, admiraba al mismo tiempo que el embajador fuese poco cuidadoso del prejuicio nacional, admitiendo que desde el primer secretario hasta el tercer ayuda de cámara fuesen franceses, refiriéndose a esa grata singularidad, al hablar con Beausire, deshaciéndose en elogios hacia el jefe de la embajada.
—Los De Souza, como podéis ver —decía Beausire—, no son como esos portugueses conservadores que todavía viven apegados al siglo XIV, tan abundantes en nuestras provincias. No, son gentileshombres viajeros, millonarios, que serían reyes en cualquier parte si se les antojase.
—Pero no sienten ese deseo —dijo Ducorneau.
—¿Para qué, señor canciller? Con varios millones y un nombre de príncipe, ¿no vale uno lo que vale un rey?
—Sabia doctrina filosófica, señor secretario —dijo Ducorneau—. No esperaba escuchar estas máximas de igualdad de la boca de un diplomático.
—Nosotros somos una excepción —repuso Beausire, un poco contrariado de su anacronismo—. Sin ser un volteriano o un armenio a la manera de Rousseau, se conoce el mundo filosófico, se conocen las teorías naturales de la desigualdad de las condiciones y de las fuerzas.
—¿Sabéis —exclamó con fervor el canciller— que es una suerte que Portugal sea un pequeño Estado?
—¿Por qué?
—Porque con hombres así en su cumbre, se engrandecería rápidamente.
—Nos lisonjeáis, querido canciller. No, nosotros no hacemos política filosófica. No es aplicable. Olvidémosla. Hay, pues, cien mil libras en la caja fuerte, según decís.
—Sí, señor secretario; ciento ocho mil libras.
—¿Y deudas?
—Ninguna.
—Es ejemplar. Dadme la nota del registro, por favor.
—Aquí está. ¿Cuándo será la presentación, señor secretario? Quiero deciros que en el distrito esto es objeto de curiosidad, de comentarios, casi de inquietudes diría.
—Sí, ¿eh?
—De vez en cuando circulan alrededor del palacio gentes que quisieran que la puerta fuese de vidrio.
—¿Gentes? —exclamó Beausire—. ¿Gentes del distrito?
—Y otras. Siendo la misión del señor embajador secreta, comprended que la policía se ocupará bien pronto de saber los motivos.
—Pienso como vos —dijo Beausire con cierta inquietud.
—Ved, señor secretario —dijo Ducorneau, llevando a Beausire a la ventana de una esquina del pabellón—. ¿No veis en la calle a un hombre con abrigo oscuro y sucio?
—Sí.
—¿Veis cómo mira hacia acá?
—¿Quién creéis que es ese hombre?
—Qué sé yo… Quizá un espía de De Crosne.
—Es probable.
—Entre nosotros, señor secretario, os diré que De Crosne no es un magistrado de la talla de monsieur de Sartines. ¿Conocisteis a De Sartines?
—No.
—Ese ya os habría adivinado diez veces. Claro que vos tomáis unas precauciones… —pero se interrumpió al oír la campanilla.
—El señor embajador llama —dijo precipitadamente Beausire, a quien la conversación comenzaba a fastidiar.
Y abriendo la puerta rápidamente, rechazó a dos de los socios, los cuales, uno con la pluma en la oreja y otro con la escoba en la mano, un servidor de cuarto orden y el otro lacayo, encontraban la conversación demasiado larga, y querían participar, o por lo menos oírla.
Beausire entendió que había algo sospechoso, y se prometió doblar la vigilancia. Subió a la cámara del embajador, después de estrechar con disimulo la mano de sus dos amigos y compinches.