Capítulo XXXIV

Mientras esto ocurría en la calle Neuve-Saint-Gilles, monsieur de Taverney padre se paseaba por su jardín, seguido de dos lacayos que empujaban un sillón de ruedas.

Había en Versalles, y hay quizá todavía hoy, viejos palacios con jardines estilo francés que, por una servil imitación de los gustos y las ideas de su dueño, reproducían el Versalles de Le Nôtre y de Mansart.

Varios cortesanos, con un De la Feuillade que debió de ser su modelo, se hacían construir en pequeño un invernadero subterráneo, un Bassin des Suisses y los baños de Apolo.

Había también el patio de Honor y el Trianón, pero todo reducido a un cinco por ciento; cada estanque parecía simbolizado por un cubo de agua.

De Taverney había hecho otro tanto, ya que Su Majestad Luis XV había adoptado el Trianón. La casa de Versalles había tenido sus trianones, sus vergeles y sus parterres. Puesto que Luis XVI tuvo sus talleres de cerrajería y sus tornos, monsieur de Taverney tenía su forja y sus bancos carpinteros. Puesto que María Antonieta había impuesto jardines ingleses, ríos artificiales, praderas y palacetes, monsieur de Taverney levantó en un rincón de su jardín un pequeño Trianón para muñecas y un riachuelo para patitos y pececitos.

Sin embargo, en el momento en que nosotros le encontramos, se calentaba al sol en la única avenida que quedaba del Gran Siglo: la avenida de los estilos. Andaba muy despacio, las manos abrigadas, y cada cinco minutos los criados le acercaban el sillón para que descansase. Mientras el anciano saboreaba este reposo y se recreaba bajo un tibio sol, se le acercó un criado anunciándole:

—El caballero de Taverney.

—Mi hijo —dijo el anciano con alborozo, y al volverse y ver a Felipe, exclamó—: Mi querido Felipe. Llegas en el momento más oportuno; planeo una serie de alegres proyectos. Pero…, ¿qué cara es esa? ¿Estás enfadado?

—No, monsieur.

—¿Sabes ya el resultado del asunto?

—¿Qué asunto?

El vejete se volvió para asegurarse de que nadie escuchaba.

—Podéis hablar, monsieur; nadie nos oye.

—Me refiero al asunto del baile.

—Aún comprendo menos.

—Del baile de la Ópera.

Felipe enrojeció, hecho que notó el anciano.

—¡Qué imprudente eres! Haces como los marinos torpes: cuando tienen viento favorable, inflan todas las velas. Vamos, siéntate en ese banco y escucha mi sermón; tengo algo bueno que decirte.

Monsieur, yo…

—Tú estás abusando, sin que te detenga nada, tú, tan tímido a veces, tan delicado, tan reservado. En estos momentos la comprometes.

—¿De qué queréis hablarme, monsieur? —le preguntó Felipe, riendo.

—De «ella», diablos; de «ella».

—¿Quién es ella?

—¿Crees que ignoro tu escapada, vuestra escapada al baile de la Ópera?

Monsieur, yo os juro…

—No te enfades, pues lo que te digo es por tu bien; tú no has tomado ninguna precaución, y no sabes que se te ha visto con ella en el baile, y te verán en otro sitio cualquiera…

—¿Qué se me ha visto?

—¿Lo preguntas? ¿Tienes o no tienes un dominó azul?

Felipe iba a replicar que no tenía ningún dominó azul, y que le habían confundido, que no había ido al baile, que no sabía de qué baile le hablaba, pero repugna a ciertos corazones defenderse en circunstancias delicadas, y sólo se defienden con bravura cuando saben que se les ama, aunque también saben que defendiéndose rinden un servicio al que les acusa.

«¿Pero para qué —pensó Felipe— dar explicaciones a mi padre? Por otra parte quiero enterarme de lo que sucede».

Y bajó la cabeza como un culpable que confiesa.

—Ahora te das cuenta —volvió a decir el viejo con acento de triunfo—. Tenía la seguridad de que lo reconocerías. Acaso sabías que monsieur de Richelieu, que te aprecia mucho y que estaba en ese baile a pesar de sus ochenta y cuatro años, se preguntó quién podría ser el del dominó azul a quien la reina le daba el brazo, y no vio de quién sospechar sino de ti, porque reconoció a todos los demás, y tú ya sabes que el duque conoce a todo el mundo.

—¿Así que se supuso que era yo? —preguntó fríamente Felipe—. No me extraña, pero que se reconociese a la reina, me parece increíble.

—¡Pues sí que era difícil de reconocer cuando fue desenmascarada! Eso va más allá de cualquier fantasía. ¡Qué audacia! Esa mujer debe de estar loca por ti.

Felipe enrojeció. Seguir discutiendo comenzaba a serle insoportable.

—Si eso no es audacia —continuó el viejo De Taverney—, es una casualidad que tiene que alarmarte. Ten cuidado, hijo mío; hay muchos celosos y envidiosos a los que hay que temer. Es un puesto muy envidiado el de favorito de una reina cuando la reina es el verdadero rey.

Y De Taverney aspiró lentamente un poco de rapé.

—Tú me perdonas mi sermoncito, ¿verdad? Perdónamelo, querido, y no sabes cómo te lo agradezco. Quisiera impedir que un capricho del azar descalzara ese andamiaje que has levantado tan hábilmente.

Felipe se sentía inundado de sudor y mientras escuchaba mantenía los puños crispados. Se disponía a marchar para cortar aquel discurso, con la alegría con que se rompen las vértebras de una serpiente, pero un extraño sentimiento le detenía, un sentimiento de curiosidad dolorosa, uno de esos incontenibles deseos de saber el mal, ese aguijón que tortura los corazones llenos de amor.

—Yo te diría que se nos tiene envidia —insistió el anciano—. Es muy sencillo. Sin embargo, nosotros no hemos alcanzado todavía la cima adonde quieres hacernos subir. A ti pertenece la gloria de haber elevado el nombre de los De Taverney por encima de su humilde origen. Sólo te ruego que seas prudente; de lo contrario, el resultado puede ser un fracaso del que difícilmente te recobrarías.

Felipe se volvió para disimular la angustia que le atormentaba; su íntimo abatimiento habría desconsolado a su padre si lo hubiese advertido.

—Sin tardar demasiado tiempo podrás alcanzar un gran cargo, y acaso me consigas el puesto de lugarteniente del rey en algún sitio que no esté muy lejos de París; en tu mano estará el que un día sean pares de Francia[64] los De Taverney-Maison-Rouge, y tú serás duque, par, lugarteniente general. Aún viviré dos o más años, y lograrás que me concedan…

—¡Basta, basta! —pidió Felipe con voz sorda.

—¿Basta? Si tú te das por satisfecho, yo no. Tú tienes toda una vida por delante, y yo quizá sólo meses. Y quiero que los meses que me quedan me compensen de mi triste pasado. De mi otra realidad no me quejo. Dios me dio dos hijos. Es mucho para un hombre sin fortuna, pero si mi hija ha sido inútil para nuestra casa, tú repararás ese daño. Tú eres el arquitecto del templo. Yo veo en ti el gran De Taverney, el héroe. Me inspiras el mayor respeto, pues tu conducta en la corte es admirable, la más sagaz que conozco.

—¿Mi conducta? —preguntó Felipe, irritado al verse elogiado por aquel anciano que prodigaba la moral de los reptiles.

—La que vienes siguiendo es soberbia. Tú no demuestras celos. Aparentemente, dejas el campo libre a todo el mundo, pero tienes los pies firmes en el suelo.

—No os comprendo —dijo Felipe, cada vez más indignado.

—Tu enemiga es la modestia. Tu conducta es el calco de la de Potemkin, cuya fortuna ha asombrado al mundo. Potemkin vio que Catalina amaba la vanidad en sus amores, y que si se la dejaba libre revolotearía de flor en flor, volviendo siempre a la más prometedora, a la más bella; que si se la acosaba se le escaparía, y entonces tomó su partido. Era él quien hacía más agradables a la emperatriz los nuevos favoritos; era él quien les hacía valer por un lado, reservándose hábilmente su lado vulnerable; él quien tramaba el hastío de la soberana con caprichos pasajeros, sin caer en el error de aburrirla con sus propios placeres. Preparando el reinado efímero de estos favoritos que se llamaron irónicamente los Doce Césares, Potemkin convertía su reinado en eterno e indestructible.

«¡Qué de infamias incomprensibles!», se dijo el infeliz Felipe, mirando a su padre con estupor mientras el viejo proseguía en el mismo tono.

—Según el sistema de Potemkin, tú has cometido un ligero error. Él no abandonaba nunca la vigilancia, y tú te descuidas. Ten en cuenta que la política francesa no es la política rusa.

Una vez pronunciadas estas palabras con una afectada delicadeza que hubiera desconcertado a la más acreditada cabeza diplomática, Felipe, que creyó que su padre deliraba, no respondió más que con un encogimiento de hombros poco respetuoso.

—Sí, sí; ¿crees que yo no te he adivinado? Lo vas a ver.

—Vos diréis, monsieur —dijo Felipe, mirándole fríamente.

—¿Me dirás que no estás criando como a un pajarito a tu sucesor?

—¿A mi sucesor? —preguntó Felipe, palideciendo.

—¿Me dirás que no sabes lo que hay de firme en las ideas amorosas de la reina cuando está dominada por la pasión? Pero en previsión de un cambio suyo, tú no quieres ser sacrificado, que es lo que ocurre siempre con la reina, porque ella no puede amar el presente y sufrir al mismo tiempo el pasado.

—Estáis hablando en hebreo, señor barón.

El viejo soltó una risotada estridente y diabólica que estremeció a Felipe.

—¿Me harás creer ahora que tu táctica no es la de manejar a De Charny?

—¿De Charny?

—Sí, tu sucesor. El hombre que cuando reine quizá te expulse de Francia, lo mismo que tú puedes desterrar a De Coigny, a Vaudreuil y a los demás.

La sangre se agolpó en los ojos de Felipe.

—¡Basta! —gritó de nuevo—. ¡Basta, monsieur! Me avergüenza haberos escuchado tanto tiempo. Quien diga que la reina de Francia es una Mesalina, ese, monsieur, es un infame calumniador.

—Bien, muy bien —replicó el viejo—. Tienes razón. Ese es tu papel; pero te aseguro que en este momento nadie nos escucha.

—¡Oh!

—En cuanto a De Charny, ya ves que te he descubierto. Por muy hábil que sea tu plan, adivinar está en la sangre de los De Taverney. Continúa, Felipe, continúa. Lisonjea, halaga, consuela a De Charny, ayúdale a pasar dulcemente y sin amargura del estado de hierba al estado de flor, y puedes estar seguro de que, siendo un gentilhombre, cuando más tarde alcance el favor de la reina, te valdrá de algo lo que tú habrás hecho por él.

Después de estas palabras, monsieur de Taverney, envanecido con su alarde de perspicacia, se levantó con una agilidad que le recordó a sí mismo su juventud, una juventud insolente, más insolente cuanto más próspera.

Enfurecido, Felipe le cogió por la manga y le detuvo.

—¿Eso es lo que teníais que decirme? Vuestra lógica es admirable.

—¿Te he descubierto, y por eso me odias? Bah, ya me perdonarás. Por otro lado, yo también quiero a De Charny y estoy muy tranquilo porque sé que en este asunto procedes con él acertadamente.

—Vuestro De Charny es de tal suerte mi favorito, el pájaro criado en mi mano, que hace un momento le he clavado en un costado dos centímetros de esta espada.

—¡Cómo! —exclamó De Taverney, espantado ante aquellos ojos que centelleaban y la belicosidad que descubrían—. ¿No querrás decir que has tenido un duelo con De Charny?

—Y que le he herido.

—Por Dios, por Dios…

—Esta es mi manera de cuidar, de halagar, de manejar a mis sucesores. Ahora que conocéis mi escuela, seguid con vuestras teorías.

Felipe hizo un movimiento desesperado para huir y el viejo le detuvo, exclamando:

—Felipe, Felipe, dime que estás bromeando.

—Llamadlo y sabréis si es una broma.

El anciano miró al cielo, murmuró algunas palabras sin ilación, y dejando a su hijo, corrió a su gabinete.

—¡De prisa, de prisa! —gritó—. Un hombre a caballo que corra a informarse de cómo se encuentra monsieur de Charny, que ha sido herido, y que no se olviden de decirle que van de mi parte.

«Este traidor de Felipe —se dijo al volver a su sillón— no es más que el hermano de su hermana. ¡Y yo que le creía corregido! Ay, no hay más que una cabeza en mi familia, sólo una: la mía».