Capítulo XV

A la mañana siguiente, Juana, sin descorazonarse, comenzó su arreglo personal y el del apartamento.

El espejo le había demostrado que monsieur de Rohan acudiría por poco que él hubiera oído hablar de ella.

Eran las siete y el fuego del salón ardía en todo su esplendor cuando una carroza rodó por la cuesta de la calle Saint-Claude.

Juana no tuvo tiempo de acercarse a la ventana ni de impacientarse. De la carroza descendió un hombre envuelto en un grueso abrigo; después, la puerta de la casa se cerró a su espalda y la carroza se dirigió a una pequeña calle vecina, en espera del regreso del dueño.

Pronto sonó la campanilla, y el corazón de Juana de la Motte batió tan fuerte que los latidos se podían oír.

Pero, avergonzada de ceder a una emoción tan poco razonable, Juana ordenó silencio a su corazón, colocó lo mejor que le fue posible un bordado en la mesa, una partitura nueva en el clavecino y una gaceta en el rincón de la chimenea.

Al cabo de unos segundos, el ama Clotilde le anunció a la condesa:

—La persona que os escribió anteayer.

—Hacedla entrar.

Un paso ligero, zapatos crujientes, un hermoso personaje vestido de terciopelo y seda, alta la cabeza y pareciendo tener la estatura de diez codos, fue lo que vio Juana al levantarse para recibirlo.

Se había sentido impresionada desagradablemente por el «incógnito» guardado por la «persona».

Así, decidiéndose a tomar la ventaja de la mujer que ha reflexionado, preguntó, no con acento de protegida, sino de protectora:

—¿A quién tengo el honor de hablar?

El príncipe miró a la puerta del salón, tras la cual Clotilde había desaparecido.

—Soy el cardenal de Rohan.

A lo que Juana de la Motte, fingiendo enrojecer y confundirse en humildades, respondió con una reverencia digna de hacérsela a los reyes.

Después acercó un sillón, y en lugar de sentarse en una silla, como aconsejaba el respeto, se acomodó en el gran sitial.

El cardenal, viendo que cada uno podía colocarse a su gusto, puso su sombrero sobre la mesa, y mirando cara a cara a Juana, que le contemplaba también, dijo:

—¿Es verdad, mademoiselle…?

Madame —precisó Juana.

—Perdón, lo olvidaba. ¿Es, pues, verdad, madame…?

—Mi marido es el conde de la Motte, monseñor.

—Perfectamente. ¿Gendarme del rey o de la reina?

—Sí, monseñor.

—¿Y vos, madame, decís que sois una Valois?

—Valois, monseñor.

—¡Gran nombre! —dijo el cardenal, cruzando las piernas—. Un nombre raro, extinguido.

Juana adivinó la duda del cardenal.

—Extinguido, no, monseñor, puesto que yo lo llevo y tengo un hermano barón de Valois.

—¿Reconocido?

—No es necesario que sea reconocido, monseñor; mi hermano puede ser rico o pobre, pero no por eso dejará de ser nacido barón de Valois.

Madame, explicadme a grandes rasgos esta genealogía, os lo ruego. Vos me interesáis; me gustan los blasones.

Juana contó, simplemente, lo que el lector sabe ya.

El cardenal escuchaba y la miraba. No se tomaba el trabajo de disimular sus impresiones. ¿Para qué? No creía ni en el mérito ni en la cualidad de Juana; la veía hermosa y pobre, y pensaba que era bastante.

Juana, que se apercibía de todo, adivinó la triste impresión que producía al futuro protector.

—Entonces —dijo el cardenal, con indiferencia—, habéis sido realmente desgraciada.

—No me quejo, monseñor.

—Creo que se me han exagerado mucho vuestras dificultades.

Y miró a su alrededor.

—Este alojamiento es cómodo, agradablemente amueblado.

—Para una modistilla, sin duda —replicó duramente Juana, impaciente para ir a su tema.

El cardenal hizo un movimiento.

—¿Consideráis este mobiliario propio de una modistilla?

—Yo no creo, monseñor, que pudierais llamarlo un mobiliario de princesa.

—Y vos sois princesa —dijo él, con una de esas imperceptibles ironías que sólo los espíritus muy distinguidos o las gentes de noble raza tienen el secreto de mezclar en su charla, sin llegar a ser impertinentes.

—Yo he nacido Valois, monsieur, como vos Rohan. Esto es todo lo que yo sé.

Estas palabras fueron pronunciadas con la dignidad del desgraciado que se rebela; con la entereza de la mujer que se sabe desconocida; fueron tan severas y tan sencillas a la vez, que el príncipe no se sintió herido, pero el hombre se sintió emocionado.

Madame, olvidaba que mi primera palabra ha debido ser una excusa. Yo os escribí que vendría ayer, pero tuve un compromiso en Versalles debido a la recepción con que se honró al comendador de Suffren. Y tuve que aplazar el placer de visitaros.

—Monseñor, me hacéis demasiado honor al haber pensado hoy en mí, y el conde de la Motte, mi marido, lamentará aún más vivamente el exilio en que le retiene la miseria, porque ese exilio le impide gozar de tan ilustre presencia.

La palabra «marido» llamó la atención del cardenal.

—¿Vivís sola, madame?

—Absolutamente sola, monseñor.

—Es valiente en una mujer tan joven y tan linda.

—Es simple, monseñor, por parte de una mujer que se sentirá desplazada en una sociedad de la cual su pobreza la aleja.

—Parece que los genealogistas no han contrastado vuestra genealogía.

—¿Y de qué me sirve? —dijo desdeñosamente Juana, echando hacia atrás, con un gesto encantador, los pequeños bucles empolvados de sus sienes.

El cardenal acercó su sillón al fuego, para calentarse los pies.

Madame, quisiera saber en qué puedo seros útil.

—En nada, monseñor.

—¿Cómo en nada?

—Vuestra Eminencia me colma de honor, ciertamente.

—Hablemos con más franqueza.

—Yo no sabría ser más franca de lo que soy, monseñor.

—Vos os quejabais hace un momento —dijo el cardenal, mirando alrededor como para hacer notar a Juana lo que él había dicho sobre el mobiliario de la modistilla.

—Sí, es cierto; me quejaba.

—¿Entonces, madame?

—Monseñor; veo que Vuestra Eminencia desea darme una limosna, ¿no es eso?

Madame

—No os preocupéis; antes aceptaba limosnas, pero no las aceptaré más.

—¿Por qué?

—Monseñor, ya he sido bastante humillada durante mucho tiempo, y no puedo soportarlo más.

Madame, confundís las palabras. En la desgracia no hay deshonra.

—¿Ni con el nombre que llevo? ¿Mendigaríais vos, monsieur de Rohan?

—Yo no hablo de mí —dijo el cardenal, con cierto embarazo mezclado de altivez.

—Monseñor, yo no conozco más que dos formas de mendigar: en carroza o a la puerta de una iglesia; con oro y terciopelo o con harapos. Yo no esperaba el honor de vuestra visita; me creía olvidada.

—¿Sabíais, pues, que era a mí a quien habíais escrito?

—¿No he visto vuestras armas en el sello de la carta que me habéis hecho el honor de escribirme?

—Sin embargo, no habéis demostrado reconocerme.

—Porque vos no me habíais hecho el honor de haceros anunciar.

—Muy bien, vuestro orgullo me place —dijo vivamente el cardenal, mirando con atención los ojos animados y el rostro altivo de Juana.

—Yo diría que había tomado antes de veros la resolución de dejar este miserable manto que vela mi miseria, que cubre la desnudez de mi nombre, y de ir con mis andrajos como toda mendiga cristiana a implorar el pan, no al orgullo, sino a la caridad de los transeúntes.

—Vos no estaréis en el límite de vuestros recursos, madame.

Juana no respondió.

—Vos tendréis alguna tierra, aunque esté hipotecada; joyas de familia; por ejemplo, esto.

Y señaló una caja con la que jugaban los dedos blancos y delicados de la joven.

—¿Esto?

—Una caja original. ¿Me permitís? Ah, un retrato.

—¿Conocéis el original de ese retrato? —preguntó Juana.

—Es el de María Teresa.

—¿De María Teresa?

—Sí, la emperatriz de Austria.

—¿De verdad? —preguntó Juana—. ¿Lo creéis así, monseñor?

El cardenal examinó la caja con atención.

—¿Cómo ha llegado a vuestras manos?

—Es propiedad de una dama que vino anteayer.

—¿A vuestra casa?

—A mi casa.

—¿Una dama?

El cardenal volvió a examinar la cajita con mayor atención.

—Rectifico, monseñor: vinieron dos damas.

—¿Y una de ellas os regaló esta caja? —preguntó él, con desconfianza.

—No me la dio.

—¿Y por qué la tenéis vos?

—La olvidó aquí.

El cardenal se quedó tan pensativo, que la condesa de Valois le miró intrigada, pensando que debía ponerse en guardia.

Después, el cardenal levantó la cabeza, y mirando atentamente a Juana, le dijo:

—¿Y cómo se llama esta dama? Perdonadme por interrogaros, pues parece que me haya convertido en un juez.

—En efecto, monseñor; el interrogatorio es un poco extraño.

—Indiscreto quizá, pero extraño…

—Extraño si yo conociera a la dama que se ha dejado aquí este tarjetero. Ya se lo habría devuelto. Sin duda ella lo tiene en estima y yo no quisiera pagar con una inquietud de cuarenta y ocho horas su generosa visita.

—¿Vos no la conocéis?

—No; sólo sé que es una dama directora de una Casa de Caridad.

—¿De París?

—De Versalles.

—¿De Versalles? ¿La superiora de una Casa de Caridad?

—Monseñor, yo acepto favores de las mujeres; las mujeres no humillan a una mujer pobre llevándole socorros, y esa dama puso cien luises sobre mi chimenea al despedirse.

—¡Cien luises! —dijo el cardenal, con sorpresa; después, viendo que podría herir la susceptibilidad de Juana, pues ella hizo un movimiento, agregó—: Perdón, madame. No me asombra que se os haya dado esa cantidad. Merecéis la solicitud de las gentes caritativas y vuestro nacimiento lo convierte en una ley. Es el título de Dama de Caridad lo que me asombra. Las Damas de Caridad no acostumbran a dar limosnas tan cuantiosas. ¿Podríais decirme cómo es esa dama, condesa?

—No es fácil, monseñor —repuso Juana para aguzar la curiosidad de su interlocutor.

—¿No es fácil? Puesto que ha venido aquí…

—Era dama, y como no quería ser reconocida, se ocultaba el rostro con un capuchón bastante amplio, y llevaba un abrigo de pieles. Sin embargo…

—¿Sin embargo…?

—Creí ver…, pero no lo afirmo.

—¿Qué visteis?

—Unos ojos azules.

—¿Y la boca?

—Pequeña, y labios un poco gruesos, el labio inferior sobre todo.

—¿Alta?

—Talla mediana.

—¿Las manos?

—Perfectas.

—¿El cuello?

—Esbelto.

—¿El rostro?

—Sereno y noble.

—¿El acento?

—Ligeramente forastero. ¿Conocéis quizá a esa dama, monseñor?

—¿Cómo puedo conocerla, señora condesa?

—Por la manera con que me interrogáis, monseñor, o por la simpatía que todos los que realizan buenas obras sienten por los que también las prodigan.

—No, madame, no; no la conozco.

—Sin embargo, monseñor, si vos tenéis alguna sospecha…

—¿Sospecha, yo?

—Inspirada por este retrato, por ejemplo.

—Ah… —murmuró el cardenal, temiendo haber ido demasiado lejos con sus sospechas—. Sí, este retrato…

—¿Este retrato, monseñor?

—Este retrato me hace el efecto de ser…

—El de la emperatriz María Teresa, ¿verdad?

—Yo creo que sí.

—¿Entonces, pensáis…?

—Creo que habéis recibido la visita de alguna dama alemana, quizá de las que han fundado una Casa de Caridad.

—¿En Versalles?

—En Versalles.

El cardenal se calló, pero se veía que todavía dudaba y que aquella carterita en casa de la condesa había aumentado sus recelos.

Lo que Juana no comprendía, lo que trataba inútilmente de explicarse era el recóndito pensamiento del príncipe, en el que sospechaba un lazo tendido con apariencias de cortesía. Ella sabía el interés que el cardenal ponía en los asuntos de la reina. Era un rumor de la corte, pero que no era un secreto para nadie el cuidado que ponían ciertos enemigos en prolongar la animosidad entre la reina y su gran limosnero.

Ese retrato de María Teresa, ese tarjetero que el cardenal había visto tantas veces en sus manos, ¿cómo estaba en las de Juana, la mendiga? ¿Realmente había visitado la reina este pobre alojamiento? Si efectivamente lo había hecho, ¿no descubrió su personalidad a los ojos de Juana? ¿O, por un motivo cualquiera, esta se callaba el honor que había recibido?

El prelado dudaba. Dudaba ya la víspera. El nombre De Valois le había enseñado a mantenerse en guardia, y ahora no se trataba de una mujer pobre, sino de una mujer socorrida personalmente por la reina.

¿María Antonieta era caritativa hasta ese punto? Mientras el cardenal forcejeaba con sus dudas, Juana, que no le perdía de vista y que ninguna reacción del príncipe se le escapaba, pasaba unos momentos angustiosos.

El silencio, embarazoso para los dos, lo resolvió el cardenal preguntando:

—Y la dama que acompañaba a vuestra bienhechora, ¿la visteis bien? ¿Podríais darme algún detalle?

—Ah, sí, la vi perfectamente. Es alta y bella, en su rostro se advierte decisión y su piel parece de seda.

—¿Y la otra dama no la nombró alguna vez?

—En una ocasión, y por su nombre de pila.

—¿Recordáis el nombre?

—Andrea.

—¿Andrea? —exclamó el cardenal sin reprimir su estupor y sin que su gesto, como todos los anteriores, pasase inadvertido a la condesa de la Motte.

El cardenal sabía ya a qué atenerse, pues el nombre de Andrea bastó para desechar las dudas que aún abrigaba. Se sabía que la reina había ido a París con mademoiselle de Taverney, y una historia que hablaba de que se había retrasado, de que hubo una puerta cerrada, de una querella conyugal entre el rey y la reina corría por todo Versalles.

El cardenal respiró al ver que no había ni lazo ni complot en la calle de Saint-Claude, y Juana de la Motte le pareció tan bella y tan pura como un ángel. Sin embargo, había que intentar una última prueba. El príncipe era diplomático.

—Condesa, os confieso que hay una cosa que me asombra.

—¿Cuál, monseñor?

—Que con vuestro nombre y vuestros títulos no os hayáis dirigido al rey.

—¿Al rey?

—Sí.

—Monseñor, he enviado veinte memoriales, veinte súplicas al rey.

—¿Sin resultado?

—Sin resultado.

—Aparte el rey, los príncipes habrían atendido vuestras reclamaciones. El duque de Orleáns es caritativo, y muchas veces llega adonde no llega el rey.

—También me he dirigido a Su Alteza el duque de Orleáns, pero inútilmente.

—¿Inútilmente? ¡Me asombra!

—Cuando no se es rico, o cuando no median recomendaciones, muchos memoriales se extravían en la antecámara de los príncipes.

—Pero queda todavía el conde de Artois.

—Ha ocurrido con el conde de Artois lo mismo que con Su Alteza el duque de Orleáns, lo mismo que con Su Majestad.

—También están Sus Altezas, las tías del rey. O me engaño mucho o han debido responder favorablemente.

—No, monseñor.

—Por Dios… No puedo creer que Elizabeth, la hermana del rey, haya desatendido vuestras súplicas.

—Su Alteza Real me prometió recibirme, pero no sé qué ha ocurrido para que después de recibir a mi marido no haya querido más contactos con nosotros, y después de insistir en mis súplicas, de ella no he vuelto a saber nada.

—Es muy raro —dijo el cardenal, y de repente, como si acabara de asaltarle un imprevisto pensamiento, dijo—: Por Dios, nos olvidamos…

—¿De qué?

—La persona a la cual vos debisteis dirigiros antes que a nadie.

—¿A quién debí dirigirme?

—A la dispensadora de los favores, a la que jamás ha rehusado un socorro merecido, a la reina.

—¿A la reina?

—Sí, a la reina. ¿La habéis visto?

—Jamás —respondió Juana con la mayor sencillez.

—¿Vos no habéis dirigido una súplica a la reina?

—Jamás.

—¿No habéis tratado de que Su Majestad os concediese una audiencia?

—Lo he intentado, pero no lo he conseguido.

—Debisteis buscar la manera de que os viese en alguno de sus paseos. Pudo ser un medio para haceros llamar a la corte.

—No lo he empleado jamás.

—Verdaderamente, madame, me decís cosas increíbles.

—Yo no he estado más que dos veces en Versalles y yo no he visto más que a dos personas, al doctor Louis que cuidó a mi desgraciado padre en el Hótel-Dieu, y al barón de Taverney, a quien se me había recomendado.

—¿Y qué os dijo el barón? Le habría sido fácil presentaros a la reina.

—Me dijo que había sido muy inhábil.

—¿Por qué?

—Opinó que la invocación de mi parentesco con la familia real tenía que contrariar a Su Majestad, porque los parientes pobres sólo valen para humillar.

—El barón fue egoísta y brutal —dijo el príncipe.

Después, pensando en la visita de Andrea a la condesa, se dijo:

«Es curioso; el padre rechaza la solicitud y la reina trae a la hija a esta casa. De esta contradicción tiene que extraerse alguna conclusión».

—Me maravilla oírle decir a una solicitante, a una mujer de la antigua nobleza, que no ha visto nunca ni al rey ni a la reina.

—Si no es en pintura… —dijo Juana, sonriendo.

—Muy bien —repuso el cardenal, convencido de la ignorancia y de la sinceridad de la condesa—. Si es preciso, yo mismo os llevaré a Versalles, y os haré abrir las puertas.

—¡Oh, monseñor, cuánta bondad! —exclamó la condesa con alborozo.

El cardenal se le acercó, diciéndole:

—Y es imposible que antes de poco tiempo todo el mundo no se interese por vos.

—Ay, monseñor… ¿Vos lo creéis sinceramente?

—Estoy seguro.

—Creo que tratáis de halagarme, monseñor —dijo Juana de la Motte mirando fijamente al cardenal, cuyo repentino cambio debió de sorprender a la condesa, toda vez que diez minutos antes la trató con una superficialidad muy manifiesta.

La mirada de Juana, lanzada como la flecha de un arquero, hirió al cardenal, quizá en su corazón, quizá en su sensualidad. Todo eso encerraba o el fuego de la ambición o el fuego del deseo, pero fuera lo que fuese, allí asomaba el fuego.

El cardenal, que conocía a las mujeres, se confesó que había visto pocas tan seductoras.

«¡Ah, a fe mía! —se dijo con este segundo pensamiento eterno de las gentes de la corte, educadas para la diplomacia—. ¡Ah, a fe mía! Sería demasiado extraordinario y demasiado feliz que yo volviese a encontrar, lo mismo que una honrada mujer a quien la astucia ha colocado en la miseria, a una protectora todopoderosa».

—Monseñor —interrumpió la condesa—, de vez en cuando os encerráis en un silencio que me inquieta; perdonadme que os lo diga.

—¿Por qué, condesa?

—Un hombre como vos sólo carece de cortesía con dos clases de mujeres.

—¿Qué me vais a decir, condesa? Confieso que me asustáis.

—Sí —repuso la condesa—, con dos clases de mujeres; lo he dicho y lo repito.

—¿Cuáles?

—Con las mujeres a las que se ama demasiado o con las mujeres a las que no se estima bastante.

—Condesa, me hacéis enrojecer. ¿He sido descortés con vos?

—Dios mío…

—No digáis nada más, porque sería doloroso.

—Monseñor, vos no podéis quererme demasiado, y yo no os he dado el derecho de estimarme demasiado poco.

El cardenal cogió la mano de Juana, diciéndole:

—Condesa, me estáis hablando como si estuvierais disgustada conmigo.

—No, monseñor, porque vos no habéis provocado todavía mi cólera.

—Ni la provocaré nunca, madame, desde este día en que tengo el placer de veros y conoceros.

«Mi espejo, mi espejo», pensó Juana.

—Desde hoy —continuó el cardenal— mi solicitud no os abandonará.

—Cuidado, monseñor —dijo la condesa, que no había retirado su mano de las del cardenal—. Eso no.

—¿Qué queréis decir?

—No me habléis de vuestra protección.

—Dios no quiera que pronuncie esta palabra. No es a vos a quien humillaría, sino a mí.

—Entonces, señor cardenal, admitamos una cosa que me halagará mucho.

—Si es así, madame, admitamos esa cosa.

—Admitamos, monseñor, que vos habéis rendido una visita de cortesía a madame de la Motte-Valois. Nada más.

—Y nada menos —repuso galante el cardenal.

Y acercando los dedos de Juana a sus labios imprimió en ellos un largo beso. La condesa retiró la mano.

—Es cortesía —dijo el cardenal con una seriedad exquisita.

Juana le devolvió la mano, sobre la cual esta vez el prelado imprimió un beso completamente respetuoso.

—Está bien así, monseñor.

El cardenal se inclinó.

—Sabed —continuó la condesa— que ocupar un sitio, por insignificante que sea, en la memoria de un hombre tan eminente y tan ocupado como vos, me consolará durante un año.

—¿Un año? Es muy corto… Esperemos más, condesa.

—No digo que no, señor cardenal —respondió ella sonriendo.

«Señor cardenal» era una familiaridad que por segunda vez hacía culpable a Juana de la Motte. El prelado, irritable en su orgullo, hubiera podido sorprenderse, pero las cosas habían llegado a un punto que no sólo no se sorprendió, sino que se sintió satisfecho como si le hubieran concedido un favor.

—Ah, la confianza… —exclamó él, aproximándose todavía más—. Tanto mejor, tanto mejor.

—Tengo confianza, monseñor, porque yo siento en Vuestra Eminencia…

—Decidme «monsieur» desde ahora, condesa.

—Es preciso perdonadme, monseñor; yo no conozco la corte. Digo, pues, que siento confianza porque vos sois capaz de comprender un espíritu como el mío, inquieto y audaz, y un corazón puro. A pesar de las pruebas de la miseria, a pesar de los ataques que me han dirigido innobles enemigos, Vuestra Eminencia sabrá tomar de mí, de mis palabras, lo que hay de digno en ellas. Vuestra Eminencia sabrá ser indulgente.

—Henos amigos, madame. ¿Está firmado, jurado?

—Eso es lo que deseo.

El cardenal se levantó y avanzó hacia Juana de la Motte, pero como tenía los brazos un poco más abiertos como para un simple juramento, ágil y graciosamente la condesa evitó el cerco.

—Amistad entre tres —dijo ella con un inimitable acento de coquetería y de inocencia.

—¿Cómo amistad entre tres?

—¿Acaso no hay un pobre gendarme, un exiliado que se llama el conde de la Motte?

—Oh, condesa…, ¡qué deplorable memoria poseéis!

—Es preciso que yo os hable de él, puesto que vos no lo hacéis.

—¿Sabéis por qué yo no hablo de él, condesa?

—¿Por qué?

—Porque él hablará siempre bastante de sí mismo; los maridos no se olvidan jamás, creedme.

—¿Y si él habla de sí mismo?

—Entonces se hablará de vos, entonces se hablará de nosotros.

—¿Cómo es posible?

—Se dirá, por ejemplo, que el conde de la Motte ha encontrado bien, o ha encontrado mal, que el cardenal de Rohan visite tres, cuatro o cinco veces por semana a la condesa de la Motte, en la calle de Saint-Claude.

—Pero vos no diréis tanto, señor cardenal. ¿Tres, cuatro, cinco veces por semana?

—¿Dónde estaría la amistad entonces, condesa? Yo he dicho cinco veces, y me he equivocado. Serán seis o siete, las que haga falta, sin contar los días bisiestos.

Juana se echó a reír.

El cardenal notó que por primera vez hacía honor a sus bromas, y se sintió halagado.

—¿Impediréis vos que no se hable? ¿Sabéis que es imposible?

—Sí.

—¿Y cómo?

—De un modo muy simple; con derecho o sin él, el pueblo de París me conoce.

—Cierto, tenéis razón, monseñor.

—Pero vos tenéis la desgracia de que no se os conozca.

—Justo.

—Soslayemos la cuestión.

—Soslayada; es decir…

—Si vos queréis…, si, por ejemplo…

—Acabad.

—¿Y si vos salís, en lugar de hacerme salir a mí?

—¿Que yo vaya a vuestro palacio, monseñor?

—Vois iríais a casa de un ministro.

—Un ministro no es un hombre, monseñor.

—Sois adorable. No se trata de un palacio; tengo una casa…

—Un nido, digamos la palabra justa.

—No, una casa de vuestra propiedad.

—¿Una casa que me pertenece? ¿Dónde? Yo no sabía que tuviera una casa.

El cardenal se levantó a la vez que decía:

—Mañana, a las diez recibiréis su dirección.

La condesa enrojeció, y el cardenal le tomó galantemente la mano. Y esta vez el beso fue respetuoso y a la vez tierno y audaz.

Entonces se saludaron con esa especie de ceremoniosidad risueña que indica una próxima intimidad.

—Alumbrad a monseñor, ama Clotilde.

La vieja apareció con una luz en la mano, precediendo al prelado.

«Creo, pues todo lo afirma —se dijo Juana— que hoy he dado un gran paso en el mundo».

«Vamos, vamos… —pensó el cardenal mientras subía a su carroza—. Hoy he hecho un doble negocio. Esta mujer tiene demasiado espíritu para no conquistar a la reina cuando me ha conquistado a mí».