El bosquejo que hemos procurado hacer, en el anterior capítulo, del tiempo en que se vivía y de los hombres de los cuales se ocupaban en este instante, puede justificar a los ojos de nuestros lectores ese empeño inexplicable de los parisienses por el espectáculo de las curas conseguidas públicamente por Mesmer.
También el rey Luis XVI, que tenía, si no curiosidad, aprecio por las novedades que hacían furor en su amada ciudad de París, había complacido a la reina, con la condición de que la augusta dama iría acompañada de una princesa; el rey, digo, había permitido a la reina ir a ver por una vez lo que todo el mundo ya había visto.
Sucedió a los dos días de la visita que el cardenal de Rohan había hecho a Juana de la Motte.
El tiempo era más suave y el deshielo había llegado. Un ejército de barrenderos, felices y orgullosos de acabar con el invierno, apaleaban, con el ardor del soldado que abre una trinchera, las últimas nieves pisoteadas y fundidas en sucios arroyos.
El cielo, azul y límpido, se iluminaba con las primeras estrellas cuando madame de la Motte, vestida elegantemente, con todas las apariencias de la riqueza, llegó en un coche de alquiler que el ama Clotilde había procurado fuera el más nuevo, y se detuvo en la plaza de la Vendóme, frente a una imponente mansión cuyas altas ventanas estaban espléndidamente iluminadas.
Era la mansión del doctor Mesmer.
Además del coche de alquiler de Juana de la Motte, había delante de esta casa buen número de carruajes y de sillas; y además, doscientos o trescientos curiosos golpeaban con los pies el helado pavimento y esperaban la salida de los enfermos curados o la entrada de los enfermos que se iban a curar.
Estos, casi todos ricos y aristócratas, llegaban en sus carruajes con sus escudos de armas, se hacían bajar y llevar por lacayos, y estos coolies de nueva especie, envueltos en pieles o en mantos de satén, no eran un pequeño consuelo para los desgraciados, hambrientos y medio desnudos, que venteaban a la puerta esta prueba evidente que Dios hace a los hombres sanos o enfermos, sin consultar su árbol genealógico.
Cuando uno de estos enfermos, de tez pálida y miembros lánguidos, había desaparecido por la gran puerta, un murmullo salía de los asistentes, y era raro que ese gentío curioso y poco inteligente, que veía juntarse a la puerta de los bailes o bajo los pórticos de los teatros toda esa aristocracia ávida de placeres, no reconociese a tal duque paralizado de un brazo, o de una pierna, a tal mariscal de campo cuyos pies se negaban a servirle, más que a causa de las fatigas de la marcha militar a causa de la obesidad conquistada en las casas de las damas de la ópera o de la comedia italiana.
Hay que decir que las investigaciones del gentío no se detenían solamente en los hombres.
También esta mujer que se veía pasar en brazos de sus «archiduques», la cabeza colgando y la mirada sin brillo, como las damas romanas que se apoyaban en sus esclavos de Tesalia, después de las comidas; esta dama, aquejada de dolores nerviosos, o debilitada por los excesos y las veladas, y que no había podido ser curada o resucitada por los comediantes de moda o los ángeles vigorosos de los cuales la Dugazon podía hacer tan maravillosos relatos, acudía a pedir a la cubeta de Mesmer lo que había buscado vanamente en otras partes.
Y no se crea que exageramos a placer el envilecimiento de las costumbres. Es preciso confesar que en esa época habían sido asaltadas por la corrupción lo mismo las damas de la corte que las mujeres de teatro. Estas quitaban a las señoras del gran mundo sus amantes y sus maridos, y las otras robaban a las mujeres de teatro sus camaradas y sus «primos» a la moda de Bretaña.
Algunas de estas damas eran tan conocidas de los hombres y sus nombres circulaban entre el gentío de una forma tan ruidosa, que muchas, tratando de evitar esta noche al menos el ruido y la publicidad, iban a casa de Mesmer con el rostro cubierto por una máscara de seda.
Este día, que marcaba la mitad de la Cuaresma, había baile de máscaras en la Ópera (3), y estas damas no contaban con abandonar la plaza de la Vendóme más que para trasladarse inmediatamente al Palais-Royal.
Por entre ese gentío, quejicoso y burlón, entre frases de admiración y sobre todo de murmullos, la condesa de la Motte cruzó erguida y firme, con su máscara puesta y no dejando otras huellas de su paso que esta frase repetida de boca en poca: «Esa no debe de estar muy enferma».
Sin embargo, esta frase no implicaba la ausencia de comentarios, pues si madame de la Motte no estaba enferma, ¿qué buscaba en casa de Mesmer?
Si la multitud estuviese, como nosotros, al corriente de los acontecimientos que acabamos de contar, hubiera encontrado muy simple este incidente.
En efecto, madame de la Motte tenía necesidad de reflexionar con detenimiento sobre sus futuras relaciones con el cardenal de Rohan, y sobre todo había despertado su curiosidad la particular atención que el cardenal había prestado al tarjetero, olvidado o perdido en su casa.
Y como en el nombre de la propietaria se reunía toda la revelación del súbito y gracioso cambio del cardenal, Juana de la Motte había elegido dos medios para llegar a conocer ese nombre. Primero recurrió al más simple. Fue a Versalles para informarse sobre la Oficina de Caridad de las damas alemanas, y es obvio decir que no recogió ninguna información.
Las damas alemanas que vivían en Versalles eran muchas a causa de la simpatía que la reina sentía por sus compatriotas; su número oscilaba entre ciento cincuenta o doscientas. Todas eran muy caritativas, pero ninguna conocía la existencia de una Oficina de Caridad.
Juana había, pues, pedido inútilmente información sobre las dos damas que habían ido a visitarla; había dicho inútilmente; que una de ellas se llamaba Andrea. No se conocía en Versalles ninguna dama alemana con este nombre, por cierto muy poco germano. La búsqueda, pues, no había aportado ningún resultado satisfactorio.
Preguntar directamente al príncipe de Rohan el nombre que sospechaba, era dejarle ver que se tenía idea sobre él; y a continuación retirar el placer y el mérito de un descubrimiento hecho a pesar de todo el mundo y fuera de todas las posibilidades.
Ya que había algo misterioso en la visita de estas damas a casa de Juana, algo misterioso en los asombros y en las reticencias de monsieur de Rohan, era preciso llegar a saber el nombre de tantos enigmas.
No había por otra parte una atracción más poderosa para el carácter de Juana que la lucha con lo desconocido. Había oído decir que en París, desde hacía algún tiempo, un iluminado hombre que hacía milagros había encontrado el medio de expulsar del cuerpo humano las enfermedades y los dolores, como Cristo expulsaba los demonios del cuerpo de los poseídos.
Ella sabía que ese hombre no sólo curaba los males psíquicos, sino que arrancaba del alma el doloroso secreto que le minaba. Se había visto, bajo su poderoso conjuro, relajarse dócilmente la voluntad atenazada de sus clientes.
Así, en el sueño que sucedía a los dolores cuando el sabio médico había calmado el organismo más irritado, hundiéndolo en un olvido completo, el alma, feliz con el reposo que debía a su encantador, se sometía a la voluntad de su nuevo dueño, quien dirigía desde ese momento todas las operaciones, manejaba todos los hilos; también cada pensamiento de esa alma reconocida se le aparecía transmitido en una lengua que tenía sobre el idioma humano la ventaja o la desventaja de que nunca mentía.
Bien pronto, saliendo del cuerpo que le servía de prisión a la primera orden del que momentáneamente la dominaba, esa alma socorría al mundo, se mezclaba con las restantes almas, las sondeaba, las registraba despiadadamente, y la beneficiaba tanto como el perro de caza que hace salir a la presa de la madriguera donde se esconde creyéndose segura. Esa alma, digo, acababa por hacer salir un secreto del corazón donde estuviese enterrado y terminaba por llevarla a los pies del maestro. Imagen bastante fiel del halcón que amaestrado por el halconero lleva a su redil a la perdiz o a la alondra designadas de antemano.
De ahí la revelación de una cantidad de secretos maravillosos.
Madame de Duras había encontrado de esta suerte un niño robado en su infancia; madame de Chantone, un perro inglés que tendría el tamaño de un puño y por el que ella habría dado todos los niños de la tierra, y monsieur de Vaudreuil un bucle por el que habría dado la mitad de su fortuna.
Todo esto se había logrado por medio de videntes masculinos o femeninos, después de las operaciones magnéticas del doctor Mesmer.
Así podía uno ir a buscar, en la casa del ilustre doctor, los secretos más idóneos para ejercer esta facultad de adivinación sobrenatural, y Juana de la Motte confiaba, luego de asistir a una sesión, en encontrar al fénix de sus curiosas búsquedas y descubrir por su mediación a la propietaria del tarjetero que era el objeto de sus más vivas preocupaciones. Por esa razón se mezcló con los enfermos que aguardaban en la sala. Si nuestros lectores nos lo permiten, vamos a ofrecerles una minuciosa descripción del consultorio.
El apartamento se dividía en dos salas. Cuando se había cruzado el vestíbulo y exhibido el permiso necesario al servicio, se era admitido en un salón, donde las ventanas, herméticamente cerradas, interceptaban la luz y el aire, durante el día, y el ruido y el aire durante la noche.
En el centro del salón y junto a un candelabro cuyas bujías daban muy poca luz había una cubeta cerrada por una tapa y sin ningún adorno. Era lo que llamaban la cubeta de Mesmer. ¿Qué misterio encerraba? Nada más simple de explicar. Estaba casi llena de agua, con unos principios sulfurosos, y esa agua concentraba sus miasmas para saturar las botellas colocadas metódicamente en el fondo de la cubeta y en posiciones diferentes. Había cruces de corrientes misteriosas bajo la influencia de las cuales los enfermos buscaban su curación.
A la tapa estaba soldado un anillo de hierro sosteniendo una cuerda cuyo cometido vamos a conocer dirigiendo una mirada a los enfermos. Estos, que hemos visto entrar hace un momento en el hotel, estaban pálidos y languidecientes, sentados en sillones colocados alrededor de la cubeta. Hombres y mujeres mezclados, indiferentes, serios e inquietos, esperaban el resultado de la prueba.
Un doméstico, cogiendo el extremo de esa cuerda atada a la tapa de la cubeta, la hacía dar vueltas alrededor de los miembros enfermos, de tal suerte que todos, ligados por la misma cadena, percibiesen al mismo tiempo los efectos de la electricidad contenida en el recipiente.
Luego, a fin de no interrumpir ninguno de ellos la acción de los fluidos animales, transmitidos y modificados para cada naturaleza, los enfermos tenían cuidado, obedeciendo la recomendación del doctor, de tocarse el uno al otro con el codo, o con el hombro, o con los pies, por lo que la cubeta salvadora enviaba simultáneamente a todos los cuerpos su calor y su poderosa regeneración.
La verdad es que era un curioso espectáculo esta ceremonia médica, y no es raro que excitase la curiosidad parisiense.
Veinte o treinta enfermos, alineados alrededor de este recipiente; un criado, mudo como los asistentes, enlazándolos con una cuerda como Laocoonte y sus hijos[47] en los anillos de sus serpientes; después, este mismo hombre se retiraba con paso furtivo, señalaba a los enfermos las varillas de hierro que se ajustaban a ciertos agujeros de la cubeta y que debían servir de conductores más inmediatamente localizados para la acción saludable del fluido mesmeriano.
Desde el primer momento en que la sesión se iniciaba, cierto calor suave y penetrante comenzaba a circular por el salón, relajando las fibras un poco contraídas de los enfermos; crecía por grados del suelo al techo, y pronto se cargaba de perfumes delicados, bajo el vapor de los cuales se inclinaban, embotados, los cerebros más rebeldes.
Entonces se veía a los pacientes abandonarse a la impresión voluptuosa de la atmósfera, y de pronto una música apaciguadora y melodiosa, ejecutada por instrumentos y músicos invisibles, se extendía como una dulce llama en medio de esos perfumes y ese calor.
Pura como el cristal, al borde del cual nacía, la música golpeaba los nervios con un poder irresistible. Se hubiera dicho uno de esos ruidos misteriosos y desconocidos de la naturaleza que asombran y encantan a los mismos animales; una ráfaga de viento en las espirales sonoras de las rocas.
Luego, a los sones de esa orquesta, se unían voces armoniosas, agrupadas como un macizo de flores y cuyas notas, esparcidas como las hojas, caían sobre la cabeza de los asistentes.
En todos los rostros, que la sorpresa había animado primero, se pintaba poco a poco la satisfacción física que acariciaba todos los lugares sensibles. El alma cedía, salía del refugio donde se había ocultado cuando los males del cuerpo la sitiaban, y se dilataba, libre y gozosa, por todo el organismo; informaba a la materia y se transformaba.
Este era el momento en que cada uno de los enfermos había cogido una de las varillas de hierro sujetas a la cubierta de la cubeta, y dirigiendo la varilla sobre su pecho, su corazón o su cabeza, el lugar más acusado de la enfermedad, trataban de aliviarse.
Quien se imagine la beatitud, reemplazando en todos los rostros al sufrimiento y la ansiedad; quien se represente la relajación sensual de estas satisfacciones que absorben, el silencio, entrecortado de suspiros, que pesaba sobre la asamblea, tendrá la idea más exacta posible de la escena que acabamos de esbozar.
Ahora algunas palabras más sobre los actores, los cuales se dividían en dos clases. Los unos, enfermos poco cuidadosos de lo que se llama el respeto humano, limitado y venerado por gentes de condición mediocre, pero siempre traspasado por los muy grandes o por los muy pequeños, los unos, decíamos, verdaderos actores, no habían acudido al salón más que para ser curados, y procuraban con todo su corazón conseguirlo.
Los otros, estáticos o simples curiosos, al no sufrir ninguna enfermedad, habían entrado en la casa de Mesmer como se entra en un teatro, bien porque quisieran comprobar el efecto que se experimentaba cuando se rodeaba la cubeta encantada o bien porque, como simples espectadores, querían observar ese nuevo sistema físico y no se ocupaban más que de contemplar a los enfermos y a los que compartían la curación.
Entre los primeros, entusiastas de Mesmer, consagrados a su doctrina por la gratitud quizá, se distinguía una joven de esbelta figura, de hermoso rostro, de un aspecto un poco extravagante, que sometida a la acción del fluido se aplicaba con la varilla de hierro las dosis más fuertes sobre la cabeza y sobre su epigastrio; esta joven hacía girar sus bellos ojos como si todo languideciese en ella, mientras sus manos temblaban bajo esos primeros nerviosos temblores que indicaban la invasión del fluido magnético.
Cuando su cabeza cayó hacia atrás, sobre el respaldo del sillón, todos los presentes vieron cómo en su pálida frente, en sus labios convulsos y en el bello cuello de mármol se notaba cada vez más rápido el flujo y reflujo de la sangre.
Entonces, de entre los asistentes, muchos de los cuales tenían los ojos fijos con asombro sobre esta joven, dos o tres cabezas se inclinaron la una hacia la otra, comunicándose una idea, extraña sin duda, que redoblaba la atención recíproca de estos curiosos.
Entre estos se encontraba madame de la Motte, que, sin temor de ser reconocida o inquietándose poco por ello, sostenía en la mano la máscara de satén que se había puesto para pasar entre la gente. Por la forma en que se había colocado, se libraba de las miradas. Estaba en pie delante de la puerta, apoyada en una pilastra velada por un cortinaje, y desde allí podía observar sin que la viesen.
Entre todo lo que veía, lo que le parecía más digno de atención era la figura de esta mujer electrizada por el fluido mesmeriano.
En efecto, este rostro la había impresionado de tal manera que desde hacía algunos minutos continuaba en su sitio obsesionada por una aguda avidez de ver y de saber.
«¿Cómo? —se preguntaba sin poder apartar los ojos de la bella enferma—. Es la dama de caridad que vino a mi casa la otra noche, y es la causa del interés que me ha testimoniado monseñor de Rohan».
Y convencida de que no se equivocaba, queriendo aprovechar el azar que le proporcionaba lo que sus búsquedas no habían conseguido, se aproximó. Pero en el mismo instante la joven enferma cerró los ojos, crispó la boca y golpeó el aire débilmente con las manos, unas manos que no eran las manos finas y afiladas y de una blancura de cera que Juana de la Motte había admirado en su casa unos días antes.
El contagio de las crisis fue eléctrica en la mayor parte de los enfermos, cuyo cerebro estaba saturado de fluidos y de perfumes. La excitación nerviosa era compartida. Muy pronto hombres y mujeres, arrastrados por el ejemplo de su joven compañera, comenzaron a lanzar suspiros, murmullos, gritos, agitando brazos, piernas y cabezas, entraron irresistiblemente en este acceso, al cual el maestro había dado el nombre de crisis.
En este momento, un hombre apareció en el salón, sin que nadie lo hubiera visto entrar, sin que nadie pudiera decir cómo había entrado.
¿Salía de la cubeta como Febo-Apolo de las aguas? ¿Era el vapor armonioso y perfumado de la sala que se condensaba? Siempre es él el que se encuentra ahí súbitamente, con su traje lila, su mirada dulce y juvenil, el bello rostro pálido, inteligente y sereno, no desmintiendo el carácter un poco divino de esta aparición.
Tenía en la mano una larga varilla apoyada, o más bien mojada, en la famosa cubeta.
Hizo una señal y las puertas se abrieron; seguidamente aparecieron veinte robustos criados, y cogiendo con hábil rapidez a cada uno de los enfermos, quienes comenzaban a perder el equilibrio sobre sus sillones, los trasladaron en menos de un minuto a la sala vecina.
En el momento en que se realizaba esta operación, la escena se hizo más interesante, sobre todo por la extremada beatitud de la joven convulsa. Juana de la Motte, que se había acercado con los curiosos hasta esta nueva sala destinada a los enfermos, oyó a un hombre que gritaba:
—¡Pero si es «ella», si es «ella»!
—¿Quién es ella? —le preguntó Juana.
De pronto aparecieron dos damas en el fondo de la primera sala, apoyadas la una en la otra y seguidas a cierta distancia de un hombre, que tenía apariencia de un criado de confianza.
El aspecto de estas dos mujeres, el de una de ellas sobre todo, impresionó tanto a la condesa que se les acercó en el mismo momento en que un grito agudo partió de la sala, escapándose de los labios de la joven presa de convulsiones y que arrastraba a todo el mundo a su lado. Inmediatamente, el hombre que había dicho «es ella», y que estaba cerca de la condesa de la Motte, gritó con voz sorda y misteriosa.
—Señores, miradla; ¡es la reina!
—¡La reina! —gritaron varias voces espantadas y sorprendidas, a la vez que Juana se estremecía.
—¡La reina en casa de Mesmer!
—¡La reina en una crisis! —repetían otras voces.
—¡Oh…! Es imposible.
—Mirad —respondía el desconocido con tranquilidad—. ¿Conocéis a la reina, sí o no?
—En efecto —murmuraban la mayoría de los asistentes—, el parecido es increíble.
Juana de la Motte se había puesto la máscara, como todas las mujeres que al salir de casa de Mesmer debían regresar al baile de la Ópera. Ella podía, pues, preguntar sin riesgo.
—Monsieur —interrogó al hombre que lanzaba las exclamaciones, de figura corpulenta, rostro lleno y coloreado, ojos centelleantes y singularmente observadores—, ¿decís que la reina está aquí?
—Sin la menor duda.
—¿Y dónde está?
—Pero si es la joven que veis ahí, sufriendo una crisis tan fuerte que no puede moderar sus actos. Es la reina.
—¿Pero en qué os apoyáis, monsieur, para creer que esa mujer es la reina?
—Esa mujer es la reina, y nada más —replicó secamente el personaje acusador.
Y abandonó a su interlocutora para ir a propagar la nueva entre los demás grupos.
Juana se apartó del espectáculo casi repelente que ofrecía la epiléptica. Pero apenas hubo dado unos pasos hacia la puerta cuando se encontró cara a cara con las dos damas que, esperando que pasasen las convulsiones, miraban con el más vivo interés la cubeta, las varillas de hierro y la cubierta del recipiente.
Al ver Juana el rostro de la de más edad, ahogó un grito.
—¿Qué ocurre? —exclamó esta.
Juana se quitó la máscara.
—¿Me reconocéis?
La dama reprimió un movimiento.
—No, madame —dijo con cierta turbación.
—Pues yo os he reconocido y voy a daros la prueba.
Las dos damas se acercaron la una contra la otra con cierto sobresalto. Juana sacó de su bolsillo el tarjetero con el retrato.
—Os olvidasteis esto en mi casa.
—Y aunque fuese verdad —preguntó la mayor—, ¿por qué tanta emoción?
—Me estremece el peligro que corre aquí Vuestra Majestad.
—Explicaos.
—Antes que nada poneos la máscara, madame.
Y tendió la suya a la reina, que dudaba, pues creía estar a salvo con su tocado.
—Por favor, no se debe perder un instante.
—Hacedlo, madame —aconsejó la que acompañaba a la reina.
La reina se puso maquinalmente la máscara.
—Y ahora venid, venid —pidió Juana.
Y condujo a las dos mujeres hasta la puerta de la calle.
—¿Vuestra Majestad no ha visto a nadie?
—No lo creo. —Mejor.
—Pero me explicaréis…
—Por el momento. Majestad, creed lo que os dice vuestra fiel servidora; corréis aquí el mayor de los peligros.
—¿Cuál es ese peligro?
—Tendré el honor de decírselo a Vuestra Majestad si se digna concederme, para el día que señaléis, una hora de audiencia. Su Majestad puede ser reconocida. No debe permanecer aquí.
Y viendo que la reina estaba impaciente, dijo, volviéndose a la princesa de Lamballe:
—Apoyadme, os lo suplico, para que Su Majestad se vaya inmediatamente de aquí.
La princesa hizo un ademán de súplica, recogiéndolo la reina.
—Vamos, puesto que vos lo queréis.
Después, volviéndose hacia Juana de la Motte, le preguntó:
—¿Me habéis pedido una audiencia?
—Aspiro al honor de dar a Vuestra Majestad la explicación de mi conducta.
—Muy bien. Llevadme ese estuche y preguntad por el portero Laurent; estará prevenido.
Y en la calle, gritó en alemán:
—Kommen Sie da, Weber[48].
Una carroza se acercó en el acto, subiendo a ella las dos damas.
Juana de la Motte continuó en la puerta hasta que perdió de vista el carruaje.
—He hecho lo que debía. Ahora, Juana, piensa, reflexiona…