De Crosne, que era un hombre muy cortés, estaba terriblemente confuso después de la explicación del rey y de la reina.
No era una pequeña dificultad para el perfecto conocimiento de los secretos de una mujer, sobre todo cuando esa mujer era la reina, y se tiene la misión de salvaguardar los intereses de una corona y el cuidado de un nombre.
De Crosne sentía que estaba a punto de sufrir el peso de la cólera de una mujer y la indignación de una soberana, pero se había parapetado valientemente en su deber, y su cortesía debía servirle de coraza para amortiguar los primeros golpes.
Entró apaciblemente, con la sonrisa en los labios.
La reina, en cambio, no sonreía.
—Veamos, monsieur de Crosne —dijo—, ha llegado el momento de las explicaciones.
—Estoy a las órdenes de Vuestra Majestad.
—Vos debéis saber la causa de lo que me sucede, señor lugarteniente de policía.
De Crosne miró en torno con cierta desazón.
—No os inquietéis —prosiguió la reina—; conocéis perfectamente a estas damas; en realidad, conocéis a todo el mundo.
—No tanto —dijo el magistrado—. Conozco a las personas, conozco los efectos, pero no conozco la causa de la cual habla Vuestra Majestad.
—Tendré, pues, que tomarme la molestia de informaros —replicó la reina, irritada ante la tranquilidad del lugarteniente de policía—. Es evidente que debería confiaros mis secretos como se confían los secretos en voz baja, o reservadamente, pero ante el extremo a que se ha llegado, deseo hacerlo con entera claridad y en voz alta. Pues bien, yo atribuyo los efectos, como vos los llamáis, los efectos de los cuales me quejo, a la innoble conducta de una persona que se me parece y que se ofrece en espectáculo por todas partes donde vos creéis verme, vos o vuestros agentes.
—¿Alguien que se os parece? —preguntó De Crosne, demasiado ocupado en sostener el ataque de la reina para darse cuenta de la turbación pasajera de Juana y de la exclamación de Andrea.
—¿Acaso encontráis esta suposición imposible, señor lugarteniente de policía? ¿Preferiríais creer que yo me equivoco o que os equivoco?
—Madame, yo no digo eso, pero sea cual sea el parecido entre cualquier mujer y Vuestra Majestad, hay tal diferencia que ninguna mirada podría engañarse.
—Es posible engañarse, monsieur, ya que hay quien se ha engañado.
—Encontraré un ejemplo para Vuestra Majestad —dijo Andrea.
—Ah…
—Cuando vivíamos en Taverney-Maison-Rouge con mi padre, teníamos una criada que, por una extraña casualidad…
—Se me parecía.
—Vuestra Majestad debería tener cuidado.
—Y con esta muchacha, ¿qué es lo que ha pasado?
—Entonces no sabíamos aún hasta qué punto el espíritu de Vuestra Majestad es generoso, elevado, superior; mi padre tenía miedo de que su parecido disgustase a la reina, y cuando estábamos en el Trianón escondíamos a esa muchacha a los ojos de la corte.
—Ya estáis viendo, monsieur de Crosne. Esto os debe interesar.
—Mucho, madame.
—Seguid, mi querida Andrea.
—Esa muchacha, que era un espíritu inquieto y ambicioso, se aburría al verse aislada, encontró sin duda una mala amistad, y una noche, cuando iba a acostarme, me sorprendió no verla. La buscamos y fue inútil. Había desaparecido.
—¿Os había robado algo?
—No, madame; yo no tenía nada.
Juana seguía el diálogo con una atención fácil de imaginar.
—¿No sabíais nada de esto, monsieur de Crosne? —preguntó la reina.
—No, madame.
—Es decir, que existe una mujer cuyo parecido conmigo es sorprendente, y vos no lo sabíais. De modo que un acontecimiento de esta importancia se produce en el reino, causando graves desórdenes, y no sois vos el primero en enterarse. Entonces, confesemos que la policía está mal organizada.
—Me permito —respondió el magistrado— aseguraros que no, madame. Dejemos al vulgo colocar las funciones del lugarteniente de policía a la altura de un dios, pero Vuestra Majestad, colocada por encima de mi en este Olimpo terrestre, sabe que los magistrados del rey son únicamente hombres. Yo no tengo poder sobre todos los acontecimientos, y los hay tan extraños que la inteligencia humana apenas puede comprenderlos.
—Monsieur, cuando un hombre ha recibido todos los poderes para penetrar hasta en el pensamiento de sus semejantes; cuando con sus agentes paga a los espías; cuando con sus espías puede saber hasta los gestos que hago delante de mi espejo, si este hombre no es el dueño de los acontecimientos…
—Madame, cuando Vuestra Majestad pasó la noche fuera de su apartamento, yo lo supe. ¿Estaba, entonces, mi policía mal organizada? Ese día Vuestra Majestad había ido a casa de la dama que está aquí, en la calle Saint-Claude, en Marais. Eso ya no interesa. Cuando os presentasteis en la cubeta de Mesmer con madame de Lamballe, mi policía cumplió bien, ya que los agentes os vieron. Cuando fuisteis a la Ópera…
La reina levantó la cabeza.
—Dejadme continuar, madame. Os digo lo mismo que el señor conde de Artois os dijo: si el cuñado se confunde con los rasgos de su hermana, con más razón se confundirá un agente a quien se le paga un escudo por día. El agente creyó veros y así lo informó. Mi policía estaba bien organizada ese día. Diréis también, madame, que mis agentes no han seguido bien el asunto del gacetillero Reteau, golpeado por monsieur de Charny.
—¡Por monsieur de Charny! —exclamaron a la vez Andrea y la reina.
—El acontecimiento es reciente, madame, y los bastonazos están aún calientes sobre la espalda del libelista. He ahí una de esas aventuras que constituían el triunfo de De Sartines, mi predecesor, cuando las contaba tan espiritualmente al rey difunto o a la favorita.
—¿De Charny puso las manos sobre ese miserable?
—Lo he sabido por mi policía, tan calumniada, madame. Y estaréis de acuerdo conmigo en que esa policía ha tenido necesidad de un poco de inteligencia para descubrir el duelo que ha seguido a este asunto.
—¿Un duelo de De Charny? ¿De Charny se ha batido? —exclamó la reina.
—¿Con el gacetillero? —dijo Andrea vivamente.
—No, señoras mías; el gacetillero tan golpeado no habría sido capaz de pegarle a monsieur de Charny la estocada que le hizo caer enfermo en vuestra cámara.
—¡Herido! ¿Está herido? —exclamó la reina—. ¿Pero cuándo ha sido eso? ¿Cómo ha sido? Os equivocáis, monsieur de Crosne.
—Vuestra Majestad me encuentra tantas veces en falta que no es capaz de concederme que esta vez no me equivoco.
—Hace un momento estaba aquí.
—Ya lo sé.
—Sí, sí —dijo Andrea—. He podido darme cuenta de que sufría.
Pronunció estas palabras en un tono que la reina, al descubrir su hostilidad, se volvió con viveza.
Su mirada fue una respuesta que Andrea sostuvo con energía.
—¿Qué decís? —dijo María Antonieta—. ¿De modo que os habéis dado cuenta de que De Charny sufría y no me lo habéis dicho?
Andrea no replicó. Juana quiso acudir en socorro de la favorita, cuya amistad deseaba procurarse, y dijo:
—Yo también he creído advertir que monsieur de Charny se sostenía a duras penas durante el tiempo que Vuestra Majestad le concedía el honor de hablarle.
—Difícilmente, sí —exclamó la orgullosa Andrea, sin ni siquiera dar las gracias a la condesa con una mirada.
De Crosne, a quien se interrogaba, estaba saboreando sus propias observaciones sobre las tres mujeres, de las cuales ni una, exceptuando a Juana, se daba cuenta de que estaban ante un lugarteniente de policía.
—Monsieur, ¿con quién y por qué De Charny se ha batido?
Durante este tiempo Andrea recuperó la calma.
—Con un gentilhombre que… Madame, creo que es inútil en este momento. Los dos adversarios están ahora en buenas relaciones, pues hace un instante hablaban delante de Vuestra Majestad.
—¿Delante de mí… aquí?
—Aquí mismo. El vencedor salió primero, hace quince minutos.
—¡Monsieur de Taverney! —exclamó la reina con un destello de ira en la mirada.
—¡Mi hermano! —murmuró Andrea, que se reprochaba haber sido lo bastante egoísta para no entenderlo todo.
—Creo —dijo De Crosne— que es con Felipe de Taverney con quien monsieur de Charny se ha batido.
La reina se golpeó violentamente las manos, la una contra la otra, lo que era indicio de su cólera.
—Es un inconveniente, es inaceptable. Las costumbres de América traídas a Versalles… No, no lo consentiré.
Andrea bajó la cabeza, y De Crosne hizo lo mismo.
—Entonces, porque ha combatido al lado de La Fayette y de Washington —la reina pronunciaba ese nombre con acento francés—, se transformará mi corte en una liza del siglo XVI. Y digo que no. Debíais saber que vuestro hermano se ha batido.
—Acabo de enterarme, madame.
—¿Por qué se han batido?
—Hubiéramos podido preguntárselo a De Charny, que se ha batido con él —dijo Andrea, pálida y brillándole los ojos.
—Yo no pregunto —dijo, con altivez, la reina— lo que ha hecho De Charny, sino lo que ha hecho Felipe de Taverney.
—Si mi hermano ha tenido un duelo —dijo Andrea, dejando caer una a una sus palabras—, no puede ser contra el servicio de Vuestra Majestad.
—Es decir, que De Charny no se ha batido en servicio mío, mademoiselle.
—Tengo el honor de hacer observar a Vuestra Majestad —repuso Andrea, en el mismo tono— que hablo únicamente de mi hermano, y de nadie más.
María Antonieta conservó la calma, pero para conseguirlo necesitó reunir todas sus fuerzas.
Se levantó, dio una vuelta por la habitación, fingió mirarse en el espejo, tomó un libro de un cajón de laca, recorrió siete u ocho líneas y lo tiró.
—Gracias, monsieur de Crosne —dijo al magistrado—. Me habéis convencido. Tenía la cabeza un poco trastornada por estas noticias y suposiciones. Sí. La policía está bien organizada, monsieur; pero os lo suplico, pensad en ese parecido del que hemos hablado. Adiós.
Le tendió la mano con la mayor amabilidad, y De Crosne salió halagado y a la vez enterado de algo que ignoraba al entrar.
Andrea percibió el matiz de la palabra «adiós», e hizo una solemne reverencia. La reina le despidió como distraída, pero sin rencor aparente. Juana se inclinó como ante un altar sagrado, y se disponía a pedir licencia para retirarse.
Madame de Misery entró, diciéndole a la reina:
—Madame —dijo—, ¿Vuestra Majestad ha dado hora a los señores Boehmer y Bossange?
—Ah, es cierto, mi buena De Misery. Que entren. Quedaos un poco más, madame de la Motte; deseo que el rey haga una paz más completa con vos.
Al decir estas palabras, la reina acechaba por el espejo la expresión de Andrea, que se acercaba lentamente a la puerta del gabinete. Quizá quería herir su amor propio favoreciendo a la recién llegada.
Andrea desapareció tras los cortinajes; no había pestañeado ni demostrado la menor turbación.
—Acero, acero —suspiró la reina—. Sí, son de acero estos De Taverney, pero también son de oro… Buenos días, señores joyeros. ¿Qué me traéis de nuevo? Sabéis muy bien que no tengo dinero.