Capítulo XXII

La Ópera, ese templo del placer de París, se incendió en el mes de junio del año 1781.

Veinte personas murieron en la catástrofe, y como dieciocho años después se repitió el mismo fatídico acontecimiento, el emplazamiento habitual de la Ópera pareció como una fatalidad que truncaba las alegrías parisienses, y el rey ordenó que se construyese el nuevo edificio en un distrito menos céntrico.

Para los vecinos fue una constante preocupación que esta ciudad de tela y de madera, de cartón y de pinturas, no corriese ningún riesgo. La Ópera indemne consolaba el corazón de los financieros y de las gentes de calidad e igualaba los rangos y las fortunas. La Ópera ardiendo podía destruir un distrito, la ciudad entera. No se necesitaba más que un viento caprichoso.

El emplazamiento elegido fue la puerta de Saint-Martin. El rey, apenado al ver que su ciudad de París iba a quedarse sin Ópera durante mucho tiempo, se entristeció como cuando la llegada del grano se retrasaba o el pan sobrepasaba en siete soles las cuatro libras.

Habría que ver a la vieja nobleza, a la abogacía, al ejército y a la finanza desorientados por ese vacío; era penoso ver errar por los paseos a las divinidades sin asilo, desde el director de danza hasta la ilustre cantatriz.

Para consolar al rey, y también a la reina, se presentó a Sus Majestades un arquitecto, Lenoir, que prometía montes y montañas. El insigne caballero tenía proyectos inéditos, y un sistema de circulación tan perfecto que, incluso en caso de incendio, nadie se quedaría asfixiado en los pasillos. Habría ocho puertas para los que quisieran huir, y en el primer piso habría cinco ventanales tan bajos que hasta los más timoratos podrían saltar al bulevar sin mayor peligro que el romperse una pierna.

Para reemplazar la bella sala de Moreau y las pinturas de Durameaux, Lenoir había imaginado un edificio de ochenta y seis pies sobre el bulevar; una fachada con ocho cariátides adosadas a los pilares, tres puertas de entrada, ocho columnas, un bajorrelieve sobre los capiteles, un balcón y tres ventanas con archivoltas.

El escenario tendría treinta y seis pies de ancho, y la sala setenta y dos pies de profundidad y ochenta y cuatro de muro a muro. Los vestíbulos se embellecerían con espejos y la decoración sería sobria, pero noble.

A lo ancho de la sala, debajo de la orquesta, Lenoir dedicaría un espacio de doce pies para dos cuerpos de bombas contra incendios, a las que se destinarían veinte guardias.

Para coronar su obra, el arquitecto pedía setenta y cinco días y setenta y cinco noches, ni una hora más ni una hora menos, asegurando que al siguiente día del plazo fijado se abrirían las puertas al público, lo que pareció una fantasía que provocó la hilaridad de todo París, pero el rey hizo cálculos con Lenoir, y se empezaron las obras con la venia real.

Lenoir pisaba firme, y el edificio quedó terminado en la fecha prometida.

Pero entonces el público, que nunca está satisfecho ni se cree seguro, empezó a propalar que la sala tenía un armazón previo, que era el único medio de construir de prisa, y que la celeridad no era una garantía, y por consiguiente la Ópera nueva no era sólida. Este teatro, por el que se había suspirado tanto, que los curiosos habían visto subir palmo a palmo; este monumento que todo París había visto crecer día tras día, pensando cada ciudadano en cuál sería su silla de abono, se encontró en que nadie quiso entrar en él, en cuanto fue acabado. Los más audaces, los locos, sacaron los billetes para la primera representación de Adéle de Ponthieu, con música de Piccini, pero al mismo tiempo hicieron testamento.

El arquitecto, desolado, recurrió al rey, quien le dio una idea.

—Los holgazanes que hay en Francia —dijo Su Majestad— son los que pagan, son los que quieren daros diez mil libras de renta y dejarse asfixiar en la apretura, pero no quieren arriesgarse a morir ahogados bajo los techos ante el peligro de que se desplomen. Dejad esas gentes e invitad a los valientes que no pagan. La reina me ha dado un Delfín. La ciudad nada en alegría. Haced anunciar que en regocijo por el nacimiento de mi hijo, la Ópera se abrirá con un espectáculo gratuito, y si dos mil quinientas personas amontonadas, es decir, un promedio de tres mil cien libras no os bastan para probar la solidez, pedid a todos estos hombres alegres que se muevan un poco. Vos sabéis, amigo Lenoir, que el peso se quintuplica cuando cae desde cuatro pulgadas. Vuestros dos mil quinientos valientes pesarán quinientas mil libras si vos los hacéis bailar. Dad, pues, un baile después del espectáculo.

—Gracias, Sire —dijo el arquitecto.

—Pero antes reflexionad que será mucho peso.

—Sire, tengo plena confianza en mi obra, y yo iré a ese baile.

—Y yo —repuso el rey— os prometo que asistiré a la segunda representación.

El arquitecto siguió el consejo del rey. Se representó Adela de Ponthieu ante tres mil plebeyos que aplaudieron más que sus reyes. Estos plebeyos aceptaron de buen grado bailar después del espectáculo, y se divirtieron a sus anchas, y dieron un peso diez veces mayor en lugar de cinco, y no tembló ni una lámpara, ni un atril.

Si se hubiere temido alguna desgracia, habría tenido que ocurrir en las representaciones siguientes, cuando los nobles invadieron la sala, y no pasó nada, para la gloria de Lenoir. Y ahora, tres años después de su apertura, se dirigían al baile de la Ópera el cardenal de Rohan y Juana de la Motte.

Este preámbulo se lo debíamos a nuestros lectores. Ahora volvamos a nuestros personajes.