Entró la princesa de Lamballe. Bella y serena, frente descubierta, bucles recogidos sobre las sienes, cejas negras y finas como dos rayas de ébano, ojos azules, transparentes, y nariz recta y pura, labios castos y voluptuosos a la vez… Tal era la belleza de la princesa de Lamballe, tutelando un cuerpo de una hermosura impar.
La princesa llevaba con ella, en torno a ella, ese perfume de virtud, de gracia y de espiritualidad que Mira de la Valliere emanaba de sí antes del favor real y después de su desgracia.
Cuando el rey la vio llegar, risueña y humilde, sintió un gran dolor. «¡Ay!, lo que diga esa boca será acaso una condena».
—Sentaos, princesa —le dijo tras un respetuoso saludo y mientras el conde de Provenza se le acercaba para besarle la mano.
—¿Qué desea de mí Vuestra Majestad? —preguntó la princesa con su angelical voz.
—Una información, madame.
—Preguntadme, Sire.
—¿Qué día acompañasteis a la reina a París? Recordadlo exactamente.
De Crosne y el conde se miraron sorprendidos.
—Comprenderéis, señores —dijo el rey—. Vos no dudáis y yo todavía dudo; pregunto, pues, como un hombre que duda.
—El miércoles, Sire —contestó la princesa.
—Perdonadme —continuó Luis XVI—, querida prima, pero deseo saber la verdad.
—La sabréis si me preguntáis, Sire —dijo sencillamente madame de Lamballe.
—¿A qué fuisteis a París?
—Fuimos a casa de Mesmer, en la plaza Vendóme.
Los dos testigos se estremecieron y el rey enrojeció.
—¿Sola?
—No, Sire; con Su Majestad la reina.
—¿Con la reina? ¿Decís con la reina? —exclamó Luis XVI, cogiendo nerviosamente su mano.
—Sí, Sire.
El conde de Provenza y De Crosne la miraron con estupor.
—Vuestra Majestad había autorizado a la reina —dijo la princesa—, según me dijo Su Majestad.
—Cierto, yo la había autorizado. Me tranquilizo porque madame de Lamballe es incapaz de mentir.
—Incapaz, Sire —dijo con dulzura la princesa.
—Naturalmente —convino monsieur de Crosne con el mayor respeto—. Pero entonces, Sire, permitidme…
—Os lo permito, monsieur de Crosne; preguntad, buscad; he traído a mi querida princesa al banquillo y la dejo a vuestra merced.
La princesa sonrió, diciendo:
—Estoy dispuesta, pero recordaré que la tortura está abolida.
—Sí, la suprimí para los demás —dijo el rey con una sonrisa—, pero no para mí.
—Madame —dijo De Crosne—, tened la bondad de decirle al rey lo que Su Majestad y vos hicisteis en casa de monsieur Mesmer, y sobre todo cómo iba vestida Su Majestad.
—Su Majestad llevaba un vestido de tafetán gris perla, un manto de muselina bordado, un manguito de armiño y un sombrero de terciopelo rosa con cintas negras.
Era una descripción totalmente opuesta a la que se dio respecto a Olive.
De Crosne demostró una gran sorpresa, y el conde de Provenza se mordió los labios.
El rey se frotaba las manos de alegría, preguntando:
—¿Y qué hizo la reina al entrar allí?
—Sire, tenéis razón diciendo «al entrar allí», porque casi no entramos.
—¿Juntas?
—Juntas, y apenas abríamos la puerta del primer salón, donde nadie habría podido reconocernos debido al apasionamiento con que seguían los experimentos magnéticos, una mujer se acercó a Su Majestad, le ofreció una máscara y le suplicó que no pasara adelante.
—¿Y os detuvisteis? —preguntó vivamente el conde de Provenza.
—Sí, monsieur.
—¿Y no entrasteis en el primer salón? —preguntó De Crosne.
—No, monsieur.
—¿Y no dejasteis el brazo de la reina? —interrogó el rey con un resto de ansiedad.
—Ni un segundo; el brazo de Su Majestad siguió en el mío.
—Muy bien —exclamó el rey—. ¿Qué pensáis de todo eso, monsieur de Crosne? Y vos, hermano, ¿qué decís?
—Es extraordinario, es sobrenatural —dijo el conde fingiendo una alegría que denunciaba su despecho más de lo que lo había demostrado con sus dudas.
—No hay nada de sobrenatural en ello —contestó en el acto De Crosne, a quien la satisfacción del rey producía una especie de remordimiento—. Lo que la princesa ha dicho no puede ser más que la verdad.
—¿Entonces? —preguntó el conde.
—Entonces, monseñor, mis agentes se equivocaron.
—¿Lo decís en serio? —preguntó nerviosamente el conde de Provenza.
—Claro que sí, monseñor; mis agentes se engañaron. Su Majestad sólo hizo lo que acaba de decir la princesa y en cuanto a ese gacetillero, hoy mismo firmaré la orden para que se le detenga inmediatamente.
—Un momento —dijo el rey—, un momento; siempre habrá tiempo para que se ahorque a ese gacetillero. Vos, princesa, habéis hablado de una mujer que detuvo a la reina al ir a entrar en el salón. ¿Podéis decirnos quién era esa mujer?
—Parecía que Su Majestad la conocía, Sire; yo diría que la conocía bastante.
—Es necesario que yo hable con esa mujer. En ella está la clave del misterio.
—Soy de la misma opinión que Su Majestad —dijo De Crosne, a quien el rey se había dirigido.
—Conforme —murmuró el conde de Provenza—. Esa mujer me hace el efecto del dios de los desenlaces. ¿La reina os confesó que la conocía?
—Su Majestad no me confesó nada, monseñor; me lo dijo.
—Sí, sí, perdón.
—Mi hermano quiere decir —precisó el rey— que si la reina conocía a esa mujer, vos también debéis saber su nombre.
—Se llama Juana de la Motte-Valois.
—¡Esa intrigante! —exclamó el rey con indignación.
—¡Esa mendiga! —dijo el conde—. Será difícil hacerla hablar. Es una mujer muy astuta.
—Nosotros seremos tan astutos como ella —dijo De Crosne—. Además, no hay astucia que valga después de la declaración de madame de Lamballe. Y bastará una palabra del rey…
—No, no —dijo Luis XVI con descorazonamiento—. Estoy cansado de ver esta mezquina sociedad alrededor de la reina, a la cual su innata bondad la impulsa a querer remediar miseria sin advertir a veces que la rodea gente equívoca, cuando no se codea con títulos de dudosa raigambre.
—Madame de la Motte es una Valois —dijo la princesa.
—Sea lo que quiera, no quiero que ponga los pies aquí. Prefiero privarme de la alegría que me habría proporcionado la absolución de la reina; sí, prefiero renunciar a esa alegría antes que sufrir la presencia de esa mujer.
—Sin embargo, vos la veréis —exclamó la reina, pálida de cólera, quien apareció en el gabinete, noblemente altiva y mirando fijamente al conde de Provenza, el cual rehuyó su mirada y la saludó inclinando servilmente la cabeza.
—Sí, Sire —continuó la reina—. No es cuestión de temer o no querer ver a esa mujer a quien la agudeza de mis acusadores… —y otra vez miró desdeñosamente a su cuñado el conde de Provenza— y la franqueza de mis jueces… —dirigiéndose ahora al rey y a De Crosne— conseguirán, por el respeto que se debe a sí misma, que diga la verdad, sólo la verdad. Y yo, la acusada, pido que se oiga a esa mujer.
—Madame —se apresuró a decir el rey—, habéis oído que no se irá a buscar a madame de la Motte para hacerle el honor de que declare ni a favor ni en contra de vos. Yo no coloco vuestro honor en una balanza cuyo platillo dependa del testimonio de esa mujer.
—No se enviará a buscar a madame de la Motte, porque ella está aquí.
—¡Aquí! —exclamó el rey, retrocediendo como si hubiera pisado un reptil—. ¡Aquí!
—Sire, sabéis que visité a una desgraciada mujer que lleva un nombre ilustre. Después de mi visita se han dicho tantas vilezas, que vos no ignoráis… —y de nuevo miró al conde de Provenza, con fría agresividad, quien en aquel instante hubiera querido estar a mil leguas, limitándose a mirar a la reina con gestos de aprobación.
—¿Y bien? —dijo Luis XVI.
—Ese día, Sire, olvidé en casa de madame de la Motte un estuche con un retrato, y ella acaba de traérmelo; está aquí.
—No, no; no hace ninguna falta. Estoy convencido —dijo el rey—. Y prefiero que las cosas queden así.
—Pero yo no estoy satisfecha —objetó la reina—, y la haré pasar. Además, ¿por qué esa repugnancia? ¿Qué es lo que ella ha hecho? ¿Qué es ella, pues? Si no lo sé, instruidme. Monsieur de Crosne, vos que lo sabéis todo, decidme…
—Yo no sé nada que sea desfavorable a dicha madame —respondió el magistrado.
—¿De verdad?
—Seguro. Es pobre; he aquí todo. Un poco ambiciosa quizá.
—La ambición es la voz de la sangre. Si no tenéis contra ella más que eso, el rey puede admitir su testimonio.
—No sé —repuso Luis XVI— si es por instinto, pero presiento que esa mujer será causa de una desgracia, de un infortunio en mi vida…
—¡Oh, Sire, qué superstición! Id a buscarla —dijo la reina a la princesa de Lamballe.
Cinco minutos después, Juana, humilde y turbada, pero distinguida en su actitud y en su aspecto, entraba en el gabinete del rey, quien, sin disimular su hostilidad, estaba de espalda a la puerta, con los codos apoyados en el escritorio y la cabeza en las manos, pareciendo un extraño en medio de los presentes.
El conde de Provenza asaeteaba a Juana con miradas tan impertinentes por inquisitivas, que si la modestia de Juana hubiera sido real, difícilmente habría podido superar aquel momento, difícilmente hubiera podido decir nada, pero se necesitaba algo más para desconcertar a Juana de la Motte. Ni rey, ni emperador con su cetro, ni papa con su tiara, ni potencias celestes, ni los poderes de las tinieblas habrían hecho mella en ese espíritu de hierro, ni por medio del temor ni demostrándole afecto.
—Madame —dijo la reina, llevándola delante del rey—, tened la bondad de decir lo que hicisteis el día de mi visita a la consulta de Mesmer. Tratad de recordarlo fielmente. Nada de evasivas ni de rodeos. Sólo la verdad, tal como sigue viva en vuestra memoria.
La reina se sentó en un sillón, sin mirarla, para no influir en ella con la mirada.
¡Qué papel para Juana, cuya perspicacia había adivinado que su soberana tenía necesidad de ella! Para ella, que intuía que María Antonieta era víctima de infundadas sospechas y que podía justificarlas sin apartarse de la verdad. Otra mujer cualquiera hubiera cedido, teniendo esta convicción al placer de justificar a la reina, exagerando sus pruebas. Juana de la Motte era de una naturaleza tan sutil y tan fuerte, que se concretó a un relato cabal y veraz de los hechos.
—Sire —dijo—, yo había ido a casa de Mesmer por curiosidad, como va todo París. El espectáculo me pareció un poco grosero. Iba a retirarme cuando de pronto vi en la puerta de entrada a Su Majestad, a la cual había tenido el honor de ver la antevíspera, sin saber quién era, pues su generosidad fue anónima. Cuando me fijé en sus augustos rasgos, que jamás se borrarán de mi memoria, me pareció que la presencia de la reina era impropia de aquel lugar, donde muchos sufrimientos y ridículas curaciones se realizan como un espectáculo. Suplico humildemente perdón a Su Majestad, por haberme atrevido a pensar tan libremente acerca de su conducta, pero eso fue como un relámpago, un instinto de mujer, y pido perdón de rodillas si traspaso la línea de respeto que debo a los menores movimientos de Su Majestad.
Y se detuvo emocionada, bajando la cabeza y llegando, gracias a un arte inesperado, al sofoco que precede al llanto.
De Crosne se sintió impresionado y madame de Lamballe miraba enternecida a aquella mujer, que parecía delicada, tímida, espiritual y buena.
El conde de Provenza estaba aturdido.
La reina miró a Juana con expresión de gratitud, acaso correspondiendo a la mirada que Juana esperaba de ella.
—Muy bien… —dijo la reina—. ¿Habéis oído, Sire?
—Yo no he necesitado —contestó Luis XVI— el testimonio de madame.
—Se me ha ordenado que hablase —repuso tímidamente Juana—, y he tenido que obedecer.
—Basta —dijo secamente el rey—. Cuando la reina dice una cosa no necesita testigos que confirmen sus palabras. Cuando la reina tiene mi aprobación, está por encima de las maledicencias de nadie.
Y se levantó, acabando con estas palabras de aplastar al conde de Provenza, y a las cuales la reina agregó una desdeñosa sonrisa. El rey volvió la espalda a su hermano, besando la mano de María Antonieta y la de la princesa de Lamballe, despidiendo a esta y pidiéndole perdón por haberla retenido «para nada».
No dirigió una palabra ni una mirada a Juana de la Motte, pero como tenía que pasar por delante de ella para volver a su sillón, y como temía ofender a la reina con una falta de cortesía hacia la mujer que ella había recibido, dirigió a Juana un sobrio saludo, al cual ella respondió con una profunda reverencia.
La princesa de Lamballe salió la primera, después Juana de la Motte, que la reina hizo pasar delante, y luego la reina, que salió mirando amorosamente al rey. En el acto se oyó en el corredor un rumor de voces femeninas que se alejaban cuchicheando.
—Querido hermano —dijo entonces Luis XVI al conde de Provenza—, no os retengo más. Tengo que terminar el trabajo de la semana con el lugarteniente de policía. Os agradezco que hayáis concedido vuestra atención a esta plena, entera y completa justificación de vuestra hermana. Me complazco en ver que estáis tan contento como yo, lo que no es decir poco. Ahora nos toca a nosotros, monsieur de Crosne. Sentaos, os lo ruego.
El conde de Provenza saludó, siempre sonriente, y salió del gabinete cuando ya no oía aquellas voces femeninas, diciéndose que así podía evitar una mirada intencionadamente acusadora, un gesto hostil, una palabra agresiva…