Sin embargo, Aldegonde, habiendo oído gritar a su dueño y al encontrar cerrada la puerta, había ido a buscar a la guardia.
Pero antes de que regresara, Felipe y De Charny tuvieron tiempo de encender un magnífico fuego con los primeros ejemplares de la gaceta, y arrojar el resto de las hojas, que ardían al instante.
Llegaban ya a los últimos números cuando la guardia apareció detrás de Aldegonde, en el extremo del patio, y al mismo tiempo que la guardia, cien pilluelos y otras tantas comadres. Los primeros fusiles golpeaban las baldosas del vestíbulo cuando el último número de la gaceta empezaba a arder.
Felizmente, Felipe y De Charny conocían el camino que Reteau les había imprudentemente enseñado; atravesaron el corredor secreto, pasaron los cerrojos, cruzaron la verja de la calle de los Vieux-Augustins, cerraron con dos vueltas de llave y después la arrojaron en la primera alcantarilla que encontraron.
Mientras tanto, Reteau, liberado, pedía auxilio contra los asesinos, y Aldegonde, que veía cómo se reflejaban las llamas de los papeles en los cristales, gritaba «¡fuego!».
Los fusileros llegaron, pero al ver que los dos jóvenes se habían ido y que el fuego se había apagado, no les pareció conveniente llevar más lejos sus pesquisas, y dejaron que Reteau se curase la espalda con alcohol alcanforado y volvieron al cuerpo de guardia.
Pero la multitud, más curiosa siempre que la guardia, permaneció hasta cerca de mediodía en el patio de Reteau, esperando que la escena de la mañana se repitiese.
Aldegonde, en su desesperación, maldijo el nombre de María Antonieta, llamándola «la austriaca», y bendijo el de De Cagliostro, llamándole «protector de las letras».
Poco después De Taverney y De Charny se hallaban en la calle de los Vieux-Augustins.
—Monsieur —comenzó De Charny—, ahora que vuestra ejecución ha terminado, ¿me cabría el honor de serviros en algo?
—Mil gracias, monsieur; iba a haceros la misma pregunta.
—Gracias; yo estoy aquí para negocios particulares que me retendrán probablemente en París buena parte del día.
—Y yo también, monsieur.
—Permitid, entonces, que me despida de vos y me felicite por el honor y la dicha de encontraros.
—Permitidme que os haga los mismos cumplidos y que agregue mi mayor deseo de que el negocio que os ha traído concluya a vuestra conveniencia.
Y los dos hombres se saludaron con una sonrisa y una cortesía que demostraba que las palabras que se acababan de dedicar respondían a mera cortesía.
Al separarse, se volvieron la espalda, pues Felipe subió hacia los bulevares y De Charny bajó por el lado del río.
Los dos se volvieron dos o tres veces, hasta que se perdieron de vista. Y entonces De Charny, que, como ya hemos dicho, se había dirigido hacia el lado del río, entró en la calle Beaurepaire, después en la de Renarol, y luego en la del Gran Burlador, y de aquí a la de Jean-Robert, a la de Gravilliers, a la Pastourelle, a la de Anjou, Perche, Culture, Sainte-Catherine, Saint-Anastase y Saint-Louis, y desde la calle Saint-Louis hacia la calle Neuve-Saint-Gilles. Pero a medida que se acercaba, su mirada se fijaba en un hombre joven que subía por la calle de Saint-Louis y al que creyó reconocer. Dos o tres veces se detuvo, dudando, pera muy pronto la duda desapareció. El que subía era Felipe, precisamente Felipe, quien había tomado la calle Mauconseil, la de Ours, la del Grenier, Saint-Lazare, Michel-Le-Comte, la de Vieilles Audriettes, la del Homme Armé, y la de Rosiers; había pasado por delante del palacio de Lamoignon, y desembocó en la calle de Saint-Louis por la esquina de la calle de L’Egout y Sainte-Catherine.
Los dos jóvenes se encontraron en la entrada de la calle Neuve-Saint-Gilles, y se detuvieron y se miraron sin tomarse la molestia de disimular sus pensamientos. Como antes, cada uno había tenido la misma idea: pedirle información al conde de Cagliostro. Al llegar allí, ni el uno ni el otro podía dudar del proyecto del que tenía delante.
—Monsieur de Charny —dijo Felipe—, yo os dejé al vendedor; podíais haberme dejado vos al comprador. Os permití darle varios bastonazos; dejadme usar la espada.
—Monsieur —respondió De Charny—, habéis tenido conmigo esta cortesía porque yo llegué antes que vos, y no por otra razón.
—Sí, pero ahora —dijo De Taverney— llego aquí a la vez que vos, y por eso os digo que no os haré concesiones.
—¿Y quién os dice que yo las pida, monsieur? Defenderé mi derecho; eso es todo.
—¿Y cuál es vuestro derecho, monsieur de Charny?
—Hacer que monsieur de Cagliostro queme los mil ejemplares que compró a ese miserable.
—¿Os acordaréis, monsieur, de que soy yo quien primero tuvo la idea de hacerlos quemar en la calle Montorgueil?
—Muy bien, de acuerdo; si vos los hicisteis quemar en la calle Montorgueil, yo los haré romper en la calle Neuve-Saint-Gilles.
—Monsieur, empiezo a desesperarme a fuerza de deciros con la mayor seriedad que deseo ser el primero que se acerque al conde de Cagliostro.
—Todo lo que puedo hacer por vos, monsieur, es remitirme a la suerte; arrojaré un luis al aire. Quien gane de los dos, tendrá la prioridad.
—Monsieur, yo, por lo general, tengo poca suerte y es posible que pierda.
Felipe dio un paso hacia delante, y De Charny le detuvo.
—Monsieur —dijo—, sólo una palabra y creo que nos entenderemos.
Felipe se volvió rápidamente. Había en la voz de De Charny un acento de amenaza que le gustaba.
—Sea.
—Si para ir a pedir una satisfacción al conde de Cagliostro pasamos por el Bois de Boulogne, tardaremos más, pero creo que eso terminará con nuestras diferencias. Uno de los dos se quedará probablemente en el camino y el que quede en pie no tendrá necesidad de rendir cuentas a nadie.
—En verdad, monsieur —dijo Felipe—, os anticipáis a mis pensamientos; he aquí algo, en efecto, que lo concilia todo. ¿Queréis decirme dónde nos encontraremos?
—Si mi compañía no os fuese demasiado insoportable, monsieur…
—¿Cómo decís?
—Podríamos no separarnos. He ordenado a mi cochero que me espere en la Place Royal, que como sabéis está a dos pasos de aquí.
—Entonces, ¿me concederéis un sitio en vuestro coche?
—Con mucho gusto.
Y los dos jóvenes, que se sintieron rivales a la primera mirada y convertidos en enemigos minutos después, apretaron el paso en dirección a la Place Royal. En el rincón de la calle Pas de la Mulé vieron al coche de De Charny que esperaba. De Charny invitó a Felipe a subir, y el coche arrancó en dirección a Champs Elysées.
Antes de subir, De Charny escribió unas palabras en una hoja y las hizo llevar por su lacayo a su palacio de París.
Los caballos de De Charny eran magníficos, y en menos de media hora estuvieron en el Bois de Boulogne. De Charny ordenó al cochero que se detuviese en cuanto encontrara un sitio conveniente.
El tiempo era bueno, el aire un poco vivo, pero ya el sol calentaba con fuerza y se esparcía el primer perfume de las violetas y los renuevos de saúco a los bordes del camino y en los aledaños del bosque.
Entre las hojas amarillentas del año vencido, la hierba crecía entre un espesor de espigas y de tallos, y los alelíes de oro dejaban caer sus cabezas perfumadas a lo largo de los viejos muros.
—Es un tiempo hermoso para pasear, ¿verdad, monsieur de Taverney? —dijo De Charny.
—Un hermoso tiempo, sí, monsieur.
Al apearse dijo De Charny a su cochero:
—Podéis iros, Delfín.
—Monsieur —advirtió De Taverney—, creo que no hacéis bien en despedir vuestro coche. Uno de los dos quizá lo necesite para regresar.
—Ante todo, monsieur, el secreto —dijo De Charny—. Si se confía a un lacayo, lo más posible es que mañana seamos los héroes del chismorreo de todo París.
—Como vos prefiráis, pero el cochero que nos ha traído sabe ya de qué se trata. Esa gente conoce muy bien las costumbres de los gentileshombres, y cuando se hacen llevar al Bois de Boulogne, a Vincennes o a Satory, como ahora nosotros viniendo aquí, ya saben que no es para pasear. Pero supongamos que vuestro cochero no sospecha nada, ¿y después? A uno de los dos verá herido si no muerto, para comprenderlo todo, aunque un poco tarde. ¿No será mejor hacerle esperar y que se lleve en el coche al que no pueda valerse por su pie, pues sería desconsolador lo mismo para vos que para mí?
—Tenéis razón, monsieur —contestó De Charny, y dirigiéndose al cochero, le dijo—: Delfín, no os vayáis. Esperaréis aquí.
El cochero, receloso, no se había alejado, y se quedó donde estaba para, a través del ramaje, poder ver lo que ocurriese, suponiendo a su dueño protagonista de una escena cuyas consecuencias quizá fuesen fatales.
Lento el paso, Felipe y De Charny se internaron en el bosque, y cinco minutos después no se veía ni su sombra ni se oían sus pisadas en la hojarasca. Fue Felipe, quien, por ir delante, encontró el sitio que le pareció propicio: un claro en el bosque y el suelo duro y sin troncos, y alrededor un cinturón de árboles por el que escasamente penetraba el sol.
—Si no opináis lo contrario, monsieur de Charny —dijo Felipe—, me parece que este es un buen sitio.
—Excelente, monsieur —contestó De Charny, quitándose la casaca.
Felipe se quitó igualmente la suya, la dejó a un lado junto con el sombrero y desenvainó.
—Monsieur —dijo De Charny, con la espada todavía en la vaina—, a cualquier otro que no fuerais vos, le diría: «Caballero, una palabra, no de excusa, sino de cortesía, ofreciéndole incluso una reconciliación…», pero a un valiente que viene de América, de un país donde el batirse está a la orden del día, no me es posible…
—También a cualquier otro, yo le diría: «Monsieur, quizá he cometido un error», pero al valiente marino que la otra noche fue la admiración de la corte por un glorioso hecho de armas, yo no puedo, monsieur de Charny, decirle más que esto: «Señor conde, hacedme el honor de poneros en guardia».
El conde saludó y desenvainó.
—Monsieur —dijo De Charny—, creo que ninguno de los dos ha tenido el valor de precisar el verdadero motivo de nuestra rivalidad.
—No os comprendo, conde.
—Bah, me comprendéis perfectamente, y como venís de un país en el que no se sabe qué es la mentira, habéis enrojecido al decir que no me comprendéis.
—En guardia —repitió Felipe.
Cruzaron los aceros, y desde el primer momento Felipe advirtió que tenía sobre su adversario una notable superioridad, y esa ventaja, en lugar de estimularle, pareció que le frenase, sintiendo como si en vez de combatir en duelo se ejercitase en una sala de armas y tuviera en la punta de la espada el botón de los floretes. Y como se limitaba a parar, sin atacar una sola vez cuando ya llevaban más de un minuto cruzándose las espadas. De Charny levantó la suya sobre su cabeza, interrumpiendo momentáneamente el ataque y exclamó:
—Según veo, no me consideráis digno adversario. ¿Podéis decirme qué os proponéis?
Al silencio de Felipe, De Charny, con una ágil finta, se tiró a fondo sobre él, pero De Taverney desvió la espada adversaria con un contraataque todavía más rápido que la finta, sin que, no obstante, se aprovechase de su ventaja al dejarle al descubierto.
De Charny era más joven, y más fogoso sobre todo; se sentía avergonzado, la sangre le bullía ante la calma de su enemigo, y trató con palabras, puesto que no podía con la espada, de humillar aquella calma.
—Os decía que ni vos ni yo hemos precisado la verdadera causa de este duelo.
Felipe no contestó.
—Y voy a decírosla: me habéis provocado intencionadamente, sin otra razón que los celos que sufrís.
Felipe le oyó sin pestañear.
—Decidme —dijo De Charny, más acalorado cuanto mayor la frialdad de Felipe—, ¿qué juego es el vuestro, monsieur de Taverney? ¿Tenéis la intención de fatigarme? Sería un procedimiento indigno de vos. Matadme si podéis, pero matadme atacando.
Felipe contestó ahora:
—Sí, vuestra acusación es justa. Planeé el duelo, pero me he equivocado.
—Eso ya no importa, monsieur; tenéis la espada en la mano; servíos de ella para algo más que parar, y si no queréis atacar, defendeos al menos.
—Monsieur —repuso Felipe—, tengo el honor de deciros por segunda vez que me he equivocado y que me arrepiento.
Cegado por la ira, De Charny no podía comprender la generosidad de su adversario, y lo tomó a ofensa.
—Ya, ya, comprendo; queréis alardear de magnanimidad. ¿No es eso, caballero? Y pensáis que esta noche o mañana podréis decir a algunas damas que me habéis vencido en duelo y que me habéis perdonado la vida.
—Señor conde —dijo Felipe—, temo que os estáis volviendo loco.
—Vos queréis matar al conde de Cagliostro para complacer a la reina. Y para satisfacerla más, deseo que también me matéis a mí, pero no por medio del ridículo.
—¡Basta ya! Habéis hablado demasiado —rugió Felipe—, y para demostrarme que vuestro corazón no es tan generoso como yo creía.
—¡Atravesad, pues, este corazón! —dijo De Charny, descubriéndose en el momento en que Felipe paraba un ataque rápido y se tiraba a fondo.
La espada resbaló sobre un costado de De Charny, abriendo un surco de sangre bajo la fina camisa.
—¡Por fin! —exclamó De Charny, gozoso—. ¡Estoy herido! Si ahora os mato, habré jugado un hermoso papel.
—Decididamente —dijo Felipe—, os habéis vuelto loco; no me mataréis, y habréis desempeñado un vulgar papel, porque habréis sido herido sin motivo ni provecho, pues nadie sabe por qué nos hemos batido.
De Charny atacó con un golpe recto tan rápido que esta vez Felipe sólo tuvo tiempo de pararlo, pero en el acto, con una agilidad felina, simultáneas casi, lanzó dos estocadas, y la espada de De Charny voló y cayó a diez pasos de su adversario.
Y antes de que De Charny pudiera recogerla, Felipe la rompió en dos partes.
—Monsieur de Charny, ya no tenéis que probarme que sois valiente. ¿Tanto me detestáis que sólo habéis deseado batiros conmigo?
De Charny no respondió, y se le veía extremadamente pálido.
Felipe le miró durante unos segundos, esperando una confesión o una negativa.
—Está bien, señor conde —dijo—. Veo que seguimos enemistados.
De Charny vaciló. Felipe se acercó para sostenerle, pero el conde rechazó su mano.
—Gracias —dijo—, espero poder andar hasta el coche.
—Tomad este pañuelo para contener la sangre.
—Gracias.
—Y mi brazo, monsieur, pues un tronco o un bache bastaría para que cayeseis, lo que podría agravar vuestra herida.
—La espada ha entrado en la carne, pero no ha llegado al pecho.
—Mejor, monsieur.
—Espero curar pronto.
—Mejor, mejor… si soñáis curaros pronto para reanudar el duelo, os anuncio que ya no encontraréis en mí al adversario.
De Charny quiso responder, pero las palabras murieron en sus labios, y Felipe, al verle vacilar, sólo tuvo tiempo de recogerlo en sus brazos. Lo levantó como si fuese un niño y medio desvanecido lo llevó hasta su carroza, pero Delfín, habiendo visto a través de los árboles lo que pasaba, abrevió el camino, yendo al encuentro de su amo. Ya en el coche, De Charny miró a Felipe con una expresión de gratitud.
—Id al paso, cochero.
—¿Y vos, monsieur? —murmuró el herido.
—No os inquietéis por mí.
Le saludó y cerró la portezuela, sin moverse hasta que el coche desapareció por una de las curvas de la avenida; luego siguió el camino que le llevaría directamente a París. Antes, sin embargo, al mirar una vez más hacia la dirección que llevaba el coche, vio que en lugar de volver, como él, a París, tomaba el camino de Versalles. Felipe se quedó pensativo, y luego pronunció tres únicas palabras, sentidas como si le nacieran del corazón:
—Ella le compadecerá.