Mientras estos acontecimientos ocurrían en París y en Versalles, el rey, tranquilo como de costumbre, pues sabía que sus flotas habían alcanzado la victoria y que el invierno ya finalizaba, planeaba en su gabinete, entre documentos, cartas y mapamundis, nuevos proyectos, dispuesto a abrir en los mares nuevos surcos a los barcos de De la Perouse.
Un ligero golpe en la puerta le devolvió a la realidad.
—¿Puedo entrar, hermano?
—El conde de Provenza, el inoportuno —gruñó el rey, dejando un libro de astronomía abierto, cuyas láminas había repasado. Y en voz alta—: Adelante.
Un personaje gordinflón, bajo, colorado y de viva mirada, entró con aire demasiado respetuoso para un hermano y demasiado familiar para un súbdito.
—¿No me esperabais?
—Pues no.
—¿Os molesto?
—No, ¿tenéis algo interesante que decirme?
—Un rumor tan divertido, tan grotesco…
—Sí, murmuraciones.
—Justo.
—¿Y os ha divertido?
—Sí, por su rareza.
—Alguna calumnia contra mí.
—Dios es testigo de que yo no me reiría si se tratara de eso.
—Entonces es contra la reina.
—Sire, figuraos que se me ha dicho seriamente, muy seriamente: «Os apuesto uno contra ciento, contra mil, que…».
—Hermano, desde que mi preceptor me hizo admirar esta facultad oratoria, como modelo del género, en madame Sevigné, dejé de admirarla para siempre… Vamos al hecho.
—Pues bien —dijo el conde de Provenza, un poco desconcertado por tan seca acogida—, se dice que la reina durmió el otro día fuera de casa. ¿En, eh? —agregó tratando de reír.
—Sería muy triste si fuera verdad —dijo el rey gravemente.
—Pero no es verdad, ¿no?
—No.
—¿Tampoco es verdad que se ha visto a la reina esperar a la puerta de los reservados?
—No.
—El día, ya sabéis, que ordenasteis cerrar la puerta a las once.
—No sé nada.
—Pues, figuraos que ese rumor pretende…
—¿Y qué es un rumor? ¿Dónde está? ¿Quién lo propaga?
—He aquí un matiz profundo, muy profundo. En efecto, ¿qué es el rumor? Ese ser intangible, incomprensible, que se llama rumor, pretende que se ha visto a la reina con el conde de Artois y cogidos del brazo a las doce y media de tal noche.
—¿Dónde?
—Camino de una casa que el conde de Artois posee por ahí, detrás de las caballerizas. ¿Vuestra Majestad no ha oído hablar de este suceso?
—Sí, he oído hablar de ello y bastante.
—¿Cómo, Sire?
—Sí. ¿Es que vos no hacéis todo lo posible para que se oiga hablar de ello?
—¿Yo?
—Vos.
—Entonces, Sire, ¿qué es lo que he hecho?
—Un cuarteto, por ejemplo, que ha publicado el Mercare[65].
—¡Un cuarteto! —exclamó el conde, más colorado que al llegar.
—Se sabe que sois favorito de las musas.
—De ningún modo.
—Se os acusa de haber hecho un cuarteto que termina con estos versos:
Helena no había dicho nada de ello al buey rey Menelao.
—¿Yo, Sire?
—No lo neguéis. He aquí el original del cuarteto; vuestra letra… Yo no entiendo mucho de poesía, pero en manuscritos… igualo a un experto.
—Sire, una locura es causa de otra.
—Monsieur de Provenza, os aseguro que no ha habido más locura que la vuestra, y me asombra que un filósofo haya cometido esta locura; reservemos este calificativo para vuestro cuarteto.
—Vuestra Majestad es duro conmigo.
—La Ley del Talión, hermano mío. En lugar de escribir versos, hubierais podido informaros de lo que ha hecho la reina, como yo lo hice, y en lugar del cuarteto contra ella, y de rechazo contra mí, habríais escrito un madrigal en honor a vuestra cuñada. Después de esto, diréis que no es un motivo de inspiración, pero yo prefiero una mala poesía a una buena sátira. Horacio decía también esto. Horacio, vuestro poeta.
—Sire, me abrumáis.
—No estando seguro de la inocencia de la reina, como yo lo estoy —repitió el rey con firmeza—, hubierais hecho bien en releer a vuestro Horacio. ¿No es él quien ha dicho tan bellas palabras? Perdón, yo destrozo el latín: Rectius hoc est; hoc faciens vivam melius, sic dulcis amicis occurram. «Esto es mejor; si lo hago, será más honrado; si lo hago, seré bueno para mis amigos». Vos traduciréis más elegantemente, pero creo que ese es el sentido.
Y el buen rey, después de esta lección, más paternal que fraternal, esperó que el culpable se disculpara. El conde meditó algún tiempo su respuesta, menos como un hombre avergonzado que como un orador empeñado en una cuestión de sutilezas.
—Sire —dijo—, por muy severo que sea el juicio de Vuestra Majestad, tengo una excusa y una esperanza de perdón.
—Explicaos.
—Vos me acusáis de haberme equivocado, ¿no es eso? Y no de haber obrado con mala intención.
—De acuerdo.
—Si es así, Vuestra Majestad, que sabe que no hay hombre que no se equivoque, admitirá que yo no me habré equivocado por algo insignificante.
—Yo nunca acusaría vuestra inteligencia, que es mucha.
—¿Pues cómo no podría cometer un error oyendo todo lo que se murmura? Nosotros los príncipes vivimos en una atmósfera de calumnia, que nos asfixia. Yo no digo que haya creído; yo digo que se me ha informado mal.
—Puede ser así, pero…
—¿El cuarteto? Los poetas somos tipos raros, y por otra parte, ¿no es mejor responder con una suave crítica, que puede ser una advertencia, que con agresividad? Las actitudes amenazadoras, puestas en verso, no ofenden, Sire. Eso no es como los libelos que tratan de que reprendáis violentamente a la reina, y que he creído que yo mismo os lo debía traer.
—¿Un libelo?
—Sí, Sire; el miserable autor de esa vileza es merecedor de una orden de encarcelamiento en la Bastilla.
El rey se levantó bruscamente, diciendo:
—¿Tenéis ese libelo?
—Sí, Sire.
—Dádmelo.
El conde de Provenza sacó del bolsillo un ejemplar de la historia de Ateinotna; la prueba fatal que el bastón de De Charny y la espada de Felipe, lo mismo que el brasero de De Cagliostro, habían puesto fuera de circulación.
El rey lo leyó en un instante, recogiendo más la intención que el texto.
—¡Qué infamia! —dijo—. ¡Qué infamia!
—Como veis, Sire, se pretende que mi hermana visitó la cubeta de Mesmer.
—En efecto, pero ella estuvo allí.
—¿Estuvo allí? —exclamó el conde de Provenza.
—Con mi autorización.
—Oh, Sire…
—Y no es de su presencia en casa de Mesmer de lo que yo deduzco su imprudencia, puesto que le permití que fuera a la plaza Vendóme.
—¿Vuestra Majestad le permitió a la reina que se acercara a la cubeta para experimentar por sí misma…?
El rey golpeó el suelo con el pie. El conde acababa de pronunciar sus palabras en el momento en que los ojos de Luis XVI recorrían el párrafo más insultante para María Antonieta, la historia de su pretendida crisis, de sus contorsiones, de su amago voluptuoso; de todo lo que, en fin, había señalado en casa de Mesmer el paso de mademoiselle Olive.
—¡Imposible, imposible! —dijo el rey palideciendo—. La policía debe saber a qué atenerse acerca de esto.
Tocó la campanilla y le ordenó al criado que acudió:
—Inmediatamente que vayan a buscar a monsieur de Crosne.
—Sire, hoy es día de informe semanal, y monsieur de Crosne espera en el Oeil-de-Boeuf.
—Que pase en seguida.
—Permitidme, Sire, que me retire —dijo el conde de Provenza en tono hipócrita y con intención de salir.
—Quedaos —le dijo Luis XVI—. Si la reina es culpable, puesto que sois de la familia, podéis saberlo, y si es inocente, debéis saberlo también, ya que habéis sospechado de ella.
De Crosne entró, y al ver al conde de Provenza con el rey, presentó sus respetuosos saludos a los dos más grandes del reino, y después dirigiéndose al rey, dijo:
—El informe está hecho, Sire.
—Ante todo, monsieur —dijo Luis XVI—, explicadnos cómo se ha permitido publicar en París un libelo denigrante para la reina.
—¿Ateinotna?
—Sí.
—Su autor es un gacetillero llamado Reteau.
—¿Sabéis su nombre y no habéis impedido que lo publicara o detenerle después de la publicación?
—Sire, tengo redactada la orden de detención.
—Entonces, ¿por qué no se le ha detenido?
De Crosne miró intencionadamente al conde de Provenza, quien repuso, haciendo ademán de retirarse:
—Pido licencia a Vuestra Majestad.
—No, no —replicó el rey—. Ya os he dicho que continuéis aquí. Hablad, monsieur de Crosne, y sin reservas; con toda claridad.
—Ocurre —repuso el lugarteniente de policía— que yo no he hecho detener al gacetillero Reteau porque era necesario que antes tuviera una explicación con Vuestra Majestad.
—Os escucho.
—Quizá, Sire, valga más darle a ese gacetillero una cantidad y obligarle a dejar el país, para que lo ahorquen fuera de Francia.
—¿Por qué?
—Porque cuando esos miserables dicen una mentira, el público, que no ignora su falsedad, se regodea viendo que se les escarmienta, a veces con la pena máxima, la horca incluso. Pero cuando, por desgracia, airean una verdad…
—¿Una verdad?
De Crosne se inclinó.
—Sí, la reina estuvo en la cubeta de Mesmer. Fue una desgracia, como vos decís, pero yo se lo permití.
—Sire… —murmuró De Crosne.
El humilde tono del respetuoso súbdito impresionó más al rey, que el tono de reproche con que se había manifestado el intrigante conde de Provenza.
—Esto no es motivo, supongo, para que se ultraje a la reina.
—No, Sire, pero la compromete.
—Monsieur de Crosne, ¿qué os ha dicho vuestra policía?
—Muchas cosas que, al margen del respeto que debo a Vuestra Majestad y de mi fidelidad a la reina, están de acuerdo con algunas acusaciones del libelo.
—¿Decís de acuerdo?
—Una reina de Francia que va vestida como una mujer corriente y se relaciona con una gente equívoca, atraída por esas supercherías de Mesmer, y que, además, va sola…
—¿Sola? —exclamó el rey.
—Sola, Sire.
—Os engañáis, monsieur de Crosne.
—No lo creo, Sire.
—Os han informado mal.
—Diría que fielmente, Sire; puedo informar a Vuestra Majestad del peinado que llevaba la reina, del color de su vestido, el ruido de sus pasos, sus gestos, sus gritos…
—¿Sus gritos?
El rey palideció y estrujó el libelo.
—¡Incluso sus suspiros fueron anotados por mis agentes! —agregó tímidamente De Crosne.
—¿Sus suspiros? La reina no se podía olvidar de sí misma hasta ese punto… La reina no hubiera arrastrado por los suelos mi honor de rey y su honor de mujer.
—Es imposible —dijo el conde de Provenza—. Eso sería más que un escándalo, y Su Majestad es incapaz…
Más que excusarla, esta frase hacía hincapié en la acusación. El rey se dio cuenta, e íntimamente despreció al conde de Provenza.
—Monsieur —dijo al lugarteniente de policía—, ¿estáis seguro de todo lo que habéis dicho?
—Absolutamente seguro, Sire.
—Yo os debo a vos, hermano mío —dijo Luis XVI, pasándose el pañuelo por la frente—, una prueba de lo que antes os he dicho. El honor de la reina y el de mi casa no lo arriesgo jamás. Permití a la reina ir a la cubeta de Mesmer, pero con la condición de que la acompañase una dama virtuosa, irreprochable, incluso santa.
—Ah… —dijo monsieur de Crosne—. Si fue así…
—Sí —dijo el conde de Provenza—; una mujer como madame de Lamballe, por ejemplo…
—Exacto. Para acompañar a la reina designé a la princesa de Lamballe.
—Pero desgraciadamente, Sire, la princesa no la acompañó.
—Entonces —agregó el rey, estremeciéndose—, si la desobediencia ha sido tan grande, debo castigar y castigaré.
Un hondo suspiro le subió del atormentado pecho a los labios.
—Solamente me queda una duda; vos no compartís esta duda, y es natural, porque no sois el rey, el esposo, el amante de la mujer a la que se acusa… Esta duda quiero resolverla.
Llamó al oficial de servicio.
—Que se vea si la princesa de Lamballe está en la cámara de la reina, o en su apartamento.
—Sire, la princesa pasea en el jardín pequeño con Su Majestad y otra dama.
—Rogad a la princesa que suba inmediatamente.
Al salir el oficial, dijo el rey:
—Ahora, señores, diez minutos de espera; no podré tomar partido hasta entonces.
Luis XVI dirigió a los dos testigos de su profundo dolor una mirada que era una amenaza.
Ambos guardaron silencio. De Crosne sentía una tristeza real; el conde de Provenza afectaba tanta tristeza que ni que se la hubiera transmitido el dios Momo[66].
Un ligero rumor de sedas detrás de las puertas advirtió al rey que llegaba la princesa de Lamballe.