Contra la costumbre de la corte, el secreto había sido fielmente guardado a Luis XVI y al conde de Artois. Nadie supo a qué hora ni cómo debería llegar monsieur de Suffren.
El rey había convocado una reunión para la noche, y a las siete entró en compañía de los príncipes y las princesas. La reina llegó trayendo de la mano a mademoiselle Royale[39], que sólo tenía siete años.
La asamblea era numerosa y brillante.
Durante los preliminares, en el momento en que cada uno escogía su sitio en el salón, el conde de Artois se acercó a la reina y le dijo.
—Mirad bien a vuestro alrededor.
—Ya lo hago.
—¿Qué veis?
La reina paseó sus ojos entre la gente que la rodeaba, trató de distinguir los grupos, se fijó en los vacíos, y no viendo más que amigos por todas partes y por todas partes servidores, y entre los cuales estaban Andrea y su hermano, dijo:
—No sé; veo rostros muy agradables, sobre todo rostros amigos.
—No miréis lo que hay, querida hermana; mirad lo que no hay.
—Es verdad.
El conde de Artois la miró riendo.
—Todavía ausente —repuso la reina—. ¿Le estoy haciendo huir todavía?
—No —dijo el conde de Artois—; solamente que la burla se prolonga. El conde ha ido a esperar al oficial real monsieur de Suffren en los límites de Fontainebleau.
—Entonces yo no veo por qué os reís.
—¿No veis por qué me río?
—Si ha ido a esperar al oficial real de Suffren, ha sido más gentil que nosotros, y es el primero que le verá, con lo cual le felicitará antes que nadie.
—Sí, claro —admitió el joven príncipe, riendo—. Pero tenéis una idea muy ambigua de nuestra diplomacia; monsieur de Provenza ha ido a esperar al oficial real a Fontainebleau, pero nosotros tenemos a alguien que le espera en la posta de Villejuif.
—¿Es verdad?
—De suerte —continuó el conde de Artois— que se resfriará en su puesto de guardia, mientras que por una orden del rey, monsieur de Suffren llegará directamente a Versalles, donde le esperamos.
—¡Maravillosamente ideado!
—No del todo mal, y estoy bastante contento de mí mismo. Haced, pues, vuestro juego.
Había en la sala de juego unas cien personas de la más alta condición. De Conde, De Penthievre, De la Tremouille, las princesas… Sólo el rey advirtió que el conde de Artois hacía reír a la reina, y para añadirse a la conspiración le miró con una expresión significativa.
La noticia de la llegada del comendador de Suffren no se había dado, según hemos dicho, y, sin embargo, no se podía eliminar como una especie de presagio que planeaba sobre todos.
Se percibía que alguna incógnita iba a desvelarse de un momento a otro, una novedad que se iba a saber repentinamente; era un interés desconocido que se extendía por todo aquel mundo en que el menor acontecimiento tomaba importancia desde el momento en que el dueño fruncía las cejas para desaprobar o se callaba para sonreír.
El rey, que tenía la costumbre de jugar una apuesta de seis libras, para moderar el juego de los príncipes y de los cortesanos, no se dio cuenta de que colocaba sobre la mesa el oro que tenía en el bolsillo.
La reina, de lleno en su papel, tuvo la diplomacia de atraer la atención de los que la rodeaban con el ardor ficticio que puso en su juego.
Felipe, admitido en la partida y colocado frente a su hermana, absorbía con todos los sentidos la impresión desconocida y asombrosa del pavor que volvía a inquietar su alma.
Las palabras de su padre seguían atormentándole. Se preguntaba si en efecto el viejo, que había visto tres o cuatro reinados de favoritos, no sabía con exactitud la historia de los tiempos y de las costumbres. Se preguntaba si el puritanismo, en el que hay un matiz de adoración religiosa, no era algo ridículo que él había traído de lejanas tierras.
La reina, tan poética, tan bella, tan fraternal para él, ¿no era más que una coqueta terrible, ansiosa de encadenar una pasión más a sus recuerdos, como el entomólogo toma un insecto o una mariposa bajo su cristal, sin inquietarse por lo que sufre cuando un alfiler le atraviesa el corazón?
Sin embargo, la reina no era una mujer vulgar, de un carácter banal. Una mirada suya significaba algo, y jamás dejaba caer una mirada sin calcular a quién iba dirigida.
«De Coigny y De Vaudreuil —se repetía Felipe— han amado a la reina y han sido amados por ella. ¿Por qué, por qué esta calumnia tan vil? ¿Por qué un rayo de luz no se desliza en este profundo abismo que se llama un corazón de mujer, más profundo todavía cuando es un corazón de reina?».
Y mientras Felipe daba vueltas a esos dos nombres, miraba al extremo de la mesa a De Coigny y a De Vaudreuil, quienes por pura casualidad estaban sentados juntos, mirando hacia donde no se encontraba la reina, inconscientes por no decir distraídos.
«Felipe se decía que era imposible que esos dos hombres hubiesen amado y estuviesen tan tranquilos, que hubiesen sido amados y fuesen tan olvidadizos. Si la reina le amase, él se volvería loco de felicidad; si ella le olvidase después de haberle amado, se mataría de desesperación».
Y de De Coigny y De Vaudreuil, Felipe pasó a María Antonieta.
Y siempre soñando, se preguntaba si aquella frente tan pura, aquella boca tan voluntariosa y su majestuosa mirada no eran los más bellos encantos de la reina, la revelación de sus profundos secretos.
¡Oh, no, no; calumnias, calumnias! Todo eran rumores que circulaban entre el pueblo, y a los cuales los intereses, los odios o las intrigas de la corte daban cierta consistencia.
Felipe se encontraba en este punto de sus reflexiones cuando dieron las siete menos cuarto en el reloj de la sala de guardia. En el mismo instante se oyó un ruido de pasos apresurados y de las culatas de los fusiles golpeando las losas. Un murmullo de voces que penetraron por la puerta entreabierta llamó la atención del rey, quien volvió la cabeza hacia atrás para oír mejor, y después hizo una señal a la reina, quien, comprendiendo inmediatamente la indicación, levantó el juego. Y cada jugador, recogiendo el dinero que tenía delante, esperaba para tomar una resolución que la reina dejase adivinar la suya.
El rey y la reina pasaron a la gran sala de recepción.
Un ayuda de campo de monsieur de Castries[40], ministro de Marina, se acercó al rey y le dijo algo al oído.
—Bien, podéis ir —concedió, y le indicó a la reina—: Todo va bien.
Cada uno interrogaba a su vecino con la mirada. Ese «todo va bien» dio mucho que pensar a todo el mundo.
De pronto, el mariscal de Castries entró en la sala, preguntándole al rey:
—¿Su Majestad quiere recibir al oficial real de Suffren, que llega de Toulon?
A este nombre, pronunciado en voz alta, siguió un rumor indescriptible.
—Sí, monsieur —respondió el rey—, y con el mayor placer.
De Castries salió. Hubo un movimiento de expectación entre la gente que llenaba el salón al mirar hacia la puerta por donde De Castries acababa de irse.
Para explicar esta simpatía de Francia hacia monsieur de Suffren, para hacer comprender el interés que un rey, que una reina, que un príncipe de sangre real ponían en ser los primeros en saludar a De Suffren, pocas palabras bastarán. De Suffren es un hombre esencialmente francés, como Turenne, como Catinat, como Jean-Bart.
Después de la guerra con Inglaterra, o más bien después del último período bélico que precedió a la paz, el comendador de Suffren había librado siete grandes batallas navales sin sufrir una derrota; había tomado Trinquemale y Gondelour, asegurado las posesiones francesas, limpiado el mar y enseñado al Mabab Haider-Aly que Francia era la primera potencia de Europa. Había aportado al ejercicio de la profesión de marino toda la diplomacia de un negociante sutil y honrado, toda la bravura y la táctica de un soldado, toda la habilidad de un sabio administrador. Valeroso, infatigable, orgulloso cuando se trataba del honor del pabellón francés, había castigado a los ingleses por tierra y por mar, hasta tal punto que estos reputados marinos no se atrevían a coronar una victoria comenzada o a intentar un ataque contra De Suffren cuando el león enseñaba los dientes.
Después de la acción, durante la cual había expuesto la vida con la inconsciencia del último marinero, se le había visto humano, generoso, compasivo; era el tipo del verdadero marino, un poco olvidado después de Jean-Bart y de Duguay-Trouin, que Francia volvía a encontrar en De Suffren.
No trataremos de pintar el entusiasmo, los rumores, que su llegada a Versalles hizo estallar entre los gentileshombres convocados.
De Suffren era un hombre de unos cincuenta y seis años, grueso, bajo, ojos de fuego, gesto noble y fácil. Ágil a pesar de su obesidad, majestuoso a pesar de su sencillez, llevaba con altivez su melena leonina; como hombre habituado a superar todas las dificultades, había encontrado el medio de hacerse vestir y peinar en su carroza.
Llevaba un traje bordado en oro, la casaca roja, el pantalón azul. Había conservado el cuello militar sobre el cual su poderoso mentón descansaba como complemento de su enorme cabeza.
Cuando entró en la sala de guardia, alguien dijo una palabra a De Castries, el cual, paseando de un lado a otro con impaciencia, gritó:
—¡El caballero de Suffren, señores!
En el acto, los guardias cogieron sus mosquetones y se alinearon como si se tratase del rey de Francia, y el oficial real, después de pasar, había formado detrás de él y en buen orden cuatro por cuatro, como para servirle de cortejo.
Él, estrechando las manos de monsieur de Castries, trató de besarle, pero el ministro de Marina le respondió suavemente:
—No, no, monsieur —dijo—; no quiero privaros de la felicidad de abrazar, antes que nadie, a alguien que es más digno que yo.
Y llevó a De Suffren hasta Luis XVI.
—¡El oficial real! —exclamó el rey, y seguidamente agregó—: Sed bienvenido a Versalles. Traéis la gloria, traéis todo lo que los héroes dan a sus contemporáneos. Abrazadme, señor oficial del rey.
De Suffren había doblado la rodilla, pero el rey le levantó y le abrazó tan cordialmente que un estremecimiento de júbilo y de triunfo recorrió toda la asamblea.
Sin el respeto al rey, los asistentes se hubieran confundido en vítores y en gritos de aprobación. El rey se volvió hacia la reina, diciéndole:
—Madame, he aquí al caballero de Suffren, el vencedor de Trinquemale y de Gondelour, el terror de nuestros vecinos los ingleses; para mí, un Jean-Bart.
—Monsieur —dijo la reina—, yo no tengo elogios que haceros. Sabed solamente que no habéis ordenado un cañonazo por la gloria de Francia sin que mi corazón haya latido de admiración y de reconocimiento.
La reina apenas había acabado cuando el conde de Artois se aproximó con su hijo, el duque de Angulema.
—Hijo mío —le dijo—, estás viendo a un héroe. Mírale bien porque los héroes no se prodigan.
—Monseñor —respondió el joven príncipe a su padre—, yo he leído Los grandes hombres, de Plutarco, pero no los veía. Os agradezco el haberme mostrado a monsieur de Suffren.
Por el murmullo que se hizo a su alrededor, el niño comprendió que acababa de decir la palabra que faltaba.
Entonces, el rey tomó el brazo de De Suffren y se dispuso a llevarlo a su gabinete, para hablar como un geógrafo de sus viajes y de su expedición. Pero De Suffren opuso una respetuosa resistencia.
—Sire —dijo—, permitidme, puesto que Vuestra Majestad tiene tantas bondades para mí…
—No sigáis. ¿Me queréis pedir algo, monsieur de Suffren?
—Sire, uno de mis oficiales ha cometido contra la disciplina una falta tan grave, que he pensado que Vuestra Majestad debe ser el único juez.
—Monsieur —dijo el rey—, yo esperaba que vuestra primera petición sería un favor y no un castigo.
—Vuestra Majestad ya ha tenido el honor de decirlo; juzgará y dirá lo que se debe hacer.
—Os escucho.
—En el último combate, el oficial de quien hablo se encontraba en el Séveré.
—El barco que arrió su bandera —dijo el rey, frunciendo las cejas.
—Sire, el capitán del Séveré había arriado su bandera —respondió De Suffren, inclinándose—, y ya sir Hugo, el almirante inglés, enviaba una embarcación para abordar la presa, pero el primer oficial del barco, que vigilaba las baterías del entrepuente, habiéndose apercibido de que el fuego cesaba, y habiendo recibido la orden de hacer callar los cañones, subió al puente, y vio entonces la bandera arriada y al capitán dispuesto a rendirse. Pido perdón a Vuestra Majestad, pero ante este espectáculo, lo que había en él de sangre francesa se rebeló. Cogió la bandera que tenía a su alcance, blandió un martillo, y, ordenando reanudar el ataque, fue a clavar la bandera bajo el fuego. A este suceso, Sire, se debe el que el Séveré siga en poder de Vuestra Majestad.
—¡Hermosa hazaña! —dijo el rey.
—¡Valiente acción! —dijo la reina.
—Sí, sí, Sire; sí, madame, pero es una grave infracción de la disciplina. La orden la había dado el capitán y el oficial debía obedecerla. Yo os pido, pues, gracia para él, Sire, y os la pido con tanta más insistencia porque es mi sobrino.
—¿Vuestro sobrino? Nunca me hablasteis de él.
—Al rey, no, pero he tenido el honor de hacer mi relación al ministro de Marina, rogándole que no le dijera nada a Su Majestad antes de que no obtuviese gracia para el culpable.
—Concedido, concedido —repuso el rey—, y prometo de antemano mi protección a toda indisciplina que sepa defender así la bandera y al rey de Francia. Habéis debido presentarme a ese oficial, señor oficial del rey.
—Está aquí —contestó De Suffren—, y puesto que Vuestra Majestad lo permite…
De Suffren se volvió, diciendo:
—Acercaos, monsieur de Charny.
La reina se estremeció. Este nombre despertaba en su memoria un recuerdo demasiado reciente para que se le hubiese borrado. Un joven oficial se destacó del grupo que encabezaba De Suffren y apareció ante el rey.
La reina había hecho un movimiento para ir al encuentro del joven, entusiasmada con el relato de su bella acción, pero al oír el nombre que dio al rey monsieur de Suffren, se detuvo, palideció y murmuró algunas palabras. Mademoiselle de Taverney, también pálida, miró con inquietud a la reina.
El oficial de Charny, sin ver nada, sin fijarse en nada, sin que su rostro expresase otra emoción que el respeto, se inclinó delante del rey, quien le dio su mano a besar; después, modesto y trémulo y bajo las miradas ávidas de la asamblea, se volvió hacia el círculo de oficiales, los cuales le felicitaron ruidosamente y le estrujaron con sus abrazos.
Siguió un momento de silencio y de emoción, en el cual se vio radiante al rey, risueña e indecisa a la reina, a De Charny con los ojos bajos, y Felipe, a quien la emoción de la reina no había escapado, inquieto e inquisitivo.
—Vamos, vamos —dijo al fin el rey—, venid, monsieur de Suffren, para que podamos hablar; me muero de deseos de escucharos y de demostraros lo mucho que he pensado en vos.
—Sire, tantas bondades…
—Vos veréis mis cartas, señor oficial del rey; veréis cada fase de vuestra expedición, prevista o adivinada de antemano por mi solicitud. Venid, venid.
Después de dar algunos pasos llevándose a De Suffren, se volvió de pronto hacia la reina, diciéndole:
—A propósito, madame: he hecho construir, como vos sabéis, un barco de diez cañones, y he cambiado de acuerdo con vos el nombre que debe llevar. Pero en vez de llamarle como habíamos dicho… ¿No es así, madame…?
María Antonieta, recobrada la serenidad, cazó al vuelo el pensamiento del rey.
—Sí, sí; le llamaremos El Suffren, y yo seré la madrina con el señor oficial del rey.
Los gritos, hasta entonces contenidos, se hicieron oír con violencia: «¡Viva el rey! ¡Viva la reina!».
—¡Y viva El Suffren! —agregó el rey con regia delicadeza, porque nadie podía gritar: «¡Viva monsieur de Suffren!», en presencia del rey, mientras que los más minuciosos observadores de la etiqueta podían gritar: «¡Viva el barco de Su Majestad!».
—¡Viva El Suffren! —repitió la asamblea, con entusiasmo.
El rey hizo un gesto de agradecimiento por habérsele comprendido tan bien, y se llevó al oficial, cogiéndole del brazo.