Madame de la Motte, que continuaba siendo dueña de sí misma, arrancó al prelado de su ensimismamiento.
—¿Dónde me lleva esta carroza?
—Condesa, no temáis nada; habéis salido de vuestra casa y a vuestra casa volvéis.
—¿La del arrabal?
—Sí, condesa… Una casa demasiado pequeña para tantos encantos.
Y el príncipe le cogió una mano imprimiendo un galante beso en el dorso.
La carroza se detuvo delante de la casita y Juana saltó al suelo ágilmente; tratando de apearse, el cardenal se preparaba a imitarla.
—No vale la pena, monseñor —le dijo en voz baja ese demonio femenino.
—¿Cómo? ¿Que no vale la pena pasar algunas horas con vos?
—¿Y dormir cuándo, monseñor?
—Creo que tenéis varios dormitorios en vuestra casa, condesa.
—Para mí, sí.
—¿Y para mí?
—De ninguna manera —dijo con un gesto tan gracioso y provocativo que la negación equivalía a una promesa.
—Adiós, pues —repuso el cardenal, tan interesado en el juego que olvidó la escena del baile.
—Hasta la vista, monseñor.
«Está bien. Es preferible así», se dijo alejándose.
Juana entró sola en su nueva casa. Seis sirvientes, cuyo sueño había interrumpido la aldaba de la puerta, se alinearon en el vestíbulo. Juana los miró a todos con ese aire de superioridad que la fortuna no da a todos los ricos.
—¿Y las camareras?
—Dos de ellas esperan en la cámara, madame.
—Llamadlas.
Dos mujeres aparecieron poco después.
—¿Dónde os acostáis todos los días? —les preguntó Juana.
—Pues… todavía no tenemos un lugar fijo —dijo la de más edad—. Nos acostaremos donde ordene madame.
—¿Las llaves de los apartamentos?
—Aquí están.
—Esta noche dormiréis fuera de casa.
Las mujeres la miraron con sorpresa.
—¿Podéis procuraros alojamiento?
—Sí, madame, pero es un poco tarde; aunque si madame quiere estar sola…
—Vosotros las acompañaréis —agregó la condesa, despidiendo a los criados, más satisfechos todavía que las camareras.
—¿Cuándo tenemos que volver? —preguntó uno de ellos con timidez.
—Mañana a mediodía.
Ellos y ellas se miraron, pero ante la expresión altiva de la condesa se dirigieron a la puerta.
Juana los siguió, los hizo salir, y antes de cerrar la puerta preguntó:
—¿Queda alguien en la casa?
—No, madame, nadie, pero es imposible que madame se quede sola; convendría que se quedase una camarera por si madame necesitase algo.
—No necesito nada. Tomad, para que os divirtáis.
Un murmullo jubiloso de todos y unas palabras de gratitud de unos criados muy educados fue su respuesta, y una reverencia de la mejor escuela doméstica.
Juana los oía más allá de la puerta, diciéndose que la suerte les acababa de proteger con una dueña como no había otra. Cuando ya no los oyó, corrió los cerrojos y exclamó con acento de triunfo:
—¡Sola! Estoy sola aquí, en mi casa.
Encendió un candelabro de tres brazos en el vestíbulo y cerró la puerta de la antesala.
Entonces comenzó una escena muda y singular que hubiera interesado vivamente a uno de esos espectadores nocturnos que las ficciones del poeta han hecho planear por encima de las ciudades y de los palacios. Juana recorría sus estados; admiraba una habitación tras otra, donde el menor detalle adquiría a sus ojos un inmenso valor desde el momento en que el egoísmo del propietario había reemplazado la curiosidad del espectador.
El apartamento tenía el suelo de tabla y estaba regiamente amueblado, lo mismo los dos comedores que los salones y el gabinete de recepción.
El mobiliario no era tan ostentoso como el de la Guimard, ni tan coquetón como el de los amigos de monsieur de Soubise, pero tenía distinción, aunque nada era nuevo. La casa le había gustado menos a Juana si se hubiera amueblado la víspera expresamente para ella.
Estas riquezas antiguas, desdeñadas por las damas esclavas de la moda; estos maravillosos muebles de ébano tallado; estas arañas y girándulas de cristal, cuyos dorados brazos despedían brillantes lirios de fuego; estos relojes góticos, obras maestras de orfebrería y de esmalte; estos biombos bordados con figuras chinescas; estos enormes jarrones del Japón llenos de flores exóticas; estas puertas en grisaille[55], o en color de Boucher, o de Watteau, proporcionaban a la nueva propietaria un indecible éxtasis.
Aquí, sobre una chimenea, dos tritones dorados surgían de los haces de coral, a cuyas ramas se enroscaban como los frutos de todas las fantasías de la joyería de la época. Más lejos, en una consola de madera dorada y sobre un blanco mármol, un elefante de un verde claro, con las orejas adornadas con unas arracadas de zafiro, tenía en el lomo una torre llena de perfumes y de pomos de esencias.
Libros femeninos dorados y con arabescos de oro en los ángulos, brillaban en la librería de palo de rosa.
Un mueble de finas tapicerías de los gobelinos[55a], obra maestra de paciencia que había costado cien mil libras sólo en manufactura, llenaba un pequeño salón gris y oro, donde cada panel era una tela oblonga pintada por Vernet o por Greuze. En el gabinete de trabajo había los mejores retratos de Chardin y las mejores terracotas de Clodion.
Todo atestiguaba no el apresuramiento que un nuevo rico pone en satisfacer su fantasía o la de su dueña, sino el largo y paciente trabajo de aquellos ricos de otros tiempos que a los tesoros heredados agregaban los tesoros que heredarían sus hijos.
Juana examinó primero el conjunto, y luego se detuvo en cada habitación, fijándose en todos los detalles. Y como el dominó la estorbaba y el corsé la oprimía, entró en su dormitorio, se desnudó y se puso un peinador de seda acolchada, una prenda que nuestras madres, poco escrupulosas cuando se trataba de poner un nombre a la ropa íntima, le pusieron uno que no nos decidimos a escribir.
Medio desnuda, con sólo la falda de satén que acariciaba su seno y su talle, sus finas y nerviosas piernas envueltas, subió ágilmente las escaleras con la luz en la mano. Familiarizada con la soledad, segura de que no la esperaba la impertinente mirada de un criado, iba de una habitación a otra, dejando flotar al viento que se escurría por debajo de las puertas su fino peinador de seda, que se levantaba diez veces en diez minutos sobre su bien torneada rodilla.
Y cuando al abrir un armario levantaba los brazos, cuando el vestido, resbalando, dejaba ver la blanca turgencia del hombro hasta el nacimiento del brazo, que doraba un rutilante reflejo de luz familiar a los pinceles de Rubens, entonces los espíritus invisibles, ocultos tras las tapicerías, o detrás de los paneles, debían de regocijarse por tener en su posesión una seductora huésped que creía poseerles.
Después de ese ir y volver, agotada, rendida, con las tres cuartas partes de su bujía consumidas, volvió a entrar en su dormitorio, cuyas paredes estaban formadas de un satén azul con encajes.
Ya lo había visto todo, contado todo, acariciado todo con la mirada y con el tacto; no le quedaba más que admirarse a sí misma.
Dejó ir la bujía sobre un velador de Sevres en la galería, y de pronto sus ojos se detuvieron en un Endimión[56] de mármol, delicada y voluptuosa figura de Bouchardon que se inclinaba ebrio de amor sobre un pedestal de púrpura, de un rojo oscuro.
Juana cerró la puerta y los postigos de su cámara, corrió los cortinajes y volvió a la estatua, devorando con los ojos ese hermoso amante de Diana que, dándole el último beso, se remontaba hacia el cielo con él.
El fuego, reducido a brasa, caldeaba esta cámara donde todo vivía, excepto el placer.
Juana sentía sus pies hundirse dulcemente en la blanda alfombra; sus piernas vacilaban y se le doblaban; una languidez que no era fatiga ni sueño invadía su pecho y sus párpados con la delicadeza de una caricia amante, mientras que un fuego que no era el calor del hogar subía desde sus pies a su cuerpo e inyectaba en sus venas la viva electricidad que en la bestia se llama placer y en el hombre amor.
En este momento de extrañas sensaciones, Juana se vio a sí misma en un espejo que había en un panel, detrás de Endimión. Su vestido se había deslizado de sus hombros sobre la alfombra. La seda, arrastrada por el satén, había descendido hasta la mitad de los brazos blancos y redondos.
Dos ojos negros, dulces y voluptuosos, brillantes de deseo, los ojos de Juana, golpearon a Juana en lo más profundo del corazón. Se veía bella, joven y ardiente, y se confesaba que en todo lo que la rodeaba, nada, ni siquiera el mismo Endimión, era digno de ser amado. Se acercó al mármol para ver si Endimión se animaba y si antes la criatura mortal desdeñaría a la diosa.
Este transporte la embriagó; inclinó la cabeza hacia un lado con estremecimientos desconocidos; apoyó los labios sobre su propia carne palpitante, y como no había dejado de mirar ávidamente los ojos que la llamaban desde el cristal, su languidez se fue acentuando, un hondo suspiro pareció que le vaciase el pecho, y terminó cayendo casi inerte en el lecho…