He aquí todo cuanto seducía los ojos y, por consiguiente, la imaginación de las pequeñas fortunas, en los almacenes del maestro Fingret en la Place Royal.
Las mercancías no eran nuevas, la muestra lo decía lealmente, pero reunidas se realzaba su valor y acababan por representar un conjunto mucho más importante que el que los comerciantes más desdeñosos hubiesen exigido.
Juana de la Motte, una vez admitida a admirar todas estas riquezas, se dio cuenta de todo lo que faltaba en la calle de Saint-Claude. Le faltaba un salón en el que hubiera sofá, sillones y poltronas. Un comedor con vitrinas y aparadores. Un gabinete donde colgar cortinas persas y colocar los veladores y las pantallas de chimenea.
Y lo que le faltaba, además de salón, comedor o gabinete, era el dinero para conseguir los muebles y colocarlos en su nuevo apartamento.
Con los tapiceros de París hay transacciones fáciles de realizar en todas las épocas, y no hemos oído decir jamás que una joven y hermosa mujer se haya muerto en el umbral de una puerta que se ha negado a abrirse a su deseo.
En París, lo que no se compra se alquila, y son estos comerciantes los que ponen en circulación el proverbio «Ver es tener».
Juana de la Motte, con la esperanza de un alquiler posible, después de tomar las medidas, descubrió una sillería de seda amarilla con flores de oro que la fascinó desde el primer momento. Ella era morena.
Pero todo ese moblaje, compuesto de diez piezas, no habría cabido en el cuarto piso de la calle de Saint-Claude. Había que alquilar el tercer piso, dividido en una antecámara, un comedor, un saloncito y un dormitorio.
Así, en el tercer piso se podían recibir las limosnas de los cardenales, y en el cuarto las de las oficinas de caridad; o sea, en el de lujo las limosnas de las gentes que hacen la caridad por ostentación, y en el otro las ofrendas de las gentes sin prejuicios que no quieren dar más que a los que ciertamente necesitan.
La condesa, una vez lo ordenó todo mentalmente, volvió sus ojos hacia el lado oscuro del sótano, allá donde la riqueza se presentaba más espléndida, hacia la parte de los cristales, de los dorados y los espejos.
Vio allí, con su bonete en la mano, el gesto impaciente y la sonrisa un poco socarrona, una figura de burgués parisién que hacía dar vueltas a una llave en sus dedos índices unidos el uno al otro por las uñas.
Este digno inspector de las mercancías de ocasión no era otro que Fingret, a quien sus empleados habían anunciado la visita de una hermosa dama llegada en carruaje.
Se veían en el patio los mismos empleados vestidos de corto, con ropa de lana, las piernas al aire, con medias y algunas con carreras. Se ocupaban en restaurar, con los muebles más viejos, los menos viejos, lo que quería decir reventar sofás y sillones antiguos para sacarles la crin y la pluma que valdría para rellenar a sus sustitutos. Uno mezclaba la crin con estopa y forraba otro mueble; otro lavaba los sillones, y un tercero repasaba los tejidos lavándolos con jabones aromáticos.
Se restauraban con estos viejos ingredientes los bonitos muebles de ocasión que Juana de la Motte admiraba en este instante. Fingret, viendo que su cliente podía notar las operaciones de sus empleados y opinar menos favorablemente acerca de lo que deseaba adquirir, cerró una puerta vidriera que daba al patio, diciendo que lo hacía para que el polvo no molestase a madame.
—Sobre este, madame… —y se detuvo.
—La condesa de la Motte-Valois —aclaró indolentemente Juana.
Pareció que el título sonaba bien, y Fingret se metió la llave en el bolsillo, diciendo:
—Nada hay aquí de lo que conviene a madame, pero tengo cosas nuevas y magníficas. No crea la señora condesa que la casa Fingret no tiene también tan bellos muebles como el tapicero del rey. Dejad todo esto, madame, y tened la amabilidad de ver mi otro comercio.
Juana enrojeció, pues lo que había visto allí le parecía demasiado bello, tan bello, que no esperaba poder adquirir nada, pero halagada por las suposiciones de Fingret, temía que este comprendiese que sus medios no eran muchos, y se disgustó por no haberse anunciado como una simple burguesa. Pero de todo error un espíritu hábil saca una ventaja.
—Nada nuevo, monsieur; yo no quiero nada nuevo.
—¿Madame quizá tenga algún apartamento que amueblar?
—Vos lo habéis dicho, monsieur, un apartamento.
—Maravilloso. Que madame escoja —ofreció Fingret, astuto como un mercader de París, el cual no cifra su amor propio en vender nuevo o viejo mientras pueda ganar en la operación.
—Ese pequeño moblaje, por ejemplo —pidió la condesa.
—No tiene más que diez piezas.
—La habitación es mediana.
—Es nuevo, como puede ver.
—Nuevo…, pero de ocasión.
—Sin duda —repuso Fingret, riendo—, pero así como está vale ochocientas libras.
El precio estremeció a la condesa. ¿Cómo confesar que la heredera de los Valois se contentaba con un mueble de ocasión y que no podía pagar ochocientas libras?
—Pero yo no os hablo de comprar. ¿Cómo queréis que compre muebles tan viejos? No se trata más que de alquilar y todavía…
Fingret hizo una mueca porque insensiblemente el cliente perdía valor. No era un mueble nuevo, ni siquiera un mueble de ocasión lo que quería comprar, sino alquilarlo.
—¿Vos desearíais este mueble floreado y por un año?
—No, por un mes; es un amigo de provincias al que tengo que alojar.
—Será cien libras por mes —dijo el maestro Fingret.
—Supongo que os estáis burlando, porque si saco la cuenta, a los ocho meses el mueble sería mío.
—De acuerdo, señora condesa.
—¿Entonces?
—Entonces sería vuestro y no mío, y yo no tendría que hacerlo restaurar, y todo eso cuesta dinero.
Juana de la Motte reflexionaba.
«Cien libras por un mes es mucho, pero hay que razonar: será demasiado caro para un mes, y entonces devuelvo los muebles, dejando una buena opinión al tapicero, o en un mes puedo comprar un mueble nuevo. Y pensaba emplear cinco o seiscientas libras; hagamos las cosas en grande y gastemos cien escudos».
—Guardadme ese moblaje de flores de oro para un salón, con las cortinas haciendo juego.
—Sí, madame.
—¿Y los tapices?
—Aquí están.
—¿Qué me daríais para otra estancia?
—Estas banquetas verdes, este cuerpo de armario de encina, esta mesa de pies torneados y estas cortinas verdes de damasco.
—¿Y para un dormitorio?
—Un lecho largo y bello, un colchón excelente, una colcha de terciopelo bordada en rosa y plata, cortinas azules, guarnición de chimenea un poco gótica, pero de lujoso dorado.
—¿Tocador?
—Uno con encajes de Malinas. Miradlos, madame. Cómoda de delicada marquetería, sofá de tapicería, sillas haciendo juego, todos los utensilios de chimenea de una gran elegancia, porque proceden del dormitorio de madame de Pompadour en Choisy.
—¿Todo por qué precio?
—¿Un mes?
—Sí.
—Cuatrocientas libras.
—Veamos, monsieur Fingret, no me confundáis con una advenediza, os lo ruego. No se desvanecen las gentes de mi calidad ante unos trapos. ¿Observáis que cuatrocientas libras por mes son cuatro mil ochocientas al año, y que por ese precio yo tendría un hotel amueblado?
El maestro Fingret se pellizcó la oreja.
—Vos no me volveréis a ver por la Place Royal —continuó la condesa.
—Eso me entristecería, madame.
—No daré más de cien escudos por ese mobiliario.
Juana dijo estas últimas palabras con tal seguridad que el mercader pensó de nuevo en el porvenir.
—Sea, madame.
—Y con una condición, maestro Fingret.
—¿Cuál?
—La de que todo será colocado en el apartamento que yo os indicaré antes de las tres de la tarde.
—Son ya las diez, madame.
—¿Es sí o es no?
—¿Adónde hay que llevarlo?
—Calle Saint-Claude o Marais.
—¿A dos pasos?
—Precisamente.
El tapicero abrió la puerta del patio y gritó: «Sylvain, Landry, Remy», apareciendo tres de los aprendices, encantados de poder interrumpir su trabajo y ver a la bella dama.
—A ver, los carros de mano. Remy, ve a cargar el mobiliario de flores de oro; Sylvain, la antecámara en el carro, y tú, que eres más reposado, lleva el dormitorio. Revisemos la nota, madame, y si os place os firmaré el recibo.
—He aquí seis dobles luises, y devolvedme un luis simple.
—Aquí tenéis dos escudos de seis libras, madame.
—De los que daré uno a estos mozos si me demuestran su competencia —dijo la condesa.
Una hora después había alquilado el tercer piso, y no habían pasado dos horas cuando ya el salón, la antecámara y el dormitorio estaban amueblados y tapizados.
El escudo de seis libras fue ganado por Landry, Remy y Sylvain casi a los diez minutos.
Una vez estuvo el alojamiento transformado, los cristales limpios y la chimenea encendida, Juana se dedicó a su arreglo personal, saboreando la felicidad de dos horas, la felicidad de pisar una buena alfombra y sentir a su alrededor una atmósfera cálida, respirar el perfume de algunas flores en los vasos japoneses…
Fingret no había olvidado los brazos dorados que sostenían las bujías a cada lado de los espejos, y los candelabros, bajo la llama de los cirios, se irisaban con todos los matices del arco iris.
Fuego, cirios, flores, rosas perfumadas en el paraíso que Juana destinaba a su excelencia.
Prestó incluso atención a lo que la puerta de la alcoba, coquetonamente entreabierta, dejaba ver: un bonito fuego a cuyos reflejos relucían los pies de los sillones, la madera del lecho y los morillos de De Pompadour, las cabezas de las quimeras sobre las cuales se había posado el pie encantador de la condesa.
La coquetería de Juana no se detenía ahí. Si el fuego realzaba el interior de esta cámara misteriosa, si los perfumes denunciaban a la mujer, la mujer denunciaba una raza, una belleza, un espíritu y un gusto dignos de una eminencia.
Juana puso en su arreglo personal un cuidado del cual el caballero de la Motte, su marido ausente, le hubiera pedido cuentas. La mujer fue digna del apartamento y del mobiliario alquilado al maestro Fingret.
Después de una ligera comida, a fin de conservar su presencia de espíritu y su elegante palidez, Juana se hundió en un gran sillón cerca del fuego.
Con un libro en la mano y una chinela sobre un taburete, esperó, escuchando el tic-tac del péndulo y los ruidos lejanos de los carruajes, que raramente turbaban la tranquilidad del desierto de Marais.
Esperaba. El reloj dio las nueve, las diez y las once, y nadie llegaba, ni en carruaje ni a pie.
¡Las once! Era, sin embargo, la hora de los prelados galantes que, habiendo acrecentado su caridad en una cena de arrabal, y no teniendo nada más que dar veinte vueltas de rueda para entrar en la calle Saint-Claude, se jactaban de ser humanos, filántropos y religiosos.
La medianoche sonó lúgubremente en las Filles-du-Calvaire.
Ni prelado ni carruaje; las bujías comenzaron a palidecer llenando de capas diáfanas las arandelas de cobre dorado. El fuego, renovado con suspiros, se estaba transformando en brasas, después en ceniza. Hacía un calor africano en ambas cámaras.
La vieja sirvienta, que se había acicalado poniéndose en el gorro unas cintas pretenciosas, al inclinar la cabeza cuando se dormía debajo de la bujía, sus adornos se deterioraban, debido a la llama o a las gotas de cera.
A las doce y media, Juana se levantó furiosa del sillón que había abandonado más de cien veces aquella noche, para abrir la ventana y mirar ávidamente en las profundidades de la calle, tranquila como antes de la creación del mundo.
Por fin desistió, rehusó cenar, licenció a la vieja, cuyas preguntas comenzaban a importunarla, y sola, en medio de sus tapicerías de seda, bajo sus bellas cortinas y en su excelente lecho, no durmió mejor que la víspera, porque la víspera su inconsciencia, nacida de la esperanza, la hacía más feliz.
Sin embargo, a fuerza de dar vueltas, de crisparse, de desesperarse contra su mala suerte, Juana encontró una excusa para el cardenal. Lo primero: que era cardenal, gran limosnero, que tenía mil asuntos inquietantes y, por consiguiente, más importantes que una visita a la calle de Saint-Claude.
Después, esta otra excusa: él no conocía a esta pequeña condesa de Valois, circunstancia muy consoladora para Juana. ¡Oh, realmente habría sido más desolador si monsieur de Rohan hubiese faltado a su palabra después de su primera visita!
Esta razón que se dio Juana a sí misma necesitaba una prueba para parecer buena, y no dudó: saltó del lecho, encendió las mariposas de la lamparilla y se miró largo tiempo al espejo. Después del examen sonrió, apagó las mariposas y se acostó. La excusa era buena.