A la mañana siguiente, antes de desayunar y gracias a la actividad de Ducorneau, la embajada había salido de su letargo. Librerías, carteras, escritorios, los caballos relinchando en la cuadra… Todo indicaba la vida allí donde la víspera todavía no se sentía más que la insensibilidad y la parálisis.
Se había esparcido con rapidez el rumor en el distrito de que un gran personaje muy experimentado en negocios había llegado de Portugal aquella noche. Y ese rumor, que debía favorecer a nuestros tres bribones, les resultaba una fuente de sustos cada vez mayores.
En efecto, la policía de Crosne y la de Breteuil tenían orejas muy sensibles, y se guardarían de cerrarlas en un asunto tan singular; tenían también los ojos de Argos, que tampoco se cerrarían cuando se tratase de los señores diplomáticos de Portugal.
Pero don Manoel le hizo ver a Beausire que con audacia impedirían los registros de la policía, si se hacían sospechosos antes de los ocho días; las sospechas no llegarían a ser certidumbre antes de quince, y, por lo tanto, antes de diez días, como término medio, nada estorbaría los planes de la asociación, la cual, para obrar eficazmente, debería terminar sus operaciones antes de los seis días.
Casi no había amanecido cuando dos carruajes de alquiler descargaban el equipaje de los nueve tipos destinados al personal de la embajada.
Fueron instalados rápidamente; mejor dicho: los distribuyó Beausire. Uno junto a la caja fuerte, otro en los archivos, un tercero reemplazó al suizo, al cual Ducorneau despidió porque no sabía portugués. El palacio quedó, pues, en poder de esa patulea que debía evitar la entrada de cualquier intruso.
Naturalmente, la policía es un intruso repelente para los que andan zancadilleando a la ley.
Hacia el mediodía, don Manoel, o sea, De Souza, vestido como era de rigor en un representante de Su Majestad portuguesa, subió en una carroza que Beausire había alquilado por ciento cincuenta libras al mes, pagando quince días adelantados. Se dirigió a la joyería Boehmer y Bossange acompañado de su secretario y su ayuda de cámara.
El canciller recibió la orden de despachar como de costumbre, en ausencia del embajador, todos los asuntos relativos a pasaportes e indemnizaciones, con atención en estos últimos casos de no saldar cuentas más que con el consejo del señor secretario.
Los caballeros querían guardar intacta la cantidad de las cien mil libras, base fundamental de la operación.
Se le dijo al señor embajador que los joyeros de la corona vivían en el muelle de Ecole, donde hicieron su entrada hacia la una de la tarde. El ayuda de cámara llamó discretamente a la puerta del joyero, protegida por macizos cerrojos y tachonada como la puerta de una prisión.
El arte había dispuesto los clavos de manera que formaban dibujos más o menos agradables, pero lo importante era constatar que no había barrena, sierra o lima que pudieran morder un trozo de madera sin romperse un diente en un trozo de hierro.
Un postigo chirrió al abrirse y una voz preguntó al ayuda de cámara quiénes eran.
—El señor embajador de Portugal quiere hablar con Boehmer y Bossange.
Una figura apareció al instante en el primer piso; después se oyeron unos pasos precipitados en la escalera, y la puerta se abrió.
El embajador descendió del carruaje con una noble lentitud.
Beausire se había apeado antes para ofrecer su brazo a Su Excelencia.
El hombre que avanzaba con tanto apresuramiento para recibir a los dos portugueses era el mismo Boehmer, quien al oír que se detenía un carruaje miró por los cristales, y al oír la palabra «embajador» se lanzó por las escaleras para no hacer esperar a Su Excelencia.
El joyero se confundió en excusas mientras el embajador avanzaba hacia él.
Beausire notó que detrás de ellos, una vieja y corpulenta sirvienta corría cerrojos y pasaba llaves, pues era un lujo de cerraduras lo que defendía la puerta de la calle.
Beausire observaba todo esto con mucha atención, cuando Boehmer le dijo:
—Monsieur, perdonad, pero estamos tan expuestos en nuestra desgraciada profesión que todas las precauciones son pocas.
El embajador escuchaba impasible, y Boehmer le repitió la explicación que mereció una sonrisa de Beausire. Pero el embajador siguió sin pestañear.
—Perdonad, señor embajador —dijo Boehmer, desconcertado.
—Su Excelencia no habla el francés —dijo Beausire—, y no puede entenderos, monsieur, pero yo le voy a traducir vuestras excusas…, a no ser que vos, monsieur, habléis el portugués.
—No, monsieur, no lo conozco.
—Yo le hablaré por vos.
Y Beausire farfulló algunas palabras portuguesas al embajador, quien le contestó en el más diáfano portugués.
—Su Excelencia, el señor conde de Souza, embajador de Su Majestad Muy Fiel, acepta vuestras excusas, monsieur, y me encarga que os pregunte si es verdad que tenéis todavía en vuestro poder cierto collar de diamantes.
Boehmer levantó la cabeza y miró a Beausire como hombre que sabe calibrar a los clientes.
Beausire sostuvo su mirada con el más irreprochable aplomo.
—¿Un collar de diamantes? —dijo lentamente Boehmer—. ¿Un collar muy hermoso?
—El que ofrecisteis a la reina de Francia —agregó Beausire—, y del cual Su Majestad Muy Fiel ha oído hablar.
—Monsieur —dijo Boehmer—, ¿sois oficial del señor embajador?
—Su secretario particular.
El embajador se había sentado, siempre con su aire de gran monsieur, y miraba las pinturas de los paneles de una bonita habitación que daba al muelle.
Un hermoso sol hacía brillar el Sena, y los primeros álamos mostraban sus primeros renuevos de un verde tierno por encima de las aguas, altas todavía y amarillas por el deshielo.
Don Manoel pasó del examen de las pinturas al del paisaje.
—Monsieur —dijo Beausire—, me parece que no habéis entendido una palabra de lo que os he dicho.
—¿Cómo es eso, monsieur? —respondió Boehmer, un poco aturdido.
—Es que veo que Su Excelencia se impacienta, monsieur joyero.
—Perdón —dijo Boehmer, enrojeciendo—, yo no puedo enseñar el collar sin estar presente mi socio.
—Pues haced venir a vuestro socio.
Don Manoel se aproximó, y con un aire glacial que le prestaba cierta majestad, comenzó en portugués una alocución que hizo curvar varias veces, y respetuosamente, la cabeza de Beausire.
Después se volvió de espaldas y siguió su contemplación del paisaje a través de los cristales.
—Su Excelencia me dice, monsieur, que hace ya diez minutos que espera, y que no tiene costumbre de esperar en ninguna otra parte, ni siquiera en el palacio real.
Boehmer se inclinó, cogió el cordón de una campanilla y tiró de ella. Poco después otro caballero entró en la cámara. Era Bossange, el socio de Boehmer, quien le puso al corriente en dos palabras. Bossange dirigió una mirada a los dos portugueses y acabó por pedir a Boehmer su llave para abrir el cofre fuerte.
«Me parece que estas honradas gentes —pensó Beausire— toman tantas precauciones los unos respecto a los otros como los ladrones».
Diez minutos después, Bossange volvió con un cofrecillo en la mano izquierda, y su mano derecha la escondía bajo el traje. Beausire notó el relieve de dos pistolas.
—Podemos tener buen aspecto —dijo don Manoel, gravemente, en portugués—, pero estos mercaderes nos toman más bien por granujas que por embajadores.
Y miró fijamente a los joyeros para ver si había en el rostro de cada uno la menor emoción, en el caso de que hubieran comprendido el portugués; pero nada, nada…
Lo único que apareció fue un collar de diamantes tan maravillosamente bello que su brillo deslumbraba. Pusieron el cofrecillo en las manos de don Manoel, que, repentinamente, exclamó con cólera, dirigiéndose a su secretario:
—Monsieur, decid a estos tipejos que han abusado de la licencia que tiene un mercader. Me enseñan una falsificación cuando yo pido diamantes. Decidles que me quejaré al ministro de Francia y que en nombre de Su Majestad la reina haré arrojar a la Bastilla a los indeseables que se burlan de un embajador de Portugal.
Diciendo estas palabras, arrojó el cofrecillo sobre el escritorio. Beausire no tuvo necesidad de traducir sus palabras, Boehmer y Bossange se confundieron en excusas, diciendo que en Francia se mostraban modelos de diamantes para satisfacer a las honradas gentes y para no tentar a los ladrones.
Monsieur de Souza hizo un ademán de indignación y marchó hacia la puerta ante los ojos de los angustiados mercaderes.
—Su Excelencia me encarga deciros —prosiguió Beausire— que es lamentable que gentes que ostentan el título de joyeros de la corona de Francia no sepan distinguir a un embajador de un miserable, y Su Excelencia me dice que le despida.
Boehmer y Bossange cruzaron una mirada y se inclinaron, presentando de nuevo sus respetos.
Monsieur de Souza les obligó a apartarse y salió.
Los mercaderes, decididamente preocupados, se inclinaron hasta tocarse casi las rodillas con la cabeza.
Beausire siguió con altivez a su superior.
La vieja abrió los cerrojos de la puerta.
—¡Al palacio de la embajada, calle de la Jussienne! —gritó Beausire al ayuda de cámara.
—¡Al palacio de la embajada, calle de la Jussienne! —gritó el lacayo al cochero.
Boehmer lo oyó a través del postigo.
—Negocio fracasado —gruñó el lacayo.
—Negocio hecho —dijo Beausire—. Dentro de una hora estos idiotas estarán en la embajada.
La carroza arrancó como si tirasen de ella ocho caballos.